Las geografías son identidades. Fundan algunos rasgos esenciales de
los grupos humanos. El paisaje condiciona y define a sus habitantes. Con
el tiempo, ese proceso también propicia una transformación del ambiente
porque la carga de humanidad se impone. El cine ha logrado plasmar
diversas fisonomías del paisaje (Béla Balázs), aunque no necesariamente
las narrativas derivadas de sus imaginarios. La trayectoria de Yulene
Olaizola (Ciudad de México, 1983) podría pensarse como una expedición
entre ambas posibilidades porque ha transitado del paisaje explorado al
paisaje antropoformizado; o bien, de la fascinación por el paisaje a la
recreación de las fabulaciones originadas en la coexistencia de una
comunidad con un horizonte geográfico. Selva trágica, su más
reciente producción, ejemplifica el estado actual de su propuesta. Como
en todos sus trabajos previos, hay una geografía específica; pero esta
vez dispone de una mayor profundización en las mitologías de sus
locaciones.
Agnes (Indira Rubie Andrewin) y Florence (Shantai Obispo) recorren la
selva de Honduras Británica para evitar un matrimonio arreglado con un
cacique británico (Dale Carley). Mientras huyen por un tramo fronterizo
del río, las hermanas resultan heridas por un ataque con armas de fuego
y son abandonadas en territorio mexicano. El sitio de la agresión
coincide con la ruta de un grupo de chicleros. Uno de sus integrantes
encuentra a la mujer desvanecida al pie de una ceiba. La comitiva guiada
por Ausencio (Gilberto Barraza), entre la perplejidad y la atracción,
continúa su camino con la joven. Sólo uno de los viajeros, llamado
Jacinto (Mariano Tun Xool), siente recelo por la presencia femenina.
Ante el riesgo de confrontarse con los chicleros ingleses, los miembros
del contingente acuerdan escapar con mercancía que no les pertenece sin
imaginar que cederán gradualmente a sus deseos.
Como suele ocurrir con el trabajo de Yulene Olaizola, la preparación de
su quinto largometraje comenzó con la búsqueda de una localidad. La
elección de la selva fronteriza entre Quintana Roo y Belice condujo al
tema del comercio del chicle y a los mitos mayas de la región. Inspirada
tanto en la película Aguirre, la ira de dios (Werner Herzog,
1972) como en la novela Caribal: el infierno verde (Rafael
Bernal, 1954), Selva trágica parece constituir, sobre todo, una
adaptación de una de las variadas versiones del arquetipo de Xtabay que
aparece en La tierra del faisán y del venado (Antonio Mediz
Bolio, 1922). El resultado es un filme multigenérico que evoca la
literatura regionalista por el modo en que la geografía condiciona a las
personas. No obstante, la película no está limitada a su eco literario
porque aspira a una visualidad atmosférica articulada en la dualidad de
su protagonista.
Podría decirse que en Selva trágica existe una tensión entre
los personajes (uno de sus recursos) y las atmósferas (su propósito).
Esto es visible en la progresión de una protagonista que se desenvuelve
en dos manifestaciones. Agnes primero es ella misma. Después representa
aquello que alguien más (Jacinto, sobre todo) ve en ella. Ella es lo que
los hombres miran. El punto de vista del filme es el tránsito hacia una
mirada masculina por la que un grupo aislado de hombres reacciona de
manera análoga a una manada de monos en su encuentro con la joven. De un
modo muy similar a Tomassin (Anya Taylor Joy), la protagonista de La
bruja (Roger Eggers, 2015), la prófuga gesta una suerte de
complicidad con la vida animal de la selva: si la bruja parecía tener
conexiones con los conejos y los cuervos, la presunta Xtabay tiene
consigo la vigilancia del caimán y el hambre del jaguar. Además, la
debutante actriz beliceña, Indira Rubie Andrewin, realiza un personaje
casi mudo cuya gestualidad cambia delicadamente hasta semejar aquello
que Jacinto imagina: la mujer que los hombres desean en todas las
mujeres y que desafía su capacidad para contener sus impulsos. Lo
paradójico es que la impresión de extrañeza del relato está dada por el
punto de vista del chiclero maya y no tanto por el tratamiento
cinematográfico del tema.
En contraste con otros filmes recientes que exploran la imbricación
entre paisaje e imaginario, como Cemetery (Carlos Casas, 2019)
o Luna roja (Lois Patiño, 2020), la película de Olaizola ocupa
un punto medio entre la atmósfera y la narración de un modo que no
concreta ninguno de estos dos caminos. La cámara de Sofia Oggioni
consigue viñetas hipnóticas (las dos noches azuladas) y extrañas (la
copa de árbol con destellos) que no llegan a dominar el tono del filme
al tiempo que el diseño musical de Alejandro Otaola prevalece entre la
atmósfera y el suspenso. La tensión narrativa no va al límite de la
expectación a pesar de su recuento de persecuciones, enfrentamientos,
agresiones, horrores y destellos de fantasía. Este equilibrio está dado
por el desenvolvimiento con que Indira Rubie Andrewin dota de
verosimilitud a la protagonista, así como en el nexo que establece con
los personajes. Como si se tratara de una sirena, Agnes parece catalizar
el deseo, la violencia y la locura de los hombres en una amalgama
suficiente entre la presencia realista y la construcción fantástica de
su dualidad mítica. Quizás por ello, la película no difumina la
impresión realista del espacio (el ambiente) en su anomalía fantástica
(la atmósfera) en un resultado visual más bien próximo al de
Epitafio (Yulene Olaizola; Rubén Imaz, 2015).
Si la aceptamos como un ejercicio de adaptación, Selva trágica
constituye una apropiación cinematográfica de sus fuentes que cuenta con
distintos asideros: el punto de vista de Jacinto quien, además, cuenta
el mito en un tiempo incierto que es paralelo a la intemporalidad de la
propia selva; las analogías (la similitud entre la primera imagen del
árbol de chicozapote y de Agnes) que cristalizan el imaginario; el
argumento de los hombres explotados que se convierten en explotadores
(sexuales) condenados por su propio deseo y avaricia; todo ello
enmarcado por un arquetipo femenino que recupera la versión de Xtabay
que se considera como una respuesta al tipo de sociedad que prohíbe la
gestión del poder a las mujeres según han explicado las antropólogas
Celia Rosado y Georgina Rosado. Agnes no encaja en los estereotipos de
la mujer pura o impura (bondadosa o malvada) del cine mexicano. Ella es
una dualidad ajena a la idea de virtud de la cultura judeocristiana
porque no asume el deseo como pecado. Por eso la joven usa el vestido de
su hermana, aquella que había estado con muchos hombres, con la misma
naturalidad con que emerge del interior del río.
Paisaje e imaginario. Una de las peculiaridades de la reciente
producción de Olaizola es de su condición multigénerica. Los chicleros
prófugos son una suerte de forajidos de western en una frontera
fluvial gobernada por impulsos de sobrevivencia; Agnes es una mezcla de
fantasmas, fantasía y noir pues renace en una noche espectral,
tiene conexiones con la fauna y brotes (forzados, por cierto) de
extremidades animales; la protagonista también actúa con intuición de
para dominar y extraviar a los chicleros; el paisaje es un personaje que
tiene sus emanaciones monstruosas en animales devoradores de humanos.
Selva trágica transita por todos estos géneros sin perder
unidad porque se origina en la mirada de Jacinto; es decir, en la
mitología del universo maya cuyo imaginario converge con lo fantástico y
sobrepasa al género cinematográfico al grado de que exige esa diversidad
de convenciones para plasmar una geografía única.
Ficha técnica:
Título original: Selva trágica - Año:
2020 - Duración: 96 min. - País: México
Dirección: Yulene Olaizola - Guion: Rubén Imaz, Yulene Olaizola -
Música: Alejandro Otaola - Fotografía: Sofía Oggioni
Reparto: Indira Rubie Andrewin, Gilberto Barraza, Mariano Tun Xool,
Gabino Rodríguez, Eligio Meléndez, Mario Canché, Dale Carley
Productora - Coproducción: México-Francia-Colombia; Malacosa Cine,
Varios Lobos, Manny Films, Contravía Films, Barraca Producciones
Género: Drama. Aventuras | Años 20 |