Además del desfile de cruzamientos y reiteraciones, La
locura de Almayer explota las distancias en el espacio
de personajes dibujados vagamente, así como una dinámica
auditiva que parece desplazarse del exterior al interior del
encuadre. Estas dos lógicas espaciales yuxtaponen momentos
distintos y distantes para articular una conciencia
evocativa, antes que narrativa, que presenta el tiempo como
una irracionalidad casi polifónica. El sirviente rememora
aquí y allá la demencia paralela del padre y de la hija.
Siempre al fondo del encuadre, casi incrustado en el
ambiente, Chen testifica los delirios y las amenazas de
Gaspard. Atestigua el menosprecio hacia la madre de su hija
y deja de cantar canciones asiáticas cuando su patrón
enfurece y tararea a Chopin. Aparece al fondo de un pasillo,
alejado y diminuto, cuando observa a la muchacha en el
interinato. Los sonidos extrínsecos se insertan en la
memoria del trabajador cuando lo miramos mirar. Mientras
escucha el coro del internado donde reside Nina, recuerda un
andar en la selva al lado de la joven. Si el montaje
retrospectivo construye una dialéctica episódica que simula
la locura, el uso espacial de lo visible y de lo audible es
un proceso de conciencia: el punto de vista de un camboyano
que atestiguó el origen de la demencia en una suerte de
reconstrucción de su memoria sensorial. Antes que un relato,
Akerman ofrece una experiencia. El juego de repeticiones
visuales crea una atmósfera que hace visible el influjo del
ambiente.
Aunque la idea de la demencia es un leitmotiv
demasiado evidente, este elemento revela un entramado de
mayor riqueza estética. La imagen-locura no sólo muestra su
cara. También resultan visibles sus raíces y sus
extensiones. Si el punto de vista de Chen demuestra la
irracionalidad de Gaspard y Nina, la unidad de actos y de
elementos brinda asideros para comprender el delirio. Si en
La cautiva (2000) el paisaje sugería aislamiento,
en este filme la impresión de distancia sucede en un tejido
de detalles apenas perceptibles, pero finamente acentuados.
Ramas que se interponen en el espacio; música replicada;
agitación sonora de la selva; miradas y movimientos
corporales: el todo figurativo crea una mímica que teje
expectativas para lograr situaciones de tensión. Ocurre un
efecto similar con el contexto y sus conmociones. Akerman
renuncia a mostrar en directo los sucesos sociales. Cuando
Gaspard mira el barco en el que deja que su hija huya, el
espectador sabe que alguien la busca al mismo tiempo que
contempla el desencanto de Chen y los gestos de rechazo de
su patrón cuando el asiático trata de consolarlo. El
registro documental de filmes como Tengo hambre, tengo
frío (1984) está ausente en favor de la semiabstracción
a veces incómoda para el espectador. Tanto la naturaleza
como los prejuicios culturales producen una atmósfera que se
filtra en la composición visual incluso desde la cualidad
óptica de una lente de longitud media donde habita una
añoranza acentuada por colores ahogados.
Como versión de una novela de Joseph Conrad, La locura
de Almayer no opta por la serenidad in crescendo
del prosista. Muestra la sordidez habitual de la obra de
Akerman. Crea un efecto de inestabilidad a través de las
irradiaciones del paisaje. Elige los motivos esenciales del
universo fluvial del escritor para moldearlos como procesos
sociales. Si el novelista del mar, nacido en Polonia y
arraigado en la lengua inglesa, quiso plasmar la lucha de
los hombres con los elementos y con las fuerzas del mal (Entwistle
y Gillet), en esta película aparece la pugna hombre-entorno,
pero no existe eso que el autor de El corazón de las
tinieblas entendió como fuerzas malignas. En el estilo
renovado de la cineasta belga, estas potencias son
entramados de tensiones donde subyacen fuerzas
histórico-sociales. En esta alegoría cinematográfica, los
protagonistas son portadores de concepciones e impulsos
diferentes. Están sumergidos en la incertidumbre. La idea de
la era de la ansiedad, o de esa enajenación que padecen los
grupos humanos cuando realizan actividades del presente con
conceptos del pasado (Marshall McLuhan), germina en Gaspard.
Vástago de la desmemoria (“olvidaré a mi hija”) y del
espíritu colonizador, a semejanza de la hacendada francesa (Isabelle
Huppert) en el África de Materia blanca (Claire
Denis, 2009), el europeo cría a su hija mestiza con nociones
desgastadas. Niega su genealogía mixta. Rechaza su condición
de habitante de universos distintos aunque
interdependientes. Vive estancado, como toda una mentalidad,
en un tiempo donde las identidades y los individuos están
cada vez más entrelazados los unos con los otros. |