En la película ganadora del Ariel 2018 a la mejor ópera
prima, Lila Avilés no se propuso un ejercicio vanguardista
sobre la soledad enajenante de una mujer explotada (como ya
hizo Chantal Akerman en 1975 con su Jeanne Dielman...),
sino el descubrimiento de metáforas fundadas en la
observación minuciosa de ventanas, pasillos, puertas y
colores, así como las variaciones que estos motivos
adquieren en su nexo con la protagonista. En la película, un
baño representa la faena más fiera de limpieza al tiempo que
una ducha liberadora; el ventanal ante el que las empleadas
tienen prohibido detenerse expresa un anhelo de
emancipación; el ascenso y el descenso de un elevador evoca
los estados anímicos de la muchacha. El espacio cambia con
la percepción de la joven de 24 años. La inteligencia visual
de La camarista reside en su capacidad de
concatenar una textura realista con un tratamiento
metafórico del entorno de modo que el encuentro con una
terraza donde Eve al fin se comunica con el exterior es un
instante simbólico, redentor, casi equivalente al que vimos
en las primeras secuencias de Roma (Alfonso Cuarón,
2018) en alguna azotea.
Frente a la anécdota presuntamente mínima del guion escrito
por la directora junto con Juan Carlos Márquez, La
camarista consiste en una serie de encuentros y
desencuentros con personajes cotidianos tan diversos como el
documentalista que colecciona amenidades, la gerente que
inventa pretextos para postergar la entrega de un vestido
olvidado o la empleada chantajista que "hace su luchita"
para vender mercaderías de catálogo. Como sucede con Minitoy,
cuya apariencia y personalidad son totalmente opuestas a Eve,
cada uno de ellos irrumpe en situaciones rutinarias con una
finalidad más ambiciosa que evadir la monotonía de la
imagen. Aunque podría parecer que se trata nada más de un
elemento humorístico, el personaje que construyó Teresa
Sánchez, sobre todo con el léxico, es suficientemente
realista y nos aproxima más a un mundo laboral convertido en
una vida entera en el encierro. Amistad, educación, afecto y
sexualidad transcurren enajenándose en un sistema de
presuntos ascensos que implica toda clase de sacrificios. El
tiempo individual, el tiempo familiar y hasta el tiempo
íntimo se reducen y desgastan ante la omnipresencia de un
hotel donde solamente las ventanas, las duchas y las azoteas
permiten instantes mínimos de fuga.
En una secuencia, una mujer extranjera busca una camarista
que haga la tarea de una nana. Eve visita a la madre tantas
veces que establece cierta intimidad con un bebé ajeno luego
de varias jornadas en que dejó de ver a su propio hijo
porque debió dormir en el hotel para hacer méritos. Los
sucesivos encuentros de Eve en realidad nos revelan su
propio ser. Cada uno de los personajes son manifestaciones
de su situación. Eve en realidad está hallándose a sí misma.
Al mirar a otros se mira a sí misma como la miramos: hincada
porque recuerda a alguien, extraviada la mirada hacia la
altura de la ciudad o sentada en la ducha con la cara alta.
Eve recorre el hotel para caminar por su propia
interioridad. Cada descubrimiento detrás de las puertas, en
el antes y después de las clases o en la soledad de las
habitaciones ocupadas y desocupadas es más bien la
revelación de una parte de su propia realidad. Encierro y
sacrificio: más allá del piso 42, la identidad de la
camarista está al final de ese itinerario siempre horizontal
por un mismo piso, por un mismo espacio que parece ser el
único posible.
En tiempos de escrutinio y oposición firme a las violencias
que padecen las mujeres, podría cuestionarse el tratamiento
de ciertos aspectos del ámbito laboral representado en
La camarista. Si bien puede verificarse que es un
oficio habitualmente asignado a mujeres, hay algunos
personajes que, en el contexto actual, podrían resultar
inverosímiles; es el caso del empleado de limpieza que
coquetea con Eve dibujando corazones con jabón en las
ventanas. El contexto obliga a pensar que las condiciones de
trabajo de las camaristas están sometidas a situaciones más
graves que la explotación laboral, lo cual no es un asunto
menor, pero la mirada de Lila Avilés pretendió revelar
aquello que ella misma denominó como una "humanidad empática"
(entrevista con Cineteca Nacional, 2019). El tono de esta
mirada recurre a un realismo sensible con un sentido
igualmente relevante: el encuentro de la mujer con su propia
identidad a pesar de la imposición de un orden social.
Incluso, este episodio del filme ilustra una dimensión a
menudo desconsiderada al expresar la sexualidad de una mujer
de clase trabajadora.
Al añadir un contexto socioeconómico a su idea fotográfica
del tema, Lila Avilés encontró y mostró una realidad ya
exhaustiva donde los síntomas sociales están plasmados en
metáforas como la que ofrece la silenciosa operadora del
elevador: símbolo de la invisibilización sistemática que
padecen las cientos de mujeres que sostienen economías
enteras con un trabajo arduo, pagado a medias, desprovisto
de otras oportunidades y que a menudo acaba con su salud. La
mujer que lee libros en el ascensor actúa como un engranaje
más. Invisible para casi todos, presiona los botones del
armatoste luego de escuchar las solicitudes de clientes y
trabajadores. Después de la camarista, este personaje es el
más fílmico de toda la película. Siempre en un rincón del
elevador, articula un diálogo de silencios y miradas que nos
hacen notar que está allí y que se trata de esa mujer a la
que Eve le habla un día, finalmente, sin darse cuenta
todavía de que le habla a quien ella misma podría ser si
transcurren demasiados años sin que alcance el piso 42.
Ficha técnica: Título
original: La camarista - Año: 2018 - Duración: 102 min. -
País: México - Dirección: Lila Avilés - Guion: Lila Avilés,
Juan Carlos Marquéz - Fotografía - Carlos Rossini - Reparto:
Gabriela Cartol, Teresa Sánchez, Agustina Quinci, Alán Uribe
- Productora: Coproducción México-Estados Unidos; La Panda.
Distribuida por Alpha Violet - Género: Drama |
Trabajo/empleo |