La carta al general |
No bien dijo que estaba decidido a matar al General, todos en el café lo miraron con ojos de sapo. Y no era cuestión de bigotear el asunto, como lo hacía Pentrelli, ni de reírse a boca llena o de sobrarlo con una sonrisa piadosa, porque aquellas ocurrencias del loco Timoteo daban siempre que pensar. Por suerte, agregó que la cosa iba a ser para el sábado; había tiempo de disuadirlo o calentarlo más, para el caso era lo mismo, aunque de alguna manera le otorgaba a la presunta víctima unos días más de vida y de presidencia. La elección no era mala: “con un milico basta”, pregonó. El Juancho se le acercó y le palmeó la espalda, tal vez pensando en los años de gayola que le esperaban al pobre. Timoteo parecía haber juntado bronca de a poco y ahora se sentía dispuesto a cometer cualquier barbaridad. “Este país tiene que anclar para adelante, sólo se precisan machos”, dijo. Y sacando pecho, y para asegurar su condición de hombre, pidió un vaso de vino. —¡Cuidado con los degolladores! — canturreó el gallego. —No lo jodás, gaita —dijo el Juancho—, que Timoteo siempre cumple. Me parece muy arriesgado, eso sí. Además, por un milico menos. —Y nos quedamos de nuevo sin presi —señaló Pentrelli, mojándose los bigotes con la punta de la lengua. Para Timoteo la promesa era tan cierta como que hay un dios: —El sábado por la mañana. Un par de tiros y se acabó —sentenció el hombre—. Qué carajo se creen estos militarotes. De un sorbo hizo desaparecer el vino por su boca. Se oyó el ronco pasaje de la bebida a través de la garganta. El gallego, aún con la botella en la mano, le volvió a servir. —Calmate, Timoteo —lo tranquilizó el Juancho—, que conseguir laburo no es de otro mundo. —Que se mueran —gargajeó—. No me van a enganchar por chaucha y palito. Una bota menos no le hace mal a nadie. Lo voy a hacer por la patria. Pentrelli escrutó al iluso con mirada seria. Por primera vez se interesó por aquella prestancia de guapo venido a menos. La pose de Timoteo lo vendía. Sin embargo, ya en el café se respiraba el aire de un gran acontecimiento, como si detrás de la broma o del descarado propósito se jugase el prestigio de Timoteo Carranza. El gallego le llenó nuevamente el vaso. La mano del Juancho quedó sobre el hombro de Timoteo. Era el momento de la carcajada; pero sólo Pentrelli se animó a decirle: —Che, Timoteo, mirá que confiamos en vos. —¡Pierdan cuidado! —solemnizó—. Lo tengo bien estudiado. Entra por Rivadavia, los granaderos están desarmados, sale un oficial a esperarlo pero ni corta ni pincha, y ahí nomás estoy yo. El asunto ya está cocinado. Después no hubo caso de sacarle más; dejó que los demás preguntaran por la resolución, pero Timoteo no comentó ni explicó nada, y de ahí en adelante se obstinó en permanecer callado, tomando vino y con su vista fija sobre el mostrador, como si ultimara mentalmente los detalles del atentado. El gallego le insinuó las ventajas de una bomba molotov, aunque Pentrelli dijo que las armas de un patriota eran sagradas y (pie nadie tenía derechos para aconsejar, cuando la vida 28 en juego no era la de uno. El fuancho mostraba preocupación. Los de la mesa de la ventana, que jugaban al truco ya sin interés, seguían el curso de la charla, algunos con risitas incontenibles o pequeñas alusiones burlonas. Timoteo siguió firme hasta el fin. Recién cuando el Juancho se lo llevó para la casa, se despidió intrigante y obcecado: —¡El sábado tendrán noticias! —saludó—. Para que sepan que aún hay tipos de agallas. Estaba borracho, con una curda de rabieta, de estremecimientos y de vino. Al salir, se aferró al buzón y quería caminar por sí solo. —Hacés mal, Timoteo, en ponerte así —le recriminó Juancho—. ¿Que vas a decirle a tu mujer? —Que se muera también —carraspeó—. Mirá, Juancho, hay que terminar con todos. Primero los militares, luego la policía; después, los curas, las mujeres... —Camina, sonso. —Bueno, las mujeres no. Pero cuando hinchan ... Dio un medio giro y se apoyó en el Juancho, Iba recostado sobre el cuerpo del amigo, tratando de eludir esas piruetas que le nacían desde adentro, como su rabia. —El sábado liquido a ese bigotudo, te lo juro. Voy a morir con las pelotas puestas. —¿Y qué ganas con eso? No vas a solucionar nada —le dijo el Juancho, mientras lo guiaba aprovechando el envión inicial—. ¿Ouerés un consejo? Aguantate la mufa. Timoteo sentía que sus oídos chillaban. El Juancho se largó a convencerlo y le metía palabras hasta por los codos; le pedía calma, le hablaba de la Gorda, de los pibes. Al llegar a la puerta de la casa, le rogó que callara y que se olvidara de la idea. —Dónde vas a conseguir una mujer y unos pibes como los tuyos —terminó diciendo el Juancho, luego de tocar el timbre—. Júrame que no vas a hacer ninguna locura. —Ya está decidido — dijo. —¡Qué pensás hacer! ¿Pero vos te creés que yo soy la mujer de un idiota? — ahora era la Gorda, en la cama, junto a él. —Si es sencillo. Lo vengo estudiando desde 29 el mes pasado. El sábado a la mañana, cuando llega el auto a la Rosada, apenas hay que apurarse y... —Parece que los vómitos y el café no te sacaron la curda. —Dejame hablar. —Dormí. — Pero, Gorda... —Igual me has dado una idea —caviló la mujer por lo bajo—. El sábado tenes que ir. —¿En serio, Gorda? —Sí, pero vas a llevarle una carta. -¿Una carta? —Antes se hacía. Era común. Para pedirle trabajo. La voy a escribir yo misma, a ver si lo impresionamos. —Pero, Gorda. Yo quiero amasijarlo, se lo prometí a los muchachos. —Calíate y dormite. Cuando despertó, Timoteo quedó sorprendido y sin saber si había despertado. A un, lado de la cama, una bandeja con café con leche y medialunas. El reloj marcaba las once, tampoco lo quiso creer. Acostumbrado a que lo despertasen temprano para buscar trabajo y emprender la odisea diaria: mirar el “Clarín”, señalar, viajar, hacer cola y volver luego a casa para escuchar las recriminaciones de la Gorda, “cada vez tengo más ropa para planchar, por suerte, es la única forma”, y la casa parecía un lavarropas gigante con montones de ropa por todos lados. Aún sospechaba de sentirse despierto. Cerró los ojos para concentrarse. Fue la nena quien lo llamó. —¿Qué haces aquí? —le preguntó Timoteo—. ¿Qué pasa? ¿Qué día es hoy? —Viernes, papá. —No fue al colegio porque le falta el libro de lecturas —le aclaró su mujer desde la otra habitación—. Doña Inés me prometió conseguirlo a mitad de precio. Fíjate si está caliente la leche. ¿Necesitas más azúcar? “La cosa está demasiado dulce”, pensó Timoteo. Sólo faltaba que Carlos viniese a darle los buenosdías. El muy sabandijas estaría jugando a la pelota. Algo extraño ocurría para que de un día para otro cambiase el carácter de la Gorda y la nena se sentara en la cama, mirándolo de la misma manera que miraba las historietas de Superman. —¿Y tu hermano? —Fue a la tintorería, a llevar tu traje azul —respondió la nena. Era el acabóse; para confirmar su desconcierto, volvió a preguntar: —¿El traje a la tintorería? —Sí —contestó la Gorda—. La carta está lista. Además te preparé el baño y Carmencita te lustró los zapatos. Tenés que afeitarte. No sea cosa que el presidente se asuste de tu presencia. —Pero. Fue el pero más corto de su vida, casi imperceptible. Reconoció que un león enfurecido le quedaba chico por dentro. Iba a saltar. Lo justo era una flor de puteada, el café con leche por el aire, una medialuna en plena boca de la Gorda, irse con un portazo de padre y señor mío. Se acordó de las palabras del Juancho: “Aguantate la mufa”. Y no supo si por hambre o por deseos de terminar con todo “y a la mierda con la Gorda, los pibes y la mar-en-coche”, lo cierto fue que cuando quiso reaccionar, por esa cosa de que un hombre siempre es un hombre, ya había desayunado y estaba en el baño, afeitándose. “Ma dale, seguíle el jueguito”, se dijo. Y se llenó la cara con tanta espuma que sólo vio en el espejo a un ridículo Papá Noel que lo observaba con piedad, detrás de una larga barba blanca. Después, a escondidas, buscó el veintidós y lo dejó listo, limpito y cargado, para el otro día. —¿Y qué dice la carta? —Unas pavadas, léela —afirmó la Gorda—. Es una oportunidad fenómena. A nadie se le ocurre esto..., como si los generales mordiesen. —¿Vos creés? —Claro, pavo. Si nos lleva el apunte, todo va a ser distinto. Aburrido en el atardecer, o quizás intimado por el tiempo inútil, se le achicó repentinamente la casa y no supo qué hacer, acosado por la Gorda y los chicos, que ya se esmeraban por las medias, la camiseta y el calzoncillo que debía ponerse para la gran aventura; se le dio a Timoteo que le estaba faltando un poco de café y de charla con los amigos. Además anochecía y se acercaba la hora sagrada del vermut. —No llegues tarde, que mañana tenes que madrugar —adujo su mujer—. Y no tomes, por favor, a ver si te venís mamado como anoche. Pero no se animó a entrar. Lo pispeó de lejos. En el café debían estar Pentrelli, el Juancho y toda la parentela dándole al asunto. La calle era mejor, se podía caminar con libertad. Un reflejo dorado se apagaba como un fósforo por detrás de las casas. Caminó unas cuadras por Directorio, después dobló por una lateral y trató de recordar el nombre del tango que silbaba. “Con un veintidós hay que darle de cerca y en la cabeza —reflexionó—, qué cagada”. El tango podía ser “El monito” o el “Pelele”, siempre los confundía. Antes de llegar a la esquina de Pedro Goyena, se paró frente a una casa con un jardín y con un enorme pino en el medio que rebasaba la altura del tejado. “Qué casa —suspiró—, si habrá que ganar guita para esto.” El pino terminaba con una punta perfecta y parecía apuntar a una estrella. No podía quejarse, —Te falta iniciativa — decía la Gorda, y lo consolaba después el Juancho, arrepentido por cometer un pequeño robo en su juventud: —Yo que estuve en cana te lo digo, hay que entrar por la variante; un buen laburo, rebajarse, pedir de rodillas, pero conseguirlo, entonces se defendía: —Hay que explotar de una vez —pedía—, hace tiempo que nos callamos, que no salimos a la calle; con los años veo que el nombre de Timoteo Carranza me está pesando demasiado, —Era otra época —filosofaba Pentrelli, acariciándose los bigotes—, ahora te sobra la mano para contar a los corajudos, ;te acordás, Timoteo, cuando fajamos a esa barra de Villa Luro, nosotros dos solos? Sonrió. Las imágenes de aquella pelea le pusieron la piel de gallina. En un boliche compró cigarrillos. Pensó que Dios se había olvidado del mundo; miró hacia arriba y se le agrandó la noche, inalcanzable, siempre nueva, fresca como la sentía en los pulmones. “Hay que creer o reventar”, se lamentó. Le sobraban razones para quejarse de algunos: dos años sin un trabajo fijo, la Gorda planchando todo el día para poder sobrevivir, los pibes sin un padre a quien respetar, y además estos milicos que hacían y deshacían queriendo arreglar las cosas por las fuerzas. Lo habían echado por exceso de personal. “Pavadas, exceso de personal... Y este bigotudo con cara de morsa que se manda la parte de tener una familia modelo. Gobiernan con los tanques. Si tuviese uno, un simple mortero como el de la colimba.” Una escena de televisión, de esas que quedan en la memoria por ser iguales que todas, le hizo arrojar el pucho con indiferencia, a lo varón, contra el hombre que se cruzaba en su camino: Primeros planos del vaquero y de él, sucesivamente. —¿Qué te pasa, chico? —¿Sabes quién soy? -No. —Cheyenne Timoteo Carranza. —¡...! Titubeo del vaquero. Timoteo no le da tiempo. De un tiro le agujerea la frente. Se abren las puertas de la cantina y van apareciendo cowboys con —Busco al General, las pistolas desenfundadas.- —No está en el pueblo. Cientos de revólveres lo apuntan. Algo lo impulsa a mirar hacia la iglesia. Timoteo ve venir el disparo. Movimiento de cámara y esquive de bala. Disparo mortal de Timoteo. Balazos. Corneta de ataque de la Caballería. Timoteo se cubre detrás de un caballo muerto. —Somos gente pacífica. ¡Maldita sotana! —Les llegó el momento, ríndanse. — ¡Basta, Timoteo! Están todos acorralados. —Sólo quiero al General. —Se fue hace una hora para Kansas. Rostro de Timoteo. Hay una sentencia en su mirada. Llama a su caballo. Monta a la carrera y parte a todo galope por el camino de Kansas. Al llegar a su casa, lo aguardaba la Gorda con la cena lista, pero preocupada, no por su tardanza, sino porque el Juancho había ido a preguntar por él. Timoteo se interesó por aquella visita y sólo quiso saber si le había dicho algo de la carta. Por supuesto, la Gorda dijo que esas cosas no son para que se enteren media humanidad. Y él respiró tranquilo. Durmió esa noche montado a caballo, matando bandidos a diestra y siniestra, pero sin llegar jamás a Kansas. El sábado amaneció más sábado que nunca. Vestido con el traje azul, engominado hasta las patillas, con un poco de polvo en la cara, se miró en el espejo y no pudo aceptarlo. Estaba para casamiento. La Gorda seguía retocándole la pelusa del cuello, los pibes dale que dale al cepillo en los zapatos, en el traje; Carmencita, tan consecuente, le lustró las medias, sin que lo advirtiese la Gorda y sin que Timoteo dijese esta boca es mía. Dejó que hicieran, nomás; al fin de cuentas era bueno que se babosearan por él aunque fuese una vez en la vida. Escuchó tantas recomendaciones de la Gorda que empezó a decir sí a todo, casi mecánicamente. Lo despidieron en la puerta y Timoteo seguía repitiendo que había comprendido; en lugar de saludar decía sí, como si verdaderamente hubiese aprendido la lección. Ya en el colectivo, a pocas cuadras de haber subido, se dio cuenta de que recién comenzaba a salir el sol. ¿Cuánto tiempo estuvo metido en el hueco de esa pared? Tuvo la corazonada de pensar mal de uno de los granaderos, por Dios que lo estaba relojeando. Había que esperar, simplemente eso. Después, la oportunidad era un instante y saber actuar con resolución. Se quedó en el edificio de enfrente, tratando de pasar desapercibido y a una distancia inquietante de la puerta por donde debía entrar el presidente. Le vino ganas de fumar, pero por una desconocida precaución se contuvo. Plaza de Mayo se asemejaba a una postal de libro, de las que sirven para ilustrar o ubicar a los niños y a los extranjeros. La soledad, el abandono en aquellas horas, y para más día sábado, la petrificaban en una conocida imagen, con el monumento, la pirámide y al fondo el Cabildo, poblada sólo de árboles y alguna que otra persona cruzándola, sin los habituales cientos de palomas yendo de un lado hacia otro o alfombrando cierta parte de la plaza. Mucho más tarde, con el cambio de guardia, aquello tomaría un colorido especial; pero Timoteo sospechaba que hoy iba a ser distinto. “Todo va a ser distinto”, le había dicho la Gorda, y él lo repetía como si fuese el comienzo de una letra de jingle o el estribillo de una canción de Palito Ortega. Miró haciéndose el gil, nuevamente al centinela dudoso. Tenía la vista clavada en él. Sintió un sacudón y aprovechó el movimiento para sacar un cigarrillo y prenderlo. “¡Al Diablo con tantos cuidados!”, se dijo. No podía aparentar mejor que con la naturalidad del que no piensa hacer nada. Además, todo consistía en acercarse al auto cuando llegase. Una vez alcanzado el auto, que los guardias se mordiesen las uñas. Fueron pocos minutos, pero por primera vez él recordó comprensivamente la palabra eternidad. Fumó con tantos deseos, que en pocas pitadas llegó al filtro sin quererlo. Para entretenerse, quiso imaginarse algunas de sus aventuras de cowboys o proseguir su persecución a Kansas; tampoco le dio la mente, que ahora sólo tenía lucidez y estaba pronta para medir el menor detalle de lo que sucedía. Del otro lado de la calle, la Casa Rosada parecía un monumento antiguo, desubicado y estrafalario, para ese rincón de la ciudad. “Qué cosa esto de pintarla de rosa, para que los giles de afuera se traguen la píldora de que acá todo es felicidad”, bromeó para sí, como buscando cambiar un poco el ánimo y la cara. Pero cada vez se asustaba más y no llegaba nunca el momento esperado: ya era plena mañana y el General no aparecía. Dos motos, de pronto, hicieron su intromisión por el final de la calle, rugiendo sus motores. Timoteo empezó a caminar lentamente, preparándose para el salto definitivo. Debía quedar un tramo de metros para la corrida. Después aparecieron los dos autos negros y otra custodia pero ésta, que no entraba en sus planes, rigurosamente militar. El auto del presidente se detuvo a veinte metros escasos. Timoteo aferró con fuerzas la carta dentro de su bolsillo. Chapuceó dos eses imprevistas, como si el potro que lo llevaba hacia Kansas se le hubiese enredado entre las piernas. Y fue entonces. Picó e inició la carrera y el vértigo en el momento en que su boca lanzaba aquello para él incomprensible, “¡General! ¡General!”, mientras alguien gritaba “¡Cuidado!” y todavía su mano derecha blandía la carta por el aire y sentía el golpe, la estridencia metálica, la quemazón contra el cuerpo y el choque seco y áspero que lo volteaba como a un muñequito de juguete, delante de las puertas de la mismísima cantina y de todos los cowboys del pueblo. El auto militar detrás. Los vaqueros sorprendidos. La imagen de la Gorda. La Caballería aguardando. Pentrelli, el Juancho. El café. Los ojos llenos de colores confusos y ese dolor agudo que lo invadió al instante. Todo se le hizo violento e inexplicable, mortal como el tiempo o la sangre que se deslizaba a borbotones por su piel. Y se supo vencido antes de caer, hecho// ovillo sobre la calle, y cuando el sol de Kansas empezaba a trepar rojizo a lo alto. Sin embargo, resistió aún para arrastrarse unos centímetros, hasta la boca de tormenta, y arrojar por una de las hendiduras la carta al General. Su último gesto fue sacar el revólver. |
cuento de Juan Carlos Martini
Publicado, originalmente, en: revista
Macedonio. Literatura –
Teatro – Cine – Artes
Macedonio Número 1, verano 1968/1969
Link del texto:
https://ahira.com.ar/ejemplares/macedonio-no-1/
Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas
Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte
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Juan Carlos Martini en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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