El ósculo de Lilit |
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A P. T. “That human gore is not my customary food. The delight that I seek from woman’s veins is frankly sexual” Fred Saberhagen |
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Durante
el beso pasional mis inquietas extremidades magreaban sobre cada una de
las partes de ella. Repentinamente sentí un goce ardiente en el labio
inferior, la temperatura se incrementó concentrándose en esa área
magullada; por consiguiente la mucosa dejó derramar una sustancia salada
y densa que velozmente recorrería a voluntad las encías, la dentadura y
mi lengua entera. En ese instante advertí su placentera lengua fuerte
como la de una serpiente que se entretenía sin cesar sobre la herida
provocando una profusa irrigación. Entonces fue que a lapsos, su boca
sedienta succionaba la cálida mezcla excedente entre saliva y sangre
profiriendo jadeos resonantes. Debo confesar que el terrible ardor
tras la mordida, imposible de ocultar, me hizo verter algunas lágrimas;
pero la pura idea de yacer juntos me obligó a aguantar el penetrante
dolor. Una
vez que la débil exhalación matutina violó el sórdido interior de la
tasca, sus jugosos y suaves labios se desunieron de los míos, y
sorprendido pude observar su cara extasiada con las pupilas completamente
en blanco, también miré a través de sus fauces un par de destacados
columelares entintados con un color rojo refulgente, por lo que espantado
me aparté violentamente a una corta distancia de ella. Su rostro
totalmente transformado, al recuperar su dulce naturalidad perdida,
entreabrió la boquita de un rosado pálido y sacó prontamente su
insaciable lengua para lamer las comisuras marchitas y babeantes. Después,
sin pronunciar palabra, me dirigió una penetrante mirada con unos ojos fríos
que de un bello color verde turquesa, su iris se volvió de un tono
bermejo opaco y carente de brillo. Colocó tiernamente sus dedos índice y
medio en mis lastimados belfos haciéndome experimentar un estremecimiento
glacial, e impidiéndome musitar alguna palabra, depositó en mis manos
una gargantilla con una hermosa cruz de plata de la Orden de Santiago.
Aquel mismo collar que tímidamente ladeado se refugió temeroso de la
muchedumbre entre sus admirables senos de blancura azulada. Acto seguido,
esa criatura pelirroja, grácil y embrujadora, me volvió la desnuda
espalda y se marchó majestuosa. La perseguí con la vista absorto a través
del estrecho corredor hasta verla abandonar el garito. Allí, desprovisto,
aquel ser dionisiaco, nocturno y siniestro, me abandonó sin volver a
saber de ella jamás. Después
de aquel fatal incidente expuesto, a ti, estimado confidente, mis lentas
jornadas trascurrían abrumadas por la remembranza de Lilit, y antes de
concluir el mes, caí enfermo de un deterioro anímico acompañado por
diversos síntomas: una intensa fatiga, fiebre, convulsiones y pesadillas
angustiosas de seres rapaces cubiertos de pelo. No deseaba comer ningún
tipo de alimento, ni beber siquiera líquidos, pero lo más extraño de
los semejantes signos era que mi piel al hacer contacto con la luz solar
era invadida inminentemente por lacerantes llagas. Lo único capaz de
darme reposo durante mi convalecencia en esos momentos de trastorno en la
cual estaba recluido, fueron exclusivamente los intrincados acordes de
Massenet ejecutados con un poderío sublime por Anne – Sophie Mutter en
su violín. Mi
anciana madre preocupada por mi delicada vitalidad contrató los servicios
permanentes de Paloma Toscana; una joven y encantadora estudiante de
enfermería, para velar por mi salud. Ignoro cuántos días pasé con el
referido malestar, pero pronto descubriría en la noche mi mejor refugio y
junto a esa insólita revelación la intensa ansiedad interna hacia la
carmínea fuerza de la vida. Fue durante una fresca noche de primavera en
la cual gozaba de las tiernas atenciones de la enfermera que en
consecuencia de un inapropiado manejo del bisturí, la filosa hoja metálica
abrió su palma de la mano izquierda procurando un fino torrente sanguíneo
de un llamativo matiz rubí, en aquel momento sin previa conciliación de
mis sentidos y excitado por el estímulo inspirador del aroma de su estro,
encontré impetuoso empuje y me arrojé a su lesión para absorber el líquido
vital entregándome por completo a la voluntad del placer. Aún recuerdo sus irascibles reclamos pronunciados lindamente: -Espera..., espera. ¿Qué haces?, ¿Estás loco? ¿No sabes que desangras más de lo debido la incisión? Sordo a sus protestas ante peculiar deleite, su impulso fue separar la mano con brutalidad de mi boca y con la vista baja como dudando de mi reputación abandonó resuelta la alcoba. Ignoré su respuesta e inmediatamente después fui envuelto por un profundo estupor, me arrojé a la cama y dormí profundamente con la tranquilidad de un infante. Al día siguiente, inexplicablemente para mí y para la cándida enfermera, mis males habían desaparecido. Para ese entonces, dada mi repentina recuperación, mi mamá instaló en casa a la jovial Toscana para que continuara con su aprendizaje médico a cambio de sus cuidados. En cuanto a mí, volví con entusiasmo a retomar mis actividades académicas, sin embargo, transcurridas algunas semanas, similares indicios del mal se volvieron a apoderar de mí. Durante esa ocasión, en un anochecer particular de breves pero perturbadores ensueños, vi secuencias de imágenes confusas de sarcófagos exhumados por moradores de antiguas poblaciones abriendo los pechos de los difuntos con cruces similares a la que Lilit me entregara. Desperté intranquilo y sudando frío, e inconscientemente tomé la resplandeciente cruz soñada y me incorporé de la piltra como si debiera ir hacia algún lugar, y así fue. Sin saberlo inicié una marcha de forma mecánica y me dirigí sigilosamente al cuarto de la tierna Paloma, al que entre más me acercaba más podía escuchar la agitación de mi resuello. Al cruzar el umbral de su habitación, allí estaba acostada ella, sumida en un sueño dulce e inofensivo, vistiendo con una seda tan fina que no ocultaba en nada la figura encantadora de su cuerpo. Me arrodillé junto a ella tan cerca para colocar la gargantilla, símbolo de iniciación, y fue de tal modo que pude sentir su calor. En ese momento, totalmente complacido para poder mordisquear su aterciopelado cuello, largo y esbelto, aparté su sedoso cabello a lo que ella cedió inclinando sumisamente su cabeza tras un suspiro. El corazón de ella palpitaba vertiginosamente, lo que hizo destacar su vena yugular que no dejaba de pulsar. Turbado más voluptuosamente de lo debido, mis manos acariciaron sus formas bellas y de un sobresalto, obedeciendo al instinto del deseo profané su espíritu. Al afrentarla, ambos gemimos al penetrarla suavemente, poco después, chupé con paulatina concupiscencia y delicadeza un flujo puro y rebosante de vigor sólo para obtener lo necesario y sobrevivir; dejando así, un claro indicio de dos hoyuelos ensangrentados en la garganta y algunas gotitas tiñendo la albura del camisón como evidencia de aquella gozosa saciedad. |
Iván Medina Castro
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