La ciudad de los machetes; el
billar sin idioma; la carretera de la bruma viviente y las
manos carceleras que emergen del paisaje de las tierras
codiciadas. Los espacios de hostilidad de una travesía hacia
los márgenes donde la noche absoluta, los senderos de la
selva o el río que poco habla parecen menos amenazantes que
lo humano. Odisea por la esperanza aludida en la visión de
un caballo más bien plantado porque el espíritu de su galope
habita la ilusión de cinco muchachos. Símbolos del despojo;
anhelantes de la tierra; trozos de libertad cada vez que se
mueven entre estructuras y cosas inacabadas como la promesa
de justicia. Allá van, o más bien vuelven al origen, por la
dualidad de La Matria, onírica y tangible al mismo tiempo,
mientras toman conciencia de que, en los territorios de la
exclusión, cada uno es el lugar de los otros. Son ellos
mismos el único amparo ante la impostura de la periferia.
Según la notificación de un juzgado, Rá (Carlos Andrés
Castañeda) es el heredero de un terreno que fue usurpado por
paramilitares. Con el anhelo de dejar atrás una vida en las
calles de Medellín, el joven emprende un viaje hacia la
región del Bajo Cauca, acompañado por sus amigos Sere (Davison
Florez), Winny (Cristian Campaña), Nano (Brahian Acevedo) y
Culebro (Cristian David Duque), para reclamar las tierras
que pertenecieron a su abuela. Los muchachos inician la ruta
equipados con un par de bicicletas hasta que, en el llamado
Alto de Ventanas en Yarumal (Antioquia), se internan en un
paisaje de neblina que anticipa un cruce por lugares
peligrosos. La familia de adolescentes, siempre acompañada
por visiones aparentemente oníricas, vivirá encuentros y
desencuentros propiciados por una sociedad cuyos bordes
siguen encarnando la disputa entre las violencias del pasado
y la pulsión de paz del presente.
Para la realización de Los reyes del mundo, Laura
Mora Ortega (Medellín, 1981) partió de la idea de que el
despojo de tierras fue el factor clave de la disputa
paramilitar en Colombia. A ello añadió una imagen: un grupo
de chicos que busca un “lugar en el mundo” a través del
paisaje. Por ello, su tercer largometraje, el cual recibió
la Concha de Oro en el Festival de Cine San Sebastián en
septiembre de este año, es una road movie que
intercala un realismo temático con una atmósfera onírica
poblada por irrupciones de lo simbólico. El propósito era
recrear la condición de desamparo de las poblaciones
excluidas a través de una mirada a la sensibilidad de los
jóvenes cuyo mandato de masculinidad los convirtió en los
principales perpetradores y víctimas de la violencia antes
de los acuerdos de paz.
La película, cuyo guion estuvo a cargo de su directora y de
María Camila Arias, muestra su propuesta estética desde el
primer segmento de montaje. La apertura crea una impresión
de continuidad entre lo irreal y lo real. Un caballo blanco,
solitario a media calle, anticipa nuestro andar por una
Medellín despoblada el día en que “todos los hombres se
quedaron dormidos”. Luego irrumpe la aglomeración de
motores, metales y voces de la urbe ahora despierta,
cotidiana, en la que Rá participa en un duelo de machetes.
La calma de la ensoñación, aislada por paisajes sonoros,
contrasta con el vértigo de un registro directo de calles y
ruidos mediante travellings y paneos. Esta apertura
no solamente instala el imaginario visual del relato, sino
que constituye el basamento de una ética de la
representación que hace transitar al espectador por
violencias implícitas mediante una serie de metáforas.
La ética de Los reyes del mundo es también una
poética del viaje cinematográfico. En la línea de
Pájaros de verano (Cristina Gallego y Ciro Guerra,
2018), la conjugación de la viñeta realista con la fuga
onírica brinda una estructura arquetípica a la narrativa que
se distingue porque se desenvuelve como un retorno que,
adicionalmente, rechaza la idealización y el maniqueísmo.
Como sugiere la convención del ciclo épico, la travesía
incluye las transformaciones del paisaje, los obstáculos,
las mentoras, las alianzas bondadosas y los encuentros con
los portadores de la infamia. No obstante, la ruta no es de
ida y vuelta, sino que se trata de un retorno permanente. No
hay partida; sólo regreso. Es un andar por una distopía que
parte de la esperanza para explorar texturas trágicas en una
serie de encuentros con lo que está incompleto. Los
muchachos, antihéroes marginalizados, circulan siempre de
vuelta, como si fueran al pasado, y pasan por los billares,
las carreteras, los ranchos, los bares, los poblados y los
paisajes que existen más allá de la bruma de Yarumal: un
mundo repleto de espacios de hostilidad.
Al abordar el arquetipo como una visualidad asombrosa en una
colección de cromos (el caballo a media calle, el vuelo de
la bicicleta, el árbol…) y de travellings (el
encuentro con Culebro, el descenso en bicicleta, el
vagabundo y los perros…) de la cámara de David Gallego,
Los reyes del mundo consigue potenciar la sensorialidad
de las atmósferas, así como las posibilidades del símbolo
para sugerir la prevalencia de las desigualdades. Es el caso
de una secuencia en que los cinco muchachos, signos de la
justicia, la rebeldía, la mística, la dignidad y la rabia
según explicó la propia cineasta, entran a un burdel (La
Matria), de banderas rotas y pianola desafinada, en el que
las mujeres amparan al menos una vez a los esperanzados,
aunque ya heridos, viajeros. Patria allí dentro, bajo el
hipnotismo de sus luces neón y de sus visiones acaso
ilusorias (como el caballo), ese lugar sintetiza un país.
También es la víspera de un cruce hacia un inventario de
violencias que nunca ocupan el campo visual y que
constituyen el legado del conflicto.
La referencialidad de Los reyes del mundo también
dispone de ecos míticos pues, como si fuera el recorrido por
el río Nung en Apocalypse now (Francis Ford Coppola,
1979), viajamos con Rá y los sobrevivientes hasta un
enfrentamiento ante la luz de una fogata. Sólo que el
paisaje del Bajo Cauca confronta a la justicia y a la rabia.
Este tipo de escenas construyen una simbolización por la que
el trabajo de la directora de Antes del fuego
(2015) se distingue de otros abordajes audiovisuales del
proceso de paz en Colombia. Su propuesta consiste en
amalgamar a sus personajes como una metonimia de la
marginalización causada por las fronteras humanas. Antes que
el paisaje de Antioquia, cuya bruma impide ver el camino
hacia adelante (que es en realidad hacia atrás), es la
humanidad allí representada lo que devela los distintos
rostros de la periferia. Están allí las gentes expulsadas de
las tierras como también las personas arrojadas a los bordes
del sistema de justicia en una precarización que obliga a
que se entiendan o se enfrenten entre ellas mismas.
Laura Mora ha señalado que Los reyes del mundo, a
semejanza de su anterior largometraje, Matar a Jesús
(2017), presenta motivos que trastocan el mundo real y,
sobre todo, un esquema que rechaza la dicotomía
bondad/maldad. A la par del trabajo con actores no
profesionales, quienes exploran los registros de léxico y
gestualidad de su universo humano, estos rasgos propiciaron
que su más reciente producción ensayara un replanteamiento
parcial de las formas de contar la travesía en el imaginario
cinematográfico. Y esta forma de ver el tópico del viaje
remite a lo que parece un argumento establecido por motivos
entramados con los lugares hostiles del trayecto: la
presencia de estructuras incompletas, ya sean puentes o
basamentos, que quizás sean análogos a los resultados
inciertos de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. Se
trata de objetos inacabados o derruidos que convergen en
planos metafóricos y que recuerdan las visiones de la
protagonista de Voices in the Wind (Kaze no
denwa, 2020), de Nobuhiro Suwa, cuando llega ante un
lugar intangible, aunque implícitamente existente. Son
lugares en el mundo cuya ausencia invoca a una lucha sin fin
de los desamparados por volverlos presencia, aunque sea
necesario llevarlos a otra parte. |