La llamada del abismo |
Para José Baqueiro que me contó esta historia |
Nel
mezo del cammin di nostra vita mi
ritrovai per una selva oscura chè
la diritta via era amarrita Dante |
Sólo
había transcurrido un mes desde que lo contrataron cuando recibió la
noticia: —La cosa anda mal. No puedo darme el lujo de pagar a un
administrador. Mañana es tu último día. Espero que entiendas. ¿Entender qué?, pensó mientras observaba las orejas llenas de
pelos de su interlocutor, ese cerdo libanés que se aparecía en su
cantina únicamente los domingos por la noche para ver cómo iba el
negocio. Tamborileó con los dedos la superficie lisa de la barra de
madera y estuvo a punto de hundirle al tipo en la frente la base de un
vaso tequilero, pero un destello de malicia lo frenó. La idea tuvo que
ver con la pensión alimenticia de su ex mujer, el pago al ginecólogo que
atendería el parto de su tercera esposa y el recibo de luz que llevaba en
el bolsillo. Una vez solo, se dirigió a la caja, guardó los billetes de
la semana en la cartera y, sin despedirse de la anciana que trapeaba con
indiferencia los pisos manchados de gargajos —y de la que supuso tendría
una vida mejor que la suya—, salió aprisa para alcanzar el último camión
de la noche. No hubo suerte. Al llegar al paradero vio cómo, tras una estela de
humo, el autobús daba vuelta en la esquina. Suspiró. Pagar un taxi
equivaldría a comer solamente frijoles el fin de semana. Resignado, agachó
la cabeza, metió las manos en las bolsas de su pantalón y se encaminó a
casa. Esa parte de la ciudad que durante la mañana hervía de transeúntes,
vendedores ambulantes, puestos de comida y hedores de fritanga, al caer la
madrugada comenzaba a tornarse lóbrega. Mientras
avanzaba, empezó a dolerle la cabeza de cansancio. Desde que decidió
vivir con Odalis, cada vez le era más difícil conciliar el sueño.
Pasaba las noches añorando los tiempos de abundancia, cuando era el
gerente del Royal Caribe y podía disfrutar libremente del
Chivas Reagal, dormir en el confort del aire acondicionado y levantarse a
la hora que se le antojara. Muy diferente al agujero en el que ahora vivía:
un cuarto diminuto, paredes sucias, el techo tan bajo que era posible
tocarlo con sólo levantar la mano; y el calor... un opresivo y pegajoso
vaho cubriéndolo todo. Así, cada mañana, tratando de inventarse
voluntad para subsistir en medio de ese hartazgo. Era lo único que podía pagar. Lo había perdido todo a causa del
juego, la fiebre de los dados con que aligeraba su rutina diaria, el viaje
de las cartas sobre el octágono verde, el azar con su irrumpir de
epinefrina que largo tiempo alimentó sus expectativas de una vida
regalada. Pensó en Odalis y volvió a reclamarse qué lo había llevado a
enredarse —¿el sexo, la soledad, el fracaso?—, con esa cubana de piel
clara que, aparte de estar a punto de parirle un hijo, era madre de otros
dos que él también mantenía. “Debí haberla obligado a abortar”. No bien había avanzado media cuadra cuando se topó con el
mensaje. Tú que vas cabizbajo: detente.
Alégrate, aquí vive Dios,
espetaba el pizarrón clavado en la pared carcomida de la
deslustrada casona. Aminoró el paso, interrumpió su andar y se
fijó con detenimiento en la fachada. Observó la desvencijada puerta de
madera con su par de simétricos postigos, la aldaba en forma de cabeza de
león, las hierbas que crecían, tercas, en lo alto de las cornisas. “Qué
pendejada”. Tomó
el pedazo de gis que parecía aguardar en el quicio de uno de los postigos
para una posible respuesta y, antes de proseguir su ruta, escribió:
Dios no existe. Iba a largarse cuando un sorpresivo ruido, como el de un árbol
seco al caer o el de una roca que se desliza por el despeñadero, lo
impulsó a acercarse y a mirar por las rendijas. El estruendo había
venido de adentro. Su corazón comenzó a latir con fuerza. Puso la mano
indecisa sobre la melena de bronce y empujó. El interior de la casa lo impresionó. En medio de la penumbra se
desplegaban, altos y carcomidos, los techos de una antiquísima mansión
que parecía ser inmensa, pues desde la entrada, el fondo apenas se percibía.
Un olor fuerte a humedad y detritus saturaba el ambiente. Al amparo de un
silencio absoluto avanzó con lentitud hasta que sus pupilas se habituaron
a la semioscuridad. Vio los pisos mohosos donde aún se adivinaban los
mosaicos dibujados de arabescos, las paredes saturadas de graffiti, el
patio morisco poblado de maleza. Aquí vive Dios, aquí vive Dios, aquí
vive Dios, iba leyendo en esos muros afectados por la viruela de los años.
Ni
un ruido, ni una puerta chirriante o algún eco de pasos. El ritmo de su
respiración era lo único que escuchaba en ese recorrido agónico que, en
algún momento, imaginó el descenso al infierno de su existencia. Aquí
vive Dios. ¿Aquí? ¿En este abandono?, se preguntó al tiempo que
caminaba palpando las paredes húmedas. En ese instante sintió la mirada
de una mujer que lo observaba desde un patio arbolado donde parecía
terminar el camino. Durante unos segundos permaneció inerme, sin
atreverse a continuar. Hasta que comprendió lo inútil de su
incertidumbre. Tomó aire y dirigió sus pasos hacia ella. Sólo escuchaba el bombeo acelerado de su corazón. |
Carlos Martín Briceño
de "Caída libre"
http://carlosmartinbriceno.wordpress.com/
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