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A este momento que tal vez me depare
una incomprensible plenitud;
a los libros en cuyas páginas existen
pálpitos de silencios y anchas voces;
a las calles de Ñuñoa tan conocedoras de mí
como yo de ellas al adivinarlas de reojo;
a las canciones que reaniman vestigios
de fervor convertido ahora en recuerdo;
a las palabras dispuestas a defender
y a reanimar sentidas dignidades;
a quienes son nombres con alguien dentro,
conocedores de solitarias aflicciones;
al tono sugestivo de una voz parecida
a la luna feliz vista con alguien;
a los primeros brotes del aromo
y a la memoria de una mujer que despertara
en mí la anticipación del paraíso;
a las esperas que tanto desesperan
e igualmente a una amarilla loma en la sombra;
a quien en cuya vida somos razón de ser
y a los instantes de inmoderados propósitos;
al gozo de niños queridos y a los otros,
abandonados por la traición del ego;
a la nieve en los cerros, a los árboles,
baluartes en hacer queribles los caminos;
a los kilómetros de ruta que faltan
y al fugaz recado en el reloj de arena;
al momento del espanto, a la impotencia,
cuando brota sufrimiento en las corolas
y se acalla lo temible en una frágil sonrisa;
a la confidencia de un paso vacilante;
al renovado adiós y al azul más verde del blanco;
a quien la desilusión dejara bizco el día
y a cuanto sabe aplacarse hasta la ceniza
para renacer albeado en el día de su muerte;
al incurable amor que, a trazos de pasión
y a vislumbres de esperanza, cunde
por los siglos hasta que Tú lo digas;
a la poesía por ser la única lengua
en que podría decirte quién eres en mí;
a la impostergable tarea de ser en estos ojos
para un día saber que hacia Ti la hacía.
A quien olvido sin querer en esta línea
mientras los labios repiten un nombre
y desliza la mañana un recado al despertar. |