Un hombre y un caballo pierden
de vista a un grupo de paseantes. Heraldos de viento forjan
el gris infértil de una inmensidad de rocas. La nieve
galopa. Ya no es el paisaje de Islandia, sino el descenso de
un cielo afilado. El joven moreno abraza el pelaje de su
compañero. Gime y llora. Hunde una daga que escupe calor.
Desprende tripas. Ofrece el banquete al gigantesco visitante
blanco. Luego anida en la víctima. Ahora es un animal con
cuatro patas y dos pies. Mamífero de nieve, pelaje y botas.
Instinto de vida y motivo bucólico. Una bestia, como de
antigua escultura mural, que enuncia una leyenda donde un
extranjero vuelve a nacer en blanco y rojo.
En una comunidad islandesa, un orgulloso Kolveinn (Ingvar
Eggert Sigurdsson) cabalga todas las mañanas sobre una
inmaculada yegua blanca más grácil que elegante. Desde
rincones no tan lejanos de un pueblo de praderas y nubes,
los vecinos atestiguan el paseo. Como si fuera un ritual,
desayunan, miran con binoculares y emiten códigos con el
resplandor de unos espejos. Nadie imagina que un caballo
negro, afilado de instintos, quebrará la cerca alambrada que
lo separa de la juvenil hembra. El semental apaciguará su
condición con todo y que el avergonzado jinete sigue en el
lomo de su aliada. El derrumbe de este idilio caballo-hombre
tendrá implicaciones severas, pero el accidentado trío hará
palpable la identidad de una aldea inundada de Historias
de hombres y caballos que gestan una sobrevivencia
mutua.
El primer largometraje de Benedikt Erlingsson evoca la
tradición oral del pueblo islandés, pero va más allá al
formar un lazo visual entre animales y humanos. El prólogo
del filme observa el reflejo de un hombre en el ojo de un
caballo. La figura reaparece hasta crear un leitmotif
que presenta los ojos como un espejo. La proyección de
un caballo aparecerá en un iris humano para transformar el
arquetipo. Si la oralidad antigua veía al equino como el
movimiento cíclico de las fuerzas de vida (Juan Eduardo
Cirlot), Historias de hombres y caballos replantea
el esquema para convertirlo en un símbolo de instintos
paralelos. El caballo con alma de hombre, y el hombre con
alma de caballo. Esta película no es una moraleja en favor
del retorno a la naturaleza, sino la mirada poética a un
lazo único de dos temperamentos de un particular mundo
natural.
La vida atestiguada por la mirada caballuna enlaza el
anecdotario de un paisaje que no presenta meras postales
efectistas como la de esa Islandia infantil de La
increíble vida de Walter Mitty (Ben Stiller, 2013). El
cinefotógrafo Bergsteinn Björgúlfsson procura que los
ambientes plasmen el rasgo dramático de cada suceso. Humanos
y caballos están unidos por quehaceres cotidianos, pero
adquieren más presencia cuando actúan en un entorno que
expresa sus voluntades. La atmósfera es pulsión de vida: el
verdor inmenso del ritual que congrega pobladores cuando
buscan caballos; el caminar sereno, a ciegas literalmente,
ante un paisaje de montaña y florecillas; el mar de músculos
que acompaña la hazaña de un caballo que nada; el viento
hinchado de gris donde un muchacho extranjero experimenta un
cambio que pareciera anunciar el fin del tiempo casi como en
los planos del prólogo perfecto de El caballo de Turín
(Béla Tarr, 2011). Y aunque hay momentos fúnebres tanto de
hombres como de caballos, no es la capacidad de
sobrevivencia ni la muerte lo que une el espíritu de estos
dos seres. Son sus instintos y sus silencios. No en vano el
caballo negro de Solveig (Charlotte Boving), la exmujer del
ya maduro jinete Kolveinn, desata el primer impulso
indomable al saltar sobre la yegua como los propios dueños
lo harán, a campo abierto, para apaciguar sus propios
ansiedades.
Antes que una
recuperación de la dinpamica de las sagas o de la más
antigua oralidad, Historias de hombres y caballos
construye un juego de miradas y asociaciones que forja una
espiral lírica al abrir con imágenes que también son
variaciones del punto final. No se trata solamente del
caballo que mira al alma del humano o del que hombre que
entiende el espíritu del caballo. No es, para nada, la
fábula que humaniza al animal o que muestra el patetismo de
los hombres por sus repentinos modos de bestia. No hay aquí
función documental ni una tonalidad dominante de comedia o
de tragedia. Es más bien un poema audiovisual, cuyo
congénere más cercano es el cortometraje lírico Elegia
(Zoltán Huszárik,1965), que rechaza el exceso de sonido no
ambiental para plasmar una comunidad de iguales. Una
colección de sucedidos donde el punto de vista de Kolveinn y
del resto de los pobladores no es tan importante como el de
los caballos. En contraste con el heroísmo inverosímil del
Caballo de guerra (Steven Spielberg, 2011), la
cámara no busca la humanidad en los equinos, sino que
acompaña el cosmos que han erigido para definir la sociedad
de sus acompañantes humanos. Si bien el realizador recurre a
un montaje continuo, el poema caballuno no se conforma con
crear un anecdotario de brevedades
que intensifican y exaltan la experiencia. Es un símbolo
sucesivo. Una imagen compleja, mítica y bella que no fue
creada por el cineasta, sino que está dada en la realidad
misma. Es una analogía circular, que a ratos es cine de
pantomima clásica (que no silente), en la que el jinete
tímido que perdió una yegua viaja al mundo silvestre para
encontrar una sucesora en un ciclo de vida que tiene aura de
leyenda local para volverse universal.
Caballo sólido como un Atlas. Un borracho obliga a nadar a
un equino para comprar alcohol en un buque asiático. Serenos
caballos que danzan con su amo. Dos animales finos guían a
un terco ciego de ojos sangrados. Caballo de sacrificio. Un
latino, a ratos inexplicable en la ausente trama, enfrenta
un poderoso invierno de una noche con el cadáver de su
compañero de pelaje color de sol. Caballos metáfora que
acompañan a una antigua pareja que hace el amor, al fin,
sobre el pasto sin separarse de sus cómplices. Caballos
nobles que aceptan el liderazgo de la muchacha, domadora de
bestias y de hombres, que es capaz de alcanzar y domesticar
a un grupo entero de animales prófugos. El lazo simbólico
ofrece así su estudio de composiciones en movimiento donde
cada caballo es evidencia de una imagen más compleja: el ojo
de caballo-hombre o ese símbolo existente en esas tierras
islandesas. Un motivo visual que unifica, con numerosas
imágenes expresivas (por impensadas y sorprendentes), el
carácter de los personajes y la sensación de intemporalidad
de ese mundo. Y la figura del espejo que proyecta espíritus
es el medio con el que Historias de hombres y caballos
evidencia la voluntad de una región donde la civilización
está por debajo de ese peculiar estado del instinto que
brota de la relación eterna entre dos seres que sólo son
distintos por sus apariencias. |