(George) Orson Welles

por Ezequiel Martínez Estrada

Es indiscutible que Wells asignaba mucho mayor importancia a su personalidad que a su persona, a su inteligencia que a su vida, y esto encendió en su alma un conflicto entre su intuición sobrenatural y su obediencia a los dictámenes de la ciencia dogmática. Es el veredicto que suscita su Autobiografía (que comienza: “Este cerebro mío nació...”) y toda su obra. Fue el panegirista de la civilización fabril y el profeta de la sociedad regimentada por la ciencia, venciendo sus náuseas de un hedor que lo circundaba, y que era precisamente el de la descomposición en los tubos de ensayo, de esa civilización mecanizada.

En su optimismo ingenuo y en su ilimitada generosidad asignó un valor superlativo a los productos de laboratorio y a la capacidad del hombre domesticado para realizar con su destino algo por lo menos parecido a lo que está realizando con las fuerzas físicas de la naturaleza. Para la ciencia y para el hombre de ciencia, Wells representa el prototipo más peligroso del hereje del saber, pues utiliza sus postulados para extraer conclusiones arbitrarias. Kant lo expresó con escrupulosidad muy suya y a la vez en nombre de todos sus congéneres: “...opino que sería deshonrar el carácter de la filosofía, si se la usara para afirmar con una especie de ligereza libres divagaciones del ingenio con alguna verosimilitud, aun cuando se declarase que sólo se haría con fines de diversión ...”

Suponiendo que el escritor tenga derecho de invadir todas las jurisdicciones (sin hacer el juego al caos de que se aprovechan los pillos), no debe considerarse investido con ninguna representación oficial de las disciplinas científicas, ni debe alegar su investidura doctoral en cualquiera de esas disciplinas (ni siquiera en la festiva subrogación con que Mefistófeles se finge Fausto), para deducir con pretensión profesional la legitimidad de sus cavilaciones.

Como escritor, el hombre de ciencia no puede ignorar que las ciencias instituyen un país en un territorio orbicular inmenso, explorado y organizado con una finalidad muy particular, y que sus ambiciones de imponer al resto del mapa espiritual el imperio de sus propias leyes, supera la legalidad de toda tribu conquistadora. El mundo del escritor —del poeta, del novelista, del dramaturgo— es todo lo excedente en ese orbe, si pretende conservar la dignidad de su propia investidura. La ciencia es un instrumento auxiliar del conocimiento y para él la vida ha de ser un espectáculo que se observe con ojos de artista y con ojos de sueño en el seno de la misma naturaleza, de la misma sociedad, de la misma meditación, y no en los gabinetes universitarios. Conferir un valor normativo absoluto a la ciencia para comprender el sentido de las cosas, es renunciar a la intuición directa de las cosas, a sus vivencias, mecanizar la mente y la sensibilidad, ponerse una librea de instituto. Estas aseveraciones de Romain Rolland son persuasivas: “La vida política de una nación no es más que el aspecto superficial de su razón de ser. Para penetrar en su vida interior, fuente de su actividad, es menester penetrarla hasta su alma por medio de la literatura, la filosofía y las artes, que es donde encuentran su mejor reflejo las ideas, pasiones y sueños de todo un pueblo”.

Wells confió en que la ciencia resolviera los problemas de la justicia y del destino del hombre en sociedad por avasallamiento de sus otros órganos de exploración. Mejor dicho, confió en una filosofía ingenua extraída de un estadio ingenuo de la evolución de las ciencias físicas y biológicas, cuando habían resuelto fijar con carácter dogmático algunos principios lógicos abstraídos de observaciones imperfectas. Las leyes de las sociedades no son laá leyes de Kepler, las leyes de la psicología no son las de Hume. Después de Max Weber y de Freud se han hecho perforaciones a napas de yacimientos de mayor riqueza, ligándonos con nuestros primitivos antepasados. Esto lo comprendió también Wells, pero muy tarde.

Determinar firmemente qué haya sido Wells en el acopio del saber provechoso. si un científico, un novelista o un predicador, sería limitar su talento y el alcance de su obra. En el campo de la utopía social, Tomás Moro y Swift lo superaron, para no mencionar a Platón en quien se inspira para Una Utopía Moderna; en su vaticinio de las posibilidades del progreso mecánico lo precede en. todo sentido Julio Verne, y en la novela, como obra de ficción, su lugar está en rangos pretéritos. Él mismo se quejó de que se lo considerara siempre como el segundón de alguien.

Sin embargo, su gigantesca figura descuella por sobre casi todas las de sus contemporáneos, inmediatamente a la espalda de Bernard Shaw. ¿En qué consiste su indiscutible grandeza?

Fundamentalmente era Wells un hombre puro, ungido con una fe de índole religiosa, que aplicaba a una empresa catequística en pro de la libertad y de la dignidad, de la justicia y del orden. Contemplaba el Futuro como un mundo paradisíaco en la tierra, y pretendía seguir la marcha de la humanidad hacia una apoteosis que resultara de la dirección inicialmente emprendida, cuando en verdad era guiado por sus nobles y filantrópicos ideales. Tampoco se le escapaba, en dramáticas hesitaciones, la posibilidad de una reducción de toda lucha a dos estratos sociales, de los Elois y los Morlocks. Mas por sobre sus claudicaciones momentáneas subsistía firme su fe. Confió en todo: en las leyes de la evolución orgánica, mental y mecánica; en la autosalvación del género humano por su instinto largamente probado de sortear los peligros; en los métodos profilácticos de la educación racionalista; en el avenimiento del hombre y la mujer en virtud de intereses biológicos; en su propia prédica al servicio de toda independencia: política, sexual, religiosa, intelectual, económica. Vivía en un mundo del que extrajo, como el apóstol y el propagandista, sólo algunos datos favorables a su doctrina, y omitía sin mala fe los residuos nauseabundos con que elaboran sus albóndigas alimenticias los escarabajos usurpadores, que en última instancia son los que amazacotan el porvenir. Su asco por los políticos, los financieros, los sacerdotes, los militares, los tahúres del destino humano; su sospecha de que lo que se había podrido en las sociedades era su flor de virtudes; y los relámpagos con que vislumbraba intermitentemente el abismo abierto a sus pies, aparecen en él muy entrado en la senectud.

Todo optimismo es culpable, pero el suyo se puede absolver, porque nacía de su esperanza y de la lucidez de su espíritu y no de ese limo mesiánico, del que es preciso decir que es un optimismo en la línea de negación de la vida, en cuanto los mejores ideales nacieron como sublimación de las mismas fuerzas oscuras que han organizado las sociedades para fines muy distintos que la felicidad o la justicia. Limo que habitó el saurio nuestro antecesor y con el que hemos amasado los más venerables ídolos.

Wells aspiraba a que la inteligencia, el saber técnico, rigiese al mundo y se esforzó en ser únicamente una máquina de pensar. Algo humorísticamente, sin afán de menospreciarse, dijo: “El cerebro sobre el cual han sido escritas mis experiencias no es un cerebro señaladamente nuevo. Si hubiese exposiciones de cerebros como las hay de gatos y de perros, tal vez no obtendría un premio de tercera clase”. Con lo que se refería a los límites hasta donde alcanzaba su pensamiento, y entre el sentido cabal de aquellas palabras y su esfuerzo pueden colocarse estos dos juicios valorativos: “Lo que yo pienso lo deben estar pensando muchos. Ellos tienen cerebros semejantes con materiales semejantes, y es sencillamente una casualidad el hecho de que yo haya sido de los primeros en expresar esta realización de un plan nuevo que dirija nuestra vida. Pero lo cierto es que he sido de los primeros”. Y, con menos exceso: “Los intelectuales que producimos obras originales estamos rectificando la vida humana”.

Con tales afirmaciones permite que se enjuicie su producción desde el punto de vista de su concepción del mundo y de la vida, considerándosele ante todo como guía espiritual y como arúspice que de las entrañas de las cosas actuales pronosticaba el porvenir. Para este oficio carecía Wells de la consagrada gracia de la intuición bruta que caracteriza a todos los profetas, y en cambio empleaba el poder silogístico de su imaginación, sobre la base, como tantas veces repite, del conocimiento del contexto de hechos de su experiencia.

El repertorio intelectual de Wells se delimita en una concepción positivista y racionalista del mundo y de la historia. La sutura entre su razón y su imaginación es elástica. No desarrolla hacia la metafísica los temas científicos, sino que los aisla en el portaobjeto de su microscopio. Al mismo tiempo somete su imaginación a la estrictez del pensamiento que ordena y deduce, lo cual es una ilegalidad en el concepto de Kant. Sólo aparentemente ciencia y fantasía forman en él urt cuerpo íntimamente fundido, un todo completo, pues su fantasía y su imaginación surgen por desarrollo melódico de principios basados en el conocimiento pragmático de los hechos. En estos hechos básicos nunca hay fantasía, sino la que está implícita en toda construcción estrictamente lógica, que él admite como cimiento real de la realidad. Sus hipótesis y conjeturas se acomodan, con docilidad de estudiante pobre, a un esquema previo que está conforme con el orden natural de las cosas del mundo. Admite que las cosas del mundo son tales como la ciencia las enumera y define, tales como la razón las interpreta; y sin embargo les adjudica gratuitamente una posibilidad muy flexible de deformación que pueda conducirlas hacia ulteriores formas mucho más complejas. Identifica, en suma, herencia con evolución y serie de sucesiones con progreso. Bertalanffy en biología y Russell, Whitehead, Bradley, Eddington en la epistemología de las ciencias físico-matemáticas han terminado con esas ilusiones. Del inconveniente de tener una información parcial, de recolectar hechos en sólo una zona de la experiencia y de sistematizarlos con arreglo al método de John Stuart Mili, por ejemplo, resultó que sus dotes de augur se volvieron en su contra, errando más veces que Verne, quien le llevaba la ventaja de su mayor ignorancia en asuntos que ninguno de los dos conocía bien.

Precisamente en esa facultad de concebir una realidad social simétricamente superpuesta a una realidad física, y de extraer de las premisas consecuencias estrictamente lógicas, consiste la facultad adivinatoria y al mismo tiempo la irremisible falibilidad de Wells. Sería absurdo, pues, hablar de pronósticos fallidos, cuando los hechos siguen un curso distinto del previsto, probando que los hechos poseen una flexibilidad aun mayor que la imaginación de Wells, ya que en determinados momentos de su historia saltan —en mutación brusca— hacia rumbos no conformes del todo con la buena lógica escolástica. Supongamos que en Wells esa facultad de adivinar basada en los hechos fuera infalible y que sus vaticinios, a pesar de ello, no se cumplieran: el problema permanecería extraño a la legitimidad de la adivinación y la masa entera de los acontecimientos merecería el dictamen de actos fallidos. Justamente esto demuestra algo en sumo grado interesante: que la estructura real de los hechos que Wells toma como premisas es inconcebiblemente más compleja de lo que la razón pueda suponer, y que la desviación de los acontecimientos en el orden natural del proceso que la razón les fija de antemano, obedece a leyes de indeterminación y de estadística que inclinan a pensar no solamente en la existencia de formas de desarrollo extrañas al pensar lógico silogístico, sino en una posible estructura absurda para nosotros de la realidad, aunque al fin dócilmente obediente a otras leyes más complejas de exactitud condicional.

Es muy sensible el hecho de que ante el fracaso de sus vaticinios, Wells no se haya planteado la pregunta de si él seguía teniendo razón, a pesar del curso en contrario de los acontecimientos. Dudó; y ante el desastre de la guerra de 1914 y el amago de la de 1939, llegó a desesperarse como si los pueblos y sus miserables líderes se colocaran fuera del juego lícito de la historia. Pensó en una catástrofe pavorosa, pero no pensó si la catástrofe pavorosa estaba dentro del juego lícito de la historia, ni si esa catástrofe era el resultado lógico de una concepción del mundo, de la sociedad y del hombre sujeta a premisas exageradamente ingenuas. Pues esto le habría llevado, más que a la duda de sus facultades adivinatorias, a reconsiderar su concepción simplista del mundo, de la sociedad y del hombre. Roger Caillois, con más humilde apostura, dice: “Solamente lo que es de naturaleza social puede actuar eficazmente sobre la sociedad. No se la reforma sin arrostrarla de potencia a potencia y sin crear en su seno un centro de atracción capaz de dislocarla”; “Si es posible gobernar las.energías vírgenes de la sociedad como las fuerzas de la naturaleza, sólo lograrán esta doma los seres que habrán sabido ponerse antes fuera de su alcance. Hay que romper con la sociedad para oponerle una de nuevo género, sin pasado ni raíz, ni lazos de ninguna clase”.

Es frecuente que en sus obras ulteriores a cada decepción, Wells prevenga al lector de que sus pronósticos puedan no cumplirse. ¿Por qué no aplicó al orden entero de los acontecimientos que examinaba la perplejidad que aplicó a su propia capacidad?, ¿por qué, simplemente, no concibió la estructura de los acontecimientos y su desarrollo sometidos a leyes de azar, más aproximadas a la verdadera realidad tal como el hombre puede concebirla? En un ser dotado tan excepcionalmente como él del sentido de los procesos históricos, habría alcanzado su obra una dimensión muchísimo más grandiosa, y su don de profecía no se hubiera visto defraudado por los episodios contingentes de ese fluir histórico, sino que habría acertado en el cuadro de las posibles variaciones de lo imprevisible. Algo así como lo que Boutroux, Renouvier y Bergson intuyeron en cuanto a la contingencia de las leyes de la naturaleza, pero asaz más adecuado a la índole propia de las sociedades y de los individuos. Por la audacia de sus experimentos mentales, por su consagración como misionero de un evangelio del progreso moral, nadie en el mundo tuvo como él la obligación de romper con toda la ortodoxia de la concepción del mundo basada en la Biblia, en Aristóteles, en Newton, en las XII Tablas, en la civilización industrial. El éxito educativo de su misión habría sido aún más dudoso, pero habría contribuido a esclarecer la visión del mundo libre de toda rutina de contemplarlo desde un solo ángulo.

Su fantasía, por lo tanto, quedaba restricta, encerrada mejor dicho, en una concepción ancestral e ingenua para la cual influyó su formación científica de fines del siglo, sin que las exploraciones y conquistas hechas en los últimos cuarenta años hayan influido sensiblemente en sus ideas. Deberemos lamentarnos siempre de que Wells haya tenido tan poca imaginación que desdeñara las nuevas y amplias vías abiertas al conocimiento, precisamente por las dos ciencias —la Biología y la Física— e nque depositó su fe, que ya volaban en alas de la fantasía mucho más velozmente que su imaginación. De ahí la impresión que siempre se tiene, mientras se leen las obras de Wells, de que sus atrevimientos son en verdad muy tímidos y que sus predicciones siguen una línea excesivamente restringida de las posibilidades qué las cosas —y muy especialmente las cosas espirituales, sociales, políticas o económicas— siguen. Era un conservador insatisfecho, que buscaba más que nuevas formas de vida, el acomodo de las formas antiguas a variantes canónicas del texto de la realidad tal como él lo había interpretado en su juventud. Corrobora esta impresión la circunstancia de que abogara por la creación de cátedras “para la enseñanza de un asunto viejo con un espíritu nuevo”, y de que en libros como Primeras y últimas Cosas, Pasado y Futuro o El Destino del Homo Sapiens tome, para sus cálculos, elementos perecientes de la realidad, hechos accesorios.

Indiscutiblemente el pasado puede servir de orientación para estructurar un futuro —es un vector—, desde que lo acontecido aconteció dentro del marco de las posibilidades más lógicas y de acuerdo con leyes propias de su desarrollo, que nada insta a suponer que no se repitan en lo sucesivo; pero, ¿qué pasado se toma en cuenta? Hay un pasado físico, el de la Geología —no para la Física sino para la Historia—, por ejemplo, pero no hay un pasado histórico. Hay las historias escritas sobre el pasado, aun las crónicas coetáneas de diversas épocas —ya en Tucídides y Jenofonte— con las que se configura el pasado histórico, mas el mismo Wells ha dicho bastante en el artículo Un documento incitante sobre el veneno llamado Historia, que leyó en el Departamento de Educación de Camberra, y su Bosquejo de la Historia intenta, más que rectificar, fundar un concepto histórico recogiendo los datos depositados en las Historias. Ni tuvo en cuenta estas palabras de Carlyle: “Lo que yo deseo ver no son listas del libro Rojo ni cronologías de la Corte ni Registros Parlamentarios, sino la vida del hombre en Inglaterra, lo que los hombres hicieron, pensaron, sufrieron, gozaron ... Es verdaderamente deplorable observar cómo en estos tiempos tan cultos e ilustrados, subsiste aún esa clase de historia’’. Es natural que el trabajo es infinito, pero alguna vez habrá de realizarse para tomar del pasado normas que aplicar al porvenir; y Wells no se engañaba acerca de ese género de dificultades: “El espíritu de la humanidad —escribió en El destino del Homo Sapiens— continúa siendo un juego de rompecabezas cuyas piezas están desparramadas, fragmentos de saber aquí y fragmentos de saber allá, sin ningún patrón común visible. Y hasta que no nos sea posible conseguir algo que se asemeje a esa Enciclopedia Universal permanente que he intentado describir, continuaremos viviendo dentro del mismo estado de cosas”. Sí; pero su Enciclopedia habría nacido muerta dentro del mismo estado de cosas, sin nuevos datos de la realidad humana. Pues eso le ocurrió con respecto al presente, al tomar los mismos datos que recogería cualquier historiador ortodoxo; es decir, aquellos acontecimientos gruesos seleccionados de un contexto infinitamente rico de significados que tradicionalmente no se reputan materia auténticamente histórica. ¿No puso su esperanza en los políticos y en los estadistas como en los hombres de ciencia? ¿Qué significan ellos sino los cuerpos opacos que no permiten ver detrás la realidad?

Sobre esas hipótesis y con tales materiale.s del pasado y del presente era muy difícil que él ni nadie pudiera deducir los hechos del Futuro. Y este es un reproche que no se dirige personalmente a Wells cuanto a una formación. intelectual académica; a una forma realmente anticuada de concebir los hechos humanos que dan fisonomía a la historia, en cuanto se desperdician aquellos otros que la vida del hombre en sociedad produce como exudaciones vivientes de su cuerpo, como vástagos genuinamente representativos de su existencia y que el novelista y el poeta valoran mucho más equitativamente que el historiador y el sociólogo.

En su Experimento de Autobiografía declara paladinamente: “Durante toda mi vida me he esforzado por amarrar las personas a un concepto común de realidad”, y en ese esfuerzo radica la debilidad de su concepción social, política y hasta biológica del hombre. Lo más sensato era amarrar la realidad al concepto integral de persona, puesto que ésta es la última realidad, la última forma inteligible de la realidad, la creadora de realidad, la única intérprete que conoce —para nosotros— el lenguaje simbólico de la realidad.

Lo que yo exijo es, sin duda, trabajos muy difíciles y que un solo hombre no podría emprender: los de constituir una imagen infinitamente más rica y complicada de la sociedad y del hombre, conforme a los actuales conocimientos de la naturaleza y de la cultura, pero no puedo conformarme con menos. Todo lo que no sea un trabajo sistematizado, con nuevas ideas, por equipos, es entretenimiento de ociosos imaginativos y un lindo sostén para la injusticia, la ignorancia y el desorden. El mismo Wells se encontró con que había de formar un equipo para componer una “Biblia de la Civilización”, que podría haber llevado el título de uno de sus libros: El Salvamento de la Civilización. Él sugirió fundar un Ministerio de Previsión Futura y hasta se ocupó, con algunos adeptos, en “hacer el nuevo mapa del mundo”. Mas, en cuestiones relacionadas con la humanidad y el destino del hombre ¿qué datos habrían de tomarse para confeccionar ese mapa? No creo que hubiera resultado un mapa nuevo si se recolectaban esos desperdicios de la existencia de las sociedades y de los individuos que acumula la Historia y que se conocen con el denominador de Hombres o Hechos Representativos. La historia viva, la que del pasado engendra el porvenir, corre por debajo de esos puentes. Y no creo que Wells y sus acólitos hubieran podido realizar otra cosa que una nueva-vieja construcción con tales escombros, porque hasta la hora de su muerte estuvo fascinado por las ideas centrales de esos Hombres y Hechos Representativos, descuidando los genes inmortales de la historia, que tampoco recogió en sus novelas desgajadas de su concepción científica del acontecer. Pues la historia se construye con cromosomas y no con cadáveres, y esos agentes microscópicos de la vida en toda su recapitulación, de sus caracteres típicos, hay que recogerlos cuidadosamente en fecundas matrices y sólo en ciertos instantes vivos de la historia mecánica de los pueblos. Nunca en el montón de detritus que dejan a su paso.

Estas objeciones hechas a Wells son graves; pero hechas a cualquiera de los escritores que toman la realidad bruta o la historia bruta o la naturaleza bruta para sus obras, exigirían un tono de desprecio. Sirven, desde el punto de vista de mi limitado propósito de ahora, para invalidar de arriba abajo una concepción pobre e ingenua de la realidad, que es la que priva en las letras de todos los tiempos, excepto en algunos casos excepcionales. De ahí que las profecías de Wells no hayan fallado, hablando con propiedad, sino que fallaba su concepción restringida y teúrgica de la vida y del hombre, que no le pertenecía sino que la tomó de cualquier libro de texto con visación oficial. Esto se manifiesta claramente en La Ciencia de la Vida, escrita en colaboración con su hijo y con Julián Huxley, y en el Bosquejo de la Historia. En vano aseveró que los descubrimientos de las ciencias, con su exploración en lo maravilloso, reemplazarían a los cuentos de hadas, reconstruyendo un mundo mejor: ese mundo mejor y ese reinado de lo maravilloso no serán posibles sin un ajuste del mundo mental del hombre al mundo de los símbolos que representa al mundo real y cuya conexión es muy imperfecta. El animal humano destruiría esos descubrimientos o los utilizaría para su propia destrucción, pues para el disfrute en masa de tales divinos beneficios está aún en la etapa del homo-no-sapiens.

El otro aspecto, menos importante, de la producción de Wells: el exclusivamente literario, es de mayor superficialidad. Sus asuntos inspirados en la vida corriente penetran apenas en los tejidos profundos de los problemas humanos. Es verdad que se encaminó a dilucidar los conflictos trágicos de las relaciones sexuales, pero dió a esos problemas una dimensión de latitud, circunscribiéndolos al aspecto social o conyugal, con múltiples derivaciones. E¿ natural que Henry James y Joseph Conrad lo contemplaran como a una criatura en la tarea de descender a las profundidades de la psique y de los laberintos de la psicología glandular. El desdén que él experimentaba por Virginia Woolf debió de ser piedad en ésta para con él. No se explicaban cómo podía satisfacerse con un planteo elemental y un desarrollo cortical de esos problemas, o con sus excursiones de turista por el paisaje de la naturaleza y de la historia. Tales objeciones, que él recoge candorosa, honradamente en su Experimento de Autobiografía, penetraban hasta el centro mismo de su labor de escritor. Nos sorprende la admiración de Wells por Einstein y Freud, como no nos sorprende su no comprensión de Conrad y James, en la que hay mucho del propio descontento de si. Pues no fué Wells un hombre negado por completo a los valores del pensamiento y de la sensibilidad afinadas —bien templadas—, como lo demuestra el reconocimiento de los méritos de exactitud y fuerza que hallaba en Stephen Crane; sino que su obra estaba hecha, su reputación consolidada, su suerte echada y era imposible reconstituirse. Prefiere no mirar hacia atrás y continuar en su titánica empresa de no corregir sino de escribir de nuevo sobre los temas viejos .

Sólo así se explica esta página de autocrítica en que hay tanta indulgencia como compasión para consigo mismo: “Me he esforzado en ser preciso en la expresión cuando la precisión es importante, y algunos pasajes míos, las secciones preliminares del capítulo sobre “Cómo ha aprendido el hombre a pensar”, en El Trabajo, la Riqueza y la Felicidad de la Humanidad, por ejemplo, los rehice una docena de veces. Pero yo tengo la sensación de que la palabra feliz es una “gracia”, la gracia momentánea y caprichosa de los dioses, una llamita genial. No hay ejercicio que valga; no se puede escribir bien y enérgicamente, si de vez en cuando no se escribe mal, y la verdadera virtud del escritor es, como la divinidad, inalienable”. “Este esfuerzo incesante por componer una prosa brillante y “vivida” siempre traiciona su fin. Yo encuentro que mucho de la obra de Conrad es opresiva y demasiado trabajada, como una tarasca india, y sólo en ciertos pasajes de algunos de sus cuentos me parece que su labor adquiere el nivel del vigor desnudo de Stephen Crane”. “Todas estas charlas que sostuve con Conrad, con Hueffer y con James sobre la palabra exacta y la expresión perfecta; sobre lo que debe escribirse y no debe escribirse, me fatigaban sobremanera, me llevaban a una actitud interrogativa y defensiva. No pretendo decir que yo veía completamente clara la cuestión, que no fui arrastrado por su crítica, y que no fluctué ni me esforcé por levantarme sobre sus normas misteriosas, elusivas y sin sistemas. —“Yo soy un periodista —declara—; no quiero jugar al “artista”. Si a veces aparezco como artista es por capricho de los dioses. Yo soy un periodista siempre y lo que escribo es para ahora y sé que morirá en seguida. Desde entonces me he aferrado a esta declaración. Escribo lo mismo que ando, porque quiero llegar a alguna parte, y escribo tan correcto como puedo, de la misma manera que ando tan correctamente como me es posible, porque esta es la mejor manera de llegar a algún sitio”.

Más adelante insiste en éste para él peligroso tema del estilo y del objeto de la obra literaria, tomando para el caso a Arnold Bennett: “La diferencia entre Bennett y yo, singularmente en nuestras últimas épocas de desarrollo, es tal vez interesante desde el punto de vista psicológico, aunque no sé bien cómo ponerlo en lenguaje psicológico. Estábamos cada vez más en contraste, en nuestras relaciones con el mundo externo, a medida que se desarrollaba nuestro mundo. Él desarrolló su relación con el mundo exterior, y yo las relaciones del mundo exterior conmigo. Él aumentó su precisión y debilitó sus generalizaciones. Yo perdí precisión y mis generalizaciones se hicieron más amplias y más fuertes. Este es un paralelismo algo superficial y quizás no muy exacto. Me han gustado siempre estas comparaciones entre la vida mental sistematizada de aquellos que están científicamente dotados y educados a la vez, y aquellos otros que se mueven hacia la expresión viva y sin coordinación, del artista”.

Estas declaraciones son comprometedoras; comprometen una fama. Además de triviales son inexactas, porque Wells nunca fue un periodista profesional, y es una evasiva para cohonestar todo lo restante, de mayor endeblez. Justamente el párrafo 6 del Capítulo VI de su autobiografía se titula “Fracaso en el periodismo literario”, únicamente si Wells consideraba los acontecimientos mundiales como noticias y los. descubrimientos e invenciones como novedades podía él considerarse como reportero, un reportero de Dios en calidad de fundador de un diario que años después de su muerte pasa al condominio de una sociedad anónima, Pero esto es sutilizar: sus palabras son claras y tristes, sobre todo si se juzga por la ligereza con que valora su trabajo que al mismo tiempo juzgaba ligeramente del mundo y de los deberes de la inteligencia. Lo cual tampoco es del todo verdadero ni falso. Si ha tratado de robustecer sus descuidos y su falta de madurez en la elaboración de su obra literaria, entonces ha recurrido estéril y subrepticiamente a modelos que no se propuso tener en cuenta como tales: Balzac y Dostoiewsky. En ambos casos el descuido y la ligereza estaban suplidos con una carga central de intención, con una penetración en las relaciones de las cosas y no en las cosas mismas que Wells nunca tuvo ni procuró tener. En el caso de Balzac o de Dostoiewsky la inmensidad de los materiales y el esfuerzo de su ordenación y exposición eran superiores a sus propias fuerzas —más allá de. las fuerzas humanas—, mientras que Wells siempre da la üppresión de que juega con su asunto, que lo arroja al aire y lo recibe con la destreza de un malabarista. Cabe observar, por añadidura, que cuando un autor cree que está jugando con un asunto es que el asunto está jugando con él. Las moles más ingentes son manejadas como en, el circo, con la fuerza un poco y otro poco con el hueco que se les deja dentro. Cuando él atribuye a la angustiosa, dramática tarea de Cor.rad, James, Hueffer o Bennétt un' afán exhibicionista de la fuerza personal, porque sucumben al intentar levantar una piedra de piedra, suponiéndola análoga al arte teatral del expositor o del virtuoso que ejecuta con mecánica exactitud, olvida ese otro aspecto de lo teatral que consiste en simplificar la prueba, cuando no en cambiar el plomo por el cartón. No hay empresa fácil para un escritor consciente, como no hay intrascendencia en ningún acto del vivir consciente —ni del otro—. Todo se entreteje en una malla que, tirando de un hilo, atrae la red en que está apresado el mundo. Nuestras manos manejan a cada instante esos hilos, mas nunca tiramos sino que los enredamos, Igualmente suena a explicación no convincente su desvío hacia temas trascendentales, que es una forma de sus “fugas” confesadas. Por ejemplo, cuando dice: “La atracción científica fue la primera y la más fuerte. Me alejé más y más cada vez del arte consciente y de sus exaltaciones y peligros; me fortalecí contra la propia teatralidad y afiancé mi propia inclinación hacia los propósitos socia les”. Declaración que nada compone, sino que lo desarregla todo más. Pues los propósitos sociales no eximen de la responsabilidad de un ajuste a fondo entre el contenido y la forma, entre el pensamiento y la elocución, si es que no se cree que los problemas sociales se resuelven también, como los del estilo, por la gracia. Mucho menos eximen, por supuesto, del análisis minucioso y del trabajo intensivo de clasificación y ordenación previa de los materiales En la novela podía improvisar y dejarse llevar de la impresión del momento; en asuntos sociales que comprometen la suerte de los pueblos, no. Ese es el mesia-nismo que ha infestado el mundo. Nada de esto respondía en él a su atracción científica.

Como no basta tampoco la obsesión sexual, la conciencia de que este terreno anegadizo es el limo donde se generan y cultivan las especies más monstruosas o sublimes del pensamiento, la emoción y aun la vida en bruto del hombre. Fea cloaca. No basta; y Wells creyó que podía exponer en una serie de obras ese problema sin intensificar la comprensión de sus líneas y ramales antes de lanzarse por sus vericuetos. Se metió por el laberinto y se encontró con el Minotauro —suerte que a todos los atrevidos espera— sin saber qué hacer.

Las novelas de tema sexual en Wells son muchas y abarcan un período extenso de su vida. Él mismo declaró que luego de la preocupación científica fué ésa la que más le fascinó, antes de los temas políticos. Escribió con esa mira:

El amor y el señor Lewisham (1900), La dama del mar (1902), Una utopía moderna (1905) —su última palabra, “hasta donde quepa una teoría general de la conducta y de la ley sexual”—, Ana Verónica (1909), Los Nuevos Maquiavelos (1911), Matrimonio (1912), El Padre de Cristina Alberta (1925), Los lugares secretos del corazón (1922), Entretanto (1927), El mundo de William Clissold (1926); a las que puede agregarse: El socialismo y la familia (1906), y una trilogía de los celos: En los días del cometa (1906), Los amigos apasionados (1913) y La esposa de Sir Isaac Harman (1914). El descubrimiento de que el resorte secreto de los celos es el egoísmo en estado de plasma sanguíneo, lo conduce directamente a los temas sociales. “Vi la historia de las asociaciones humanas extenderse —confiesa—, como una dominación sucesiva y esencial del grupo de los patriarcas ,hacia necesidades de mayor radio colectivo, mediante la regulación de los celos. La civilización se había estado desarrollando sin cesar, librándose de los celos, generalizando, socializando y legalizando los celos y la posesión en el sexo y en la propiedad. Se nos priva de la comodidad sexual como se nos priva de la comodidad económica, por el excesivo fomento en nuestras instituciones del instinto de propiedad, ya fuerte en demasía. Yo dije que la familia era el correlativo inseparable de la propiedad privada. Encarna los celos en la vida sexual, como la propiedad privada encarna los celos en la vida económica. Y para desconcierto de los estrategos habilidosos de la Sociedad Fabiana y de los socialistas del Partido Laborista, comencé a exponer sin consideración estas ideas y a intentar sexualizar el socialismo” (en Breve Historia del Mundo se pregunta: “¿Qué es el socialismo?”, y responde: “Esencialmente el socialismo no es más ni menos que una crítica de la idea de propiedad desde el punto de vista del bien público”). Problemas sencillos, sin rizomas; naturales, sin la centésima parte de las resonancias y reverberaciones con que se ornamentan en Proust, Gide o Sartre.

Era Wells también en este aspecto de su producción un hombre sano, un hombre sencillo, un minucioso observador de hechos a quien, por lo tanto, se le escapaban de nuevo las imbricaciones y las proyecciones hacia la topología —“la geometría de la goma” del alma— de ese problema que, en resumen es él Problema en torno del cual giran todos los otros, desde la religión hasta el nacismo en la escala mundial, desde el contrapunto en música hasta el ho-rriblé y divino mundo microscópico. Wells quedó satisfecho con la publicación de esa serie, algunas de cuyas piezas (Ana Verónica) produjeron escándalo en los lectores británicos. No le inquietó tampoco ese enérgico llamado a la realidad para estudiar las perversiones sexuales en el plano de la moral convencional, en el corazón de estopa de todo puritanismo, para sajar el tumor maligno en el cuerpo de la organización social entera. Prefirió, luego del ensayo sobre Socialismo y Familia, pasar directamente al tema social, sociológica y políticamente .cortando todo nexo entre uno y otro mundo, como lo había cortado antes entre sus obras de imaginación inspiradas en la ciencia, en la fe  científica, mejor dicho, (“En mis primeros artículos el asunto del sexo está ausente siempre, de manera singular”, confesó), y las inspiradas en tópicos sexuales. Pero también aquí, en la novela social y política, meditó poco y a la manera periodística. ¿Cuál es, en definitiva, esa fe de Wells en la humanidad? Un residuo de sus primeras experiencias mentales, una forma de pensar sugerida por los manuales de ciencias aplicadas, particularmente de la mecánica, los sostuvo hasta el fin. Aunque en vísperas de la última guerra (la de 1939) su ánimo decayó porque habían fallado todos sus supuestos. Surge de él entonces el profeta verdadero, el de las desdichas: “En verdad —escribe—, llamar la convulsión que amenaza al mundo, cuando haga crisis, una guerra entre las “democracias aliadas” del mundo y los “Estados totalitarios”, será ponerle un nombre demasiado lindo. La realidad será ésta: una guerra entre gobiernos establecidos y sistemas de gobierno que pretenden representar la “democracia”, pero a los cuales les faltan deseos y preparación para realizar la idea democrática moderna contra los gobiernos expansionistas de aventureros que han manifestado su desprecio por las pretensiones democráticas y son un peligro para la paz general. Será otra guerra para alterar o conservar fronteras”. “Por eso la proximidad de otra guerra ofrece perspectivas tan sombrías. El bando que resulte victorioso en cualquier fase de la lucha será, en realidad, asunto de menor importancia. La pérdida de la libertad y la usurpación del control parecen cosas inevitables”.

Se encontró con un mundo muy echado a perder, cuando abrió los ojos ante su monstruoso espectáculo. Sintió de inmediato la náusea y el vértigo, que son las dos sensaciones orgánicas con que el problema social y político se acusa a cualquier alma pura y sensible, y fué directamente a los resortes que movían ese mecanismo de Leviatán. Acertó en ubicarse para contemplar ese panorama, pero procedió con exagerado optimismo. Primero, al considerar simples las fuerzas en juego y más o menos bajo el dominio de la voluntad o de la inteligencia de los estadistas; segundo, al considerar con indulgencia la conformación intelectual y pasional de ios estadistas; tercero, al proponer una terapéutica homeopática a males que exigen el trépano, el bisturí y el serrucho; cuarto, al confiar en los pillos, y así sucesivamente. Es natural que después de reiteradas experiencias desconsoladoras, cayera en un escepticismo muy grande que amenazó con raer de raíz su concepción darwinista (perfectible) del mundo social; pero le faltó alguna energía —la que tuvieron los profetas verdaderos— y romper con los compromisos de tribu adquiridos durante cuarenta y cinco años, si bien con una tribu escogida dentro del fangal de la política. Bernard Shaw es mucho más expeditivo que él, y hasta con menos gesticulación. Bernard Shaw usó del teatro, literalmente, para exponer sus ideas, se encaramó en los fiacres y en los balcones para atraer público que le escuchara decir sus verdades osadas, pero Wells agitó un área mayor con su propaganda, sus discursos, sus viajes, entrevistas, publicaciones y apelaciones al Juicio Final del triunfo de la razón. En el fondo, era más tímido que su camarada y antagonista, mucho más conforme con las leyes ordinarias de la organización social contemporánea, por lo mismo que más atenido al método científico y al desarrollo sistemático de las ideas. Sus obras sociales quedan en la literatura junto con sus obras utópicas y fantásticas (La máquina de explorar el tiempo, La isla del doctor Moreau, El año 1.000.000, Hombres como dioser,, La guerra de los mundos, Los primeros hombres en la luna, La humanidad en el yunque, La forma de las cosas que vendrán, etcétera), educativas y amatorias, sujetas a la inexorable suerte que él mismo anunció, de perecer muy pronto.

Acaso sea de toda su producción, ésta, la política-social, la menos consistente. Mas de ahí surge la verdadera, la grande personalidad de Wells, su persona humana, su honradez intelectual y moral, su instinto de la justicia y de la libertad, su repugnancia por la servidumbre que el poderoso impone al infeliz bajo el amparo del Estado, sin ley y sin piedad. Pudo equivocarse en su esperanza de fundación de una República mundial, en su fe en que la divulgación de la ciencia supliría la superstición y, por lo tanto, nueve décimas partes de la crueldad en la lucha por la vida; en su credulidad de que la educación sin prejuicios, abierta, íntegra, veraz, respetuosa de la inteligencia del niño y del destino del hombre, pudieran contrarrestar las olas oceánicas de ignorancia, de perversidad y de egoísmo de la especie. Pudo estar equivocado en muchas esperanzas y proyectos más, pero estaba en lo cierto al dedicar sus últimos años a combatir a las falanges de seres humanos insurgentes contra la civilización, al fanatismo religioso, a la sevicia del capitalismo, a la estulticia de la caridad, a la torpeza del militarismo, a la sensualidad del poder, a la osificación en flecha puntiaguda de los viejos prejuicios de casta, de secta y de partido contra los derechos individuales y la responsabilidad moral.

Si tal era el propósito social que se propuso al abandonar la literatura de ficción, la utópica y la sexual, entonces importa menos la calidad de su obra que la calidad de su alma. Pues detrás y por encima, recubriéndolo todo está su persona, el buen muchacho pobre y enfermo, Heriberto Jorge, grande como una montaña y luminoso como un ángel.

 

por Ezequiel Martínez Estrada

 

Publicado, originalmente, en: Los Anales de Buenos Aires Nº 9 Septiembre de 1946

La revista Los Anales de Buenos Aires fue una revista mensual publicada por la institución cultural del mismo nombre, cuya dirección estuvo a cargo de Jorge Luis Borges.

Se publicaron 19 números entre enero de 1946 y principios de 1948 pdf

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

Link del Nº 9: https://ahira.com.ar/ejemplares/los-anales-de-buenos-aires-no-9/ pdf

 

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