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Tiene consistencia física,
espesamente dulce,
el silencio nocturno de la selva.
No es como la del viento y la vastedad,
cuyos dientes de nieve
mordieron mi soledad.
Ni como el silencio aterrador
(en su fondo el tiempo brilla inmóvil)
del desierto chileno de Atacama,
donde, una tarde,
tendido entre arena y piedras,
escuché lleno de asombro
el ladrido de mi propio corazón.
El silencio de la selva es sonoro:
los cantos de los pájaros de la noche
forman parte de él, nacen de él,
son su voz acogedora.
Solo en el centro de la noche amazónica,
escucho el poder mágico del silencio,
ahora cuando los pájaros
conversan con las estrellas,
y recito silenciosamente
el nombre hermoso de la mujer que amo. |