La fiesta, a un año de distancia |
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Para Rafael Ramírez Heredia, i.m. |
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Y confundiéndome entre tus trovadores |
Lo
sé de cierto, porque lo viví, que esa larguísima tarde luminosa de
febrero, en medio de la resolana de aquellas horas, bajó
el Faraón. -Qué sean limpias, pero no tan pulcras como para que nos detengan las ansias – había dicho el maestro, cuando habló desde la capital para involucrarme en su plan, porque en su próxima visita a Mérida le gustaría explorar un vía crucis gozoso que incluyera las cantinas más tradicionales de la ciudad. Colgué
el teléfono enlistando ya en mi cerebro los lugares que visitaríamos
para tan significativo rito. Serían los primeros tragos que Rafael Ramírez
Heredia se iba a echar después de haber permanecido abstemio por un lapso
de casi un año, a causa de la estricta –y al cabo inútil– restricción
que el médico le impuso para no entorpecer los trabajos de la
quimioterapia sobre su organismo. No era cosa de escoger los nombres con
ligereza. -Tú,
el Gran timonel, Roberto Azcorra, y yo, quizá algún amigo más, y si no
con nosotros cuatro basta. No es que me moleste un grupo grande, pero en
un periplo cantinero se necesitan gentes que beban y se rían, vean a las
mujeres y vayan de un lado a otro. La
cita fue en La Carmelita, una taberna de barrio propiedad de Joe Baquedano, ex pugilista yucateco ya entrado en años y que en la
soledad de una mesa de junto, bebía con parsimonia una Corona acompañada
de un tequila doble. Allí, en punto de las dos de la tarde, en la
confluencia de las calles 66 y 43 del rumbo de Santa Ana, rodeados de
amarillentas fotografías de viejas glorias boxísticas, brindamos a la
salud del maestro y nos tomamos las primeras claras de la faena. Eufórico,
entre tragos de cerveza, bocados de chicharrón, papa enchilada y frijoles
refritos, el Rayito Macoy rindió parte de cómo iba el avance de su próxima
entrega a Alfaguara, La esquina de los ojos rojos, su segundo libro
de la trilogía dedicada al México oscuro – y cuya primera pieza fue La
Mara – que habría de sumergirnos en los drenajes profundos de la
miseria de los barrios bajos de la Ciudad de México. Iban
a dar las tres cuando decidimos cambiar de escenario. La ruta seguía dos
cuadras abajo, en el Foreign Club, bar que frecuentó durante
muchos años don Pastor Cervera, y cuya fotografía nos recibió de
frente, porque esta vez preferimos la conveniencia de la barra sobre la
comodidad de una mesa. Una
ronda de cervezas más, otro plato de kibis rebosantes de cebolla curtida
y cambiamos al trago fuerte. Vodka tonic,
ron pintado, un tequilita. El cuerpo comenzaba ya a demandar el desempance.
Al fondo, se escuchaba el rasgueo de una guitarra y la voz ronca de un
trovador solitario que, emulando al Último Bohemio, cantaba:
Porque besé otros labios me dices que te he engañado,
porque calmé mi sed en otra fuente,
si cruzas el desierto desolado,
cualquier gota de amor es suficiente... La
tarde, como diría don Humberto Lara y Lara, “languidecía dulcemente”
en esa cantina de abolengo en donde, a causa del clima artificial, nadie
parecía recordar que afuera hacía un calor de 34 grados a la sombra. Salíamos
ya cuando el sol iniciaba su declive. Su vaho de luz nos pegó en las
pupilas adormecidas en la penumbra del Foreign. El cielo,
inalterable en su azul, se preparaba para recibir el cuarto menguante de
febrero. Rafael se acercó a nosotros, alzó el rostro, aspiró con fuerza
y dijo: ¡Cómo me gustaría poder almacenar en un frasco el olor de esta
ciudad para gozarlo cuando esté lejos! Y continuó aspirando teatralmente
mientras nos encaminábamos al oasis siguiente. El
bar Cachorros es una cantina de pinta setentera, cercana al
edificio que albergó durante muchos años a la Facultad de Antropología
y que solía disputarle al Leoncitos –el bar preferido por los
futuros antropólogos– la clientela de alumnos y maestros que
acostumbraba proseguir la cátedra fuera del aula mientras se refrescaba
en tardes del verano. Fuimos hasta allí buscando la nostalgia de esos días
y nos topamos con que el sitio se había convertido en una cantina
moderna. Regordetas meseras enfundadas en faldas cortas, videos de música
pop, anuncios de neón. Íbamos a salir por piernas cuando nos detuvieron
la voz y los pechos erguidos de la cantinera. ¿Y por qué tanta prisa? La
casa invita a la primera. Entonces, sin pensarlo mucho, volvimos sobre
nuestros pasos y tomamos asiento en la barra. Nada más llevarnos a los
labios los tarros espumosos que nos arrimó la mujer se fueron encima de
nosotros las camareras. Roberto y Oscar optaron por sentar a un par en sus
piernas, mientras que el maestro y yo decidimos disputarnos a la
cantinera, a todas luces, la mejor del sitio. Al cabo, empalagados de
tanto dulce, salimos de Cachorros “à la recherche du temps perdu”.
Ya era noche. El cielo presumía su manto centellante. La fiesta apenas
comenzaba. Vueltos
al camino real, andamos sobre la calle 66 hasta llegar al Excelsior. Eran
más de las ocho y el lugar hervía de parroquianos que parecían
dispuestos a beber hasta el amanecer. Un dúo de trovadores amenizaba el
ambiente. ¿Pero qué es esto?, soltó el maestro, ¡la pura vida! Acto
seguido, Oscar llamó al mesero para que nos consiguiera una mesa. Ya
instalados, con los tragos en la mano, el Rayo hizo venir al dúo. Me
parece que fue Peregrina la primera de la larga serie de canciones
yucatecas –sólo esas quería oír Rafael – que escucharíamos y
corearíamos a partir de ese momento. Yo le quité la guitarra a un
trovador y acompañé al autor
de La Mara con Ciudad Blanca. Poco a poco, el sitio fue
despejándose. Las mesas vacías y el trapeador que, de cuando en cuando
corría bajo nuestros pies, nos indicaron que era tiempo de cambiar de
escenario. De nuevo en la
calle, bajo la noche urbana, seguidos por el dúo, enfilamos hasta el Chema´s
Bar, que sería nuestra última estación de sombra. Delgado,
moreno, bigotillo mosca, enfundado en una guayabera beige, nos recibió el
famoso Palanca, un hombre legendario en el ambiente cantinero
yucateco. Estaban a punto de cerrar, pero al vernos con tanta euforia y al
saber quién era nuestro acompañante, nos franqueó la entrada. Allí, el dúo volvió a atacar las notas del repertorio vernáculo: Guty Cárdenas, Palmerín, Pastor, Chispas Padrón, Pepe Domínguez. Rafael se puso de pie y comenzó a cantar. Oscar, Roberto y yo no parábamos de bromear. Un halo de nostalgia cubrió la mirada de Ramírez Heredia. En ese instante hasta Oscar cesó su parloteo. Para entonces estábamos tan borrachos que nada nos importaba. Fue cuando el Rayito solicitó de nuevo Ciudad Blanca y, sobre los acordes de la canción de Pepe Guízar que el dúo interpretaba por enésima vez, pareció tener una visión: ¡Aquí está! ¡Ha bajado! ¡Azcorra, Carlos! ¿No lo ven? ¿No sienten su presencia, Oscar? Y efectivamente, como lo quieren los gitanos, según nos refirió y apunta Ramírez Heredia en sus Tauromagias, en momentos de gran exaltación, en lo más eufórico de la fiesta, un espíritu celebratorio inmemorial que no tiene más nacionalidad que el sentimiento acompaña a los comensales. Y aquella vez, estoy seguro, bajó el Faraón. |
Carlos Martín Briceño
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