En la secuencia de apertura de
Somewhere, un plano fijo a media altura de un
autódromo muestra un Ferrari negro que repite en numerosas
ocasiones un mismo circuito. El sonido del motor de la
reliquia mecánica anticipa un poema intimista sobre el modo
de vida de un actor de la industria cinematográfica
estadounidense. Este ritual vehicular, que invita a indagar
con atención en los detalles, simboliza la circularidad de
lo que parece el letargo de un solitario. En franca conexión
con la materia de sus inquietudes fílmicas previas, la
cuarta producción de Sofía Coppola (Nueva York, 1974) ofrece
una historieta de miniaturas sobre la necesidad de encontrar
una identidad propia y evadir el desarraigo.
El joven y aún vigente actor Johnny Marco (Stephen Dorff)
cumple con los quehaceres cotidianos de su oficio mientras
se hospeda en el Chateau Marmont, el legendario sitio de
descanso de los presuntos afortunados de Hollywood. Asiste a
conferencias de prensa, reuniones promocionales, programas
televisivos, sesiones de maquillaje y rondas fotográficas al
tiempo que recibe nudistas en el cuarto del hotel, toma
descansos en la piscina gigantesca y experimenta romances
ocasionales con admiradoras o colegas. El adinerado y bien
parecido histrión de éxitos de la industria cultural,
repetirá el inagotable régimen de vida del espectáculo hasta
que recibe a su hija Cloe (Elle Fanning), una muchacha
perspicaz de 11 años que posee un sólido apego por su padre
a pesar de las diferencias conyugales que la apartan de él.
Durante una entrevista con Anne Thompson, Coppola comentó
que el inicio de Somewhere podía parecer una
invitación a elegir entre abandonar la función o permanecer
en la sala. Según su declaración, la redundancia de la
escena es tal que resultó incómoda incluso para ella (Thompson
on Hollywood, septiembre 13, 2010). Amén de este
arriesgado principio contemplador, cuya parcialidad
dramática se extiende hasta la aparición de Cloe, la
directora repite el modelo propio de Perdidos en Tokio
(Lost in translation, 2003) al insertar anécdotas
en directo y destellos humorísticos a un ritmo sin vértigo
narrativo. Provisto de una densidad visual matizada con
silencios y detalles, el montaje reflexivo sobre la
indefinición de Johnny Marco, que funge como el arquetipo
del actor bien ponderado del star system, parte de un
fundamento poco común en el cine de la gran meca: una
extrema simplificación del estilo. Sólo que la síntesis
minimalista, materializada por completo en el círculo
inacabable del auto italiano, adopta una inmovilidad
ilusoria para propiciar lo que pareció ser un efecto
planificado: un hartazgo idéntico al del protagonista antes
de saber que carece de identidad.
El atracón emocional que
origina la anécdota, y la serenidad visual paralela a la del
personaje, puede inspirar numerosas interpretaciones: la
historia de afecto entre un padre desolado y una hija
devota; la comedia sobre el negocio del espectáculo; el
estudio de la soledad adinerada; la parodia de la fama y
hasta el retrato de la celebridad sin proyecto definido. La
riqueza de los personajes protagónicos, con los que Stephen
Dorff y Elle Fanning logran una paleta de matices libre de
melosidad, vuelve imposible negar la diversidad temática de
la película. Los múltiples materiales del conflicto
intimista se presentan todos no como elementos centrales,
sino como el abanico de secuelas del desarraigo identitario.
Acaso la única mirada que no describe con certeza el
espíritu de esta reflexión visual es la afirmación de que
Somewhere trata de revelar el absurdo de la condición
humana (David Denby, The New Yorker, diciembre,
2010). Entre todas las significaciones posibles de esta
cinta cuya moderación encubre la pluralidad de motivos que
la componen, la lógica del sinsentido carece de asideros. La
ruta por la que Johnny huye de la insatisfacción consiste
justamente en comprender la necesidad de hacer una pausa
para pensar en cómo forjar un camino cuando no se ha
construido ninguno.
La suma de los componentes de Somewhere, que abarca
del giro cómico a la caricatura intelectual y del poema
fílmico al estudio de caracteres, se resuelve finalmente
como una sátira del hombre moderno. Coppola desentierra el
antiguo recurso de la premisa dramática para diseñar una
película sobre la idea de que el individuo contemporáneo no
es capaz de viajar hacia su interior por las costumbres
dispersas y dispersantes del entorno en que se desenvuelve.
El filme conduce a través de un conjunto de viñetas a la
manera de una historieta protagonizada por un pícaro: el
famoso con guapura que no logra permanecer despierto a la
hora del romance ocasional; el embarazoso molde de yeso para
sanar una fractura; la eterna sesión de maquillaje que
incluso ridiculiza; el oropel de las premiaciones
televisivas donde se desconoce al distinguido y hasta la
descompostura del automóvil legendario que deja al padre y a
la hija a medio camino. Los incidentes de humor quizás son
un recurso para hacer soportable la pasividad del estilo,
pero más bien parecen un intento de resquebrajar el mito de
las celebridades de Hollywood como pretexto para derribar la
falacia de que la extensísima y ubicua era industrial y del
entretenimiento sólo provee comodidad y bienestar.
Antes de la mitad del
largometraje, la aparición de Cloe detona el principio de la
posible metamorfosis del hombre moderno. La hija admiradora
colorea los planos con una inteligencia verosímil y con una
lealtad fundada en sonrisas elegantes. Las expresiones
alegres durante una práctica de patinaje y los aplausos
sentidos cuando su padre recibe un premio, son concesiones
de una menor que manifiesta una genuina devoción paternal.
El afecto de la chiquilla es tal que, a manera de sátira
sobre las superproducciones con moralina para adolescentes (Crepúsculo),
devora novelillas de vampiros para ayudar a su progenitor
con el próximo papel. El ímpetu de la infancia casi acabada,
que anuncia la necesidad imperante de un modelo de madurez,
toma el lugar del oráculo en el argumento. La ingenuidad
infantil no impide una lucidez intelectual que educa en
sentimientos. La convicción con que Cloe sigue a su padre
revela sin arrebatos que la vida de Johnny es una letanía de
desatinos. Además del silencio y el recogimiento,
Somewhere acude a los sentimientos con la condensación
acompasada de una imagen poética sin recurrir a las
exaltaciones anímicas del contador de melodramas.
Con Somewhere Coppola comienza a esculpir un mosaico
temático que puede intuirse tras la exploración de las
producciones anteriores. La imagen de las meditaciones de
Bob Harris (Bill Murray) tiene una variación en los hábitos
mecanizados de Johnny Marco, pero sobre todo en el cisma
afectivo que ambos padecen. Si bien la única secuencia
musicalizada advierte que sólo se vive una vez (The Strokes)
cuando padre e hija se asolean cerca de una piscina, el
dibujo del personaje protagónico puede completarse mejor si
se le mira como aquello que el grupo británico Suede vio en
la coincidente “This Hollywood Life”: la pérdida del
irrecuperable tiempo de vida y el grito de auxilio ante una
época que embona con lo que Iván Illich llamó “la era del
show”. La alegoría de ruptura intimista se manifiesta
como un sueño donde el individuo se encuentra en el sitio
deseado; pero en el que descubre que no va a ninguna parte,
que no es un elegido y que acaso se habrá desperdiciado: el
“Modern Man” (Arcade Fire) que está atrapado en la
maquinaria de un Ferrari, tal y como Charlot lo estuvo en el
engranaje gigantesco de aquella fábrica imaginada por
Chaplin (Tiempos modernos, 1936), mientras busca una
identidad para sobrevivir al desarraigo. |