Los mártires del freeway
(fragmento) |
Para Rafael Ramírez Heredia |
Ya no quiero las estrellas. Que las apaguen, W H Auden |
UNO Algo,
quizá una garra, una mano —con fuerza de hierro— le aprieta la
garganta, lo deja sin aire; la angustia le llena los segundos, siente que
se le escapa todo; le gana la combinación de ira y tristeza; si se
pudiera quedar un tiempo más: le falta tanto por hacer. Tiene deseos de
llorar; dicen que cuando la muerte llega, la vida pasa en un instante
dentro del recuerdo. La mano sigue apretando y, entonces, es cuando por
fin jala aire y abre los ojos. ¡Carajo! Los malos sueños a veces son tan
reales que uno queda temblando. Mira
el reloj del buró: van a dar las tres de la mañana. En la
pesadilla, él formaba parte de un grupo de cadáveres putrefactos
y, su cuerpo —desnudo, sucio, lleno de coágulos y heridas—, estaba
inerme sobre una mesa, a punto de ser destazado como res frente a las
miradas obscenas de Barredo y el padre Menéndez. Intentó
gritar, pedir clemencia, pero su voz se deshizo en un gemido. —No
estoy muerto —alcanzó a balbucear Desiderio Grajales antes que le
encajaran la primera cuchillada en el esternón.
¿Había
dormido tanto? Le parece que sólo transcurrieron unos minutos desde el
momento en que cerrara el libro de Agatha Christie, se acomodara sobre un
costado y se quedara mirando fijamente la pared hasta que, arrullado por
el zumbido del ventilador, comenzó a sentir cómo le ganaba el sueño. Suspira:
es un fracasado, un looser como
acostumbran decir los gringos; no ha podido hacer nada por impedir el último
asesinato; de poco sirvieron sus estudios en criminología. Ya se lo habían
comentado antes: quédate en los Estados Unidos; en tu país las cosas
funcionan de manera diferente. Para qué tanta especialización, para qué
tanto... Entre
el palpitar del eco de la pesadilla, los gritos de Barredo entran
reclamando, culpándolo por el nulo avance del caso y, hasta ahora, lo único
que sabe es que el asesino tiene sexo con sus víctimas y que les da de
cenar magníficos platillos antes de drogarlas, quemarles el rostro con
cigarro, sacarles los ojos y matarlas. Sabe eso pero no la edad del tipo,
menos su ADN, ni siquiera el perfil de su cuerpo, algún rasgo que le
diera una mínima pista en la maldita investigación que lo está
volviendo loco. Trata
de volver a dormir. Inútil. El sueño le ha abandonado por completo. Como
si las imágenes cayeran en cascada recuerda lo sucedido esa noche. Se topó
con Enrique en el Freeway y éste, a pesar de que ya estaba bastante
bebido, sin hacer caso al consejo de no seguir tomando —terco cual
borracho necio que a gritos pide más tragos—, se empeñó en
sentarse en la barra a continuar la fiesta, mientras a codazos instaba a
que vieran bailar al Oso de Peluche. Así,
entre giros de tiempo y canciones idas, Grajales evocó su infancia: la
escuela privada en la que habían estudiado, el equipo de beisbol que los
llevó a conocer la capital del país, la novia compartida, los retiros
espirituales de la parroquia, la intempestiva boda de Enrique por el
embarazo de Marta. El
humo del sitio, la borrachera del amigo, los recuerdos que ponen los años
en un tiempo cercano, las amistades invaluables y, en un instante, a
Desiderio le pareció natural que el otro posara una mano sobre la suya
mientras platicaban; la mano del recuerdo de una vida juntos. Entonces miró
con afecto a Enrique que, con una sonrisilla ida —o quizá fingida—,
lo invitó a bailar. ¿A bailar?, carajo, los años compartidos no tienen
esta factura; el alcohol es perverso: hace rijosos a los pacíficos,
corruptos a los ángeles. Por supuesto que no iba a bailar, que se había
creído este cabroncito, y de un jalón se libró de la mano que lo detenía,
que lo descontrolaba. Sin responder, Enrique se levantó de su asiento
para perderse al fondo del sitio. Al
quedarse solo en la barra, Desiderio tuvo varias veces que rehuir la compañía
de un hombre que se empeñaba en invitarlo a una copa. “Por eso nos
buscan, están cansados de tanto problema”, retumbaron en su
mente las palabras del afeminado que conociera en la calle. Cuando
acabó su cuarta cerveza, pagó su cuenta y se fue sin siquiera hacer el
intento de buscar a Enrique. Le disgustó mucho que hubiera confundido las
cosas. ¿Cómo
se imaginó que él iba a acceder a subirse a esa pista de luces? ¿Acaso
le había dado motivos para pensarlo? ¿ No se daba cuenta de que, en
estos momentos, sólo le importaba la resolución del caso? ¿Creía que,
como en la infancia, él iba a seguir sus órdenes sin chistar? Estaba
hastiado de toda esta basura. Tenía
ganas de irse a la cama a descansar y ordenar sus ideas sin saber que, a
eso de las cinco de la mañana, otra pesadilla lo estremecería cuando
Barredo le llamara por teléfono a su casa: —Vete
de inmediato a Santa Lucía, Grajales. Tiraron a otro cabrón allí mismo,
todavía está caliente el cuerpo.
No
era la primera vez que el sacristán de la iglesia de Santa Lucía se
encontraba con alguien dormido en los jardines del atrio. El barrio de la
ciudad en donde se hallaba el templo se había convertido, en los últimos
años, en el sitio preferido de “hombres que viven de alquilar sus
cuerpos a otros hombres”, como decía el cura; esos mismos que, en
algunas madrugadas, perdida la esperanza de atrapar a clientes, brincaban
el muro del atrio para echarse a dormir sobre el césped, junto a la
iglesia. Al amanecer, bastaba con arrojarles agua fría para despejar el
área y, así, evitar que se toparan con los fieles de la misa de siete. Pero
esa mañana, cuando el sacristán intentó dispersar con una escoba a las
palomas que revoloteaban alrededor de un bulto, el anciano palideció y
llamó a gritos al padre Menéndez. El cura, al dar de lleno con el caído
—quemaduras de cigarro en el rostro, vacías las cuencas de los ojos—,
recordó, meneando la cabeza, el pasaje bíblico del arrasamiento de las
pecaminosas Sodoma y Gomorra y, enseguida, llamó por teléfono al
arzobispo: no había pasado un mes desde que descubriera en ese mismo jardín
otro de los cuerpos. —Es el castigo de Dios a la infamia —dijo como si hablara consigo mismo. |
Carlos
Martín Briceño
Los mártires del Freeway
Editorial Ficticia, México, DF, 2006
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