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El coco |
Entré
entusiasmado para gozar de mi primer espectáculo circense como todos
aquellos chavalos sonrientes y bulliciosos. Fascinado ante aquella novedad
de exquisita luz, tenue y multicolor, entre animales salvajes y valientes
trapecistas dando maromas mortales por los aires al verse seducidos ante
la comparsa de aplausos infinitos. Impetuoso. Mis ojos especulativos se
clavaron en el payaso cuando el telón principal se corrió tan despacio
como sólo él sabe hacerlo. Quedé estupefacto, sin aliento, con el
semblante completamente pálido, mis padres preocupados trataron de darme
ánimo explicándome las funciones graciosas e inofensivas de aquel
artista de la carpa. No quería escuchar o quizá simplemente no
escuchaba. Al incrementarse mi conmoción, tras sentir próxima la
presencia de ese bufón con risa mezquina, comencé a tiritar hasta
quebrar la frágil vara del algodón de azúcar color rosa, sostenida con
firmeza por mi mano izquierda, al saber mis dedos libres, ceñí con
fuerza la suave muñeca de mamá y me desvanecí sobre la butaca por
completo. Ya en casa, sin resistencia física, volví a aquel cuarto
tapizado con cientos de rostros maléficos de arlequines desquiciados, a
la sala obscura de mis pesadillas pueriles, a la habitación donde cada
noche de función se me hacía sentir morir con el preámbulo del tétrico
rechinar de las bisagras del closet; un crujir cambiante toda vez que las
pequeñas puertas de color opacas ceden hasta encontrarse abiertas, y el
guiñol, salido de la penumbra avanza con una delicada morbosidad hacia la
intimidad de mi pequeña cama infantil, grávida de suplicios, como otras
tantas veces lo había hecho. |
Iván
Medina Castro
México. Distrito Federal
imc_grozny@yahoo.com
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