El carruaje de heno |
El
magnánimo Zar, Iván Denisovich, fiel a sus principios de igualdad y
justicia, una vez al año ordenaba el envío de varios carruajes ricamente
adornados en oro con el emblema heráldico que versa: Qui
nescit dissimulare, nescit regnare
(El que no sabe disimular no sabe reinar).
Repletos de joyas y alimentos para transitar por los poblados del basto
dominio, con la dadivosa intención de repartir equitativamente esas
riquezas entre todos los habitantes. La confianza al respeto de su
voluntad y de la bienaventuranza de sus súbditos, era tal, que no
encontraba motivos para resguardar las carrozas por la escolta imperial
durante sus interminables trayectos, a pesar del conocimiento de las
habladurías sobre el detestable comportamiento codicioso de los hombres
al provocar actos lamentables de hurto, rapiña o hasta llegar a matar. El
séquito real, consternado ante la inactividad del soberano para castigar
semejantes abusos, sólo se limitaba a obedecer. El emperador, por su
parte, enseñó con sabiduría a su comitiva con los valores tomados de su
fe ortodoxa y manifestó con absoluta tranquilidad: “Quien
vacile, que no le cause sorpresa, pues de ser cierto los comentarios
perjudiciales manifiestos por esta suprema corte, no les quepa a aquellos
desventurados incapaces de sobrevivir a sus debilidades ninguna duda que
por sus actos serán juzgados.” Pues
bien, ciertamente el Zar, nada ingenuo, sabía que la mezquindad intrínseca
del ser humano habría de florecer y corroería a muchos de los
representantes de su reino sin diferenciar su estatus social. Entendiendo
el desarrollo de complejo proceso de la siguiente manera. El campesino, el
estrato más desprotegido, consciente de su incapacidad para oponerse
directamente a la voluntad de los potentados, al ver pasar la carreta, se
acerca lo más próximo posible para tratar de usurpar alguna utilidad
material introduciendo sus habilidosas manos dentro de las aberturas de la
lona, y al palpar algún objeto, pronto retirarlas con el logro del robo;
ante esto, la envidia generalizada provoca reyertas para hacerse de mala
forma del bien, y los vencidos, al ver su vacío, continúan siguiendo al
carretón en espera de una oportunidad mejor para actuar. Los
afortunados y nobles caballeros, obrando en pensamiento y acto con
intolerable hipocresía, elucubran ingeniosos planes cetreros para poder
gozar de una suntuosa parte de la carga sin distribuirla a sus ciudadanos
o a sus símiles, al extremo de valerse de una falta capital: el
asesinato. Y aún algunos no saciados, persiguen a la carroza para
quedarse con toda la gabela de ser posible. Y
como el látigo de la avaricia es muy largo, incluso seduce a los
destinatarios finales, a los hombres santos; glotones y lujuriosos popes
que a sabiendas del poder emanado de su vestimenta, extorsionan a los
fieles, compran los favores de las doncellas y enriquecen sus arcas sin
hacer caso al edicto. Así
expuesto lo anterior, de esta manera sabio consejo, quien aún presente
hesitación, digo otra vez, la totalidad de estos ultrajes son pecados,
por lo tanto justo castigo del cielo han de recibir, así pues, hay de
aquellas voluntades mezquinas, quienes cegados por sus actos de ambición,
maldad y gazmoñería, ignoran que al pretender hacerse de los bienes
mundanos al seguir a la carreta afanosamente, se perfilan directo a la
condena, y como escarmiento para todas aquellas rapiñas, servidores del
mal que osaron caer en la tentación, se verán confundidos al seguir un
ordinario carretón de simple heno, y lástima de aquellos que ignorando
su corazón arrepentido, insisten en continuar con el carruaje por los
atrayentes senderos, pues los calces sujetos al yugo son tirados por seres
amorfos con pico de pelícano, escamas tornasol, pesuñas por extremidades
y una larga cola pelona conduciéndoles al lago sin pájaros hacia las
penas eternas donde los cerdos castigarán su soberbia. Así pues, de tal suerte, cada año la justicia divina se encarga de mantener limpio de escoria las tierras del gran príncipe de todas las Rusias. |
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