El instrumento de Dios |
Para mi hermano Enrique |
–¿Qué es lo que me trae aquí? – preguntó la vieja por segunda vez. Fiodor Dostoyevski |
Una
vez que termina, guarda el formón chorreante en el maletín de cuero,
sale de la casa cerrando tras de sí la puerta. La calle está vacía; es
una de esas tardes de verano en que el calor quema con fuerza y obliga a
todos a buscar refugio en sus hogares. Ya casi es la hora del almuerzo.
Avanza rápido, con la cabeza gacha; un zumbido ensordecedor llena sus oídos;
el trayecto le parece interminable, trata de no pisar las líneas
divisorias que decoran la acera de concreto, como si actuara para un público
parapetado tras los miriñaques polvorientos de los inmuebles. Justo antes
de llegar a la cantina, una mujer mayor, con amabilidad, le saluda; él,
no hace caso (ella contará después que en ese instante vio en el reflejo
de su mirada al mismo diablo). Ya
en el bar, va derecho al baño; bajo el chorro de agua del lavabo, brazos
y manos pierden las manchas de sangre secas por el sol de agosto; desecha
la camisa (su esposa siempre coloca en el maletín una muda limpia por si
acaso) y se alinea el pelo con los dedos mojados; en ese instante empieza
a escuchar el fragor del sitio: el murmullo de los parroquianos, el chocar
de botellas sobre mesas de
metal, la risa inconfundible del propietario y al dueto cantando un
corrido. Bebe
la primera cerveza de golpe, como si el acto infundiera vida; ni siquiera
tiene que pedir las siguientes, ya lo conocen: cuatro coronas y Le
traen un plato de oreja de puerco en salpicón. Con los dedos coge uno de
los trozos rosados y lo engulle lentamente. No está acostumbrado a comer
cuando toma; no obstante, tiene tanta hambre que, poco después, del guiso
sólo queda el caldo. Un
muchacho flaco y moreno se le acerca; carga una bandeja con mazapanes,
cocadas y merengues. —Para contentar a la doña, patrón —le dice, guiñándole un ojo, y coloca los dulces sobre la mesa. A
través de la bruma del octavo trago repasa con la mirada la mercancía y
rehúsa la oferta, moviendo la cabeza de un lado a otro. Poco
a poco, las mesas van quedando solas. Ha entrado la noche. De un momento a
otro le traerán la cuenta. Tendrá que salir de este sitio donde se halla
tan a gusto. Ahora mismo se encuentra absorto en la contemplación de sus
manos callosas, como queriendo encontrar una explicación. Observa las
rugosidades que se forman en los nudillos, el color pálido de las palmas
y el anillo de casado que transporta por instantes su mente a otra parte;
luego entrecruza los dedos y pierde la mirada en el vacío. Cuando
los uniformados entran, sólo quedan dos mesas con vida: la de un par de
viejos borrachos y la de él. De inmediato lo reconocen. La descripción
de la sirvienta de los Povedano fue exacta. Allí está, sin oponer
resistencia, dejándose llevar suavemente como una marioneta ante la
mirada atónita del cantinero. No
te explicas cómo se enteraron tus compañeras antes que tú. Unos dicen
que fue por boca del conserje. Otros, le echaron la culpa a las
secretarias. Recuerdas que, al día siguiente, escuchaste a tu tía,
furiosa, reclamarle por teléfono a la madre superiora su falta de cuidado
para manejar la situación. La verdad, cualquiera pudo haber sido: la
noticia corrió con rapidez. Se trataba de un acontecimiento inusual. El
psicólogo comentó que, aunque no fue la mejor manera de informarte,
debes superarlo regresando al mismo colegio y sólo así podrás vencer
las pesadillas que te impiden dormir. Pero nada en el mundo te hará
volver. Prefieres perder el curso escolar y dedicarte por entero a ver
televisión. Al menos, así no te das cuenta que es de noche. Ya estás
hastiada de tanto llorar. Lo único que quisieras es sacarte de la mente
esa tonada del piano y la escena en que, frente a todas, en medio de
cuchicheos, la madre superiora detiene la clase de música para hacerte el
anuncio de la desgracia. El
doctor Povedano lo dijo muchas veces: No hay en todo Mérida mejor
ebanista que Roberto. Y era cierto.
Bajo el cuidado de sus manos, el mueble de madera más viejo recobraba la
gallardía perdida entre capas de maltrato. Daba gusto verlo trabajar.
Hasta se relamía los labios cuando lijaba las piezas. No había clavo que
se le resistiera: entraban a la primera, sin dañar el punto elegido. Y qué
decir de sus acabados; ya fuera escoplo, lija o formón, no se detenía
hasta lograr el efecto deseado; luego venían las caricias, como si se
tratara de una mujer hermosa.
Ay,
Don Roberto, decía la sirvienta de los Povedano, si no fuera usted
casado... ya quisiera me trataran igual que a la cómoda. Por
aquel tiempo nadie hubiera imaginado al carpintero capaz de algo así. No
es lo mismo, comentarían los vecinos del rumbo, aborrecer a una persona,
que desear su muerte. Y es que, salvo su familia, todo el barrio tenía
motivos suficientes para odiar al doctor Povedano. Lo
del agio comenzó de pura casualidad. Dicen que la culpa fue de la gente
que le daba sus alhajas en prenda cuando no tenían para la consulta.
Eso de seguro lo mal acostumbró. Con el paso de los años, se hizo
de un considerable lote de joyas que vendió a muy buen precio. Al ver la
ganancia, decidió dedicarse de lleno al negocio de prestar dinero al
interés. Nunca
abandonó su consultorio. Al contrario: jamás tuvo tanta clientela. Y cómo
no, alegaban otros médicos menos afortunados que él, los enfermos que
van con Povedano, buscan alivio por partida doble, así no se vale. Por
eso fue expulsado de la Asociación Médica. Incluso se habló de promover
el retiro de su cédula profesional. El rechazo de sus colegas lo sumió
en una depresión que sólo encontró alivio en la acumulación de
propiedades. Y si antes se tentaba el corazón para arrebatar objetos
depositados en prenda, ahora hacía cuanto estuviera en sus manos para
quedarse con ellos. Desempleados,
viudas, madres solteras, ricos venidos a menos y todo el que no fuera
capaz de sostener el pago de intereses, desfilaban por el consultorio
pidiendo clemencia. La respuesta era siempre la misma: ¿Acaso te puse una
pistola en la sien para obligarte a firmar los pagarés? Roberto
nunca pensó necesitar de él. Bien lo conocía. Durante años dio
mantenimiento a los muebles de aquella casa. Le aterraba la idea de
encontrarse en lugar de alguno de los individuos que hacían fila en el
consultorio del doctor Povedano. Pero nadie espera, de un día para otro,
hallar a su hijo enfermo, postrado en cama. De
más está narrar la forma en que se dieron las cosas. Baste saber que
Roberto no pudo cumplir con las obligaciones adquiridas y, antes de
diciembre, su pequeña casa pasó a formar parte de la fortuna de los
Povedano. Unos
piensan que lo planeó de antemano. Sin embargo, no fue así. La sirvienta
confirmó que ella llamó al carpintero para arreglar las mecedoras de
petatillo. Y eso era lo que Roberto estaba haciendo cuando le avisaron que
el dueño de la casa quería hablar con él. Se encaminó confiado. No
esperaba tener que enfrentar esa situación tan pronto. Aún faltaba un
mes para finalizar el año. Lo
encontró solo, almorzando en el comedor y permaneció de pie, del otro
lado de la mesa. Transcurrieron varios minutos antes de que cruzaran las
primeras palabras. Únicamente se escuchaba el chirriar de los cubiertos
sobre el plato al cortar la carne y el ruido del abanico de techo. Dos
veces tosió Roberto para romper el silencio. Cuando el doctor comenzó a
hablar, lo hizo con la boca llena, sin levantar siquiera la mirada. Fue
directo al grano. Le dijo que mañana tendría que desocupar su casa en
vista de que no estaba al día con los pagos. Las palabras retumbaron con
tal fuerza en la cabeza del carpintero que la vista se le nubló. Tuvo que
aferrarse al respaldo de una silla para no caer. De nada sirvió suplicar.
¿Acaso —inquirió molesto el agiotista— te puse una pistola en la
sien para firmar los pagarés? Roberto escuchó la pregunta a lo lejos. Su cuerpo continuaba allí, pero su mente era otra, no era suya, ahora pertenecía a todos los desgraciados que esperaban cita con el doctor Povedano; supuso que lo habían elegido como instrumento de venganza; él era el dedo de Dios. Sintió que bajo el brazo derecho algo lo lastimaba. Era el formón que, por descuido, olvidó dejar junto a los muebles. Ésta, se dijo, debe ser la señal. Entonces asestó sin misericordia los primeros golpes. Un zumbido sordo le llenó los oídos. El cuerpo del doctor fue tiñéndose de rojo a medida que el filo de la herramienta se le incrustaba. Nervios y tuétano quedaron al descubierto emulando las vetas de la madera. En el cuarto de atrás yacía enferma de ciática la anciana esposa de Povedano. Sólo acertó a juntar las palmas de las manos en señal de súplica antes de ser degollada. Chorros de sangre escurrieron por las sábanas hasta el piso. La última víctima llegó puntual a encontrarse con la muerte. Una gripe con calentura le mandó más temprano que de costumbre a casa. Era la hija mayor del doctor Povedano. Aquella que le había dado también una nieta. Fue la única que opuso resistencia. Pequeños mechones de pelo arrancados de raíz al asesino fueron hallados junto a su cadáver. Cuando terminó, Roberto Paredes guardó el formón chorreante en el maletín de cuero y salió al sol del mediodía cerrando tras de sí la puerta. |
Carlos
Martín Briceño
Los mártires del Freeway
Editorial Ficticia, México, DF, 2006
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