Hombres de bien |
Para Artemio Espínola, i. m. |
Muchos
años he tratado de olvidar lo ocurrido en el sótano del Colegio Español
durante mi adolescencia. Todavía despierto cada madrugada con una opresión
en el pecho que me impide volver a conciliar el sueño. Entonces, con
delicadeza, para no perturbar a mi esposa, me levanto, salgo de la
habitación y camino hasta la recámara de mi hijo para observarlo de
cerca mientras escucho el apacible ritmo de su respiración. Iba a cumplir trece años cuando mi padre me llevó por primera vez al edificio gris de aquella escuela para varones. El director, viejo y enjuto, traje negro, monóculo y reloj de leontina, nos recibió en su despacho. Luego de escuchar las quejas de papá a causa de mi mala disposición para el estudio, se me quedó viendo con sus ojillos cenizos, colocó sus manos de largos dedos sobre mi cabeza, y dijo: No se preocupe, ingeniero, aquí vamos a hacer de su vástago un hombre de bien. Aquello
sonaba absurdo en los labios de ese individuo cuyo rostro era la viva
imagen de una rata, pero preferí mantener la boca cerrada. Salí de la
oscuridad de esa oficina con la sensación de haberme convertido en un
conejillo de indias entregado a un laboratorio dirigido por un demente. Esa
noche mi padre estuvo de muy mal humor. Casi se corta un dedo al rebanar
un trozo de pescado para la cena. Si
tu madre viviera, dijo, en tanto se chupaba la sangre de la herida para
detener la breve hemorragia, estaría de acuerdo conmigo en llevarte a ese
colegio. No
contesté. ¿Para qué? En esa época yo hubiera hecho cualquier cosa por
no pasarme otra temporada recluido en la empacadora destripando
huachinangos. De sólo pensar en el cansancio producido por las
fastidiosas jornadas, las espinas en mis palmas y la fetidez de las vísceras
podridas, tuve basca. ¡Y de encima estaban las cucarachas pululando en
las mesas de trabajo! Aborrezco la textura brillante de sus carapachos, la
lenta y cautelosa oscilación de sus antenas; me asusta la forma
inteligente en que se desplazan de un lado a otro cuando se ven en
peligro; sería capaz de acariciar un perro sarnoso antes que tocar a uno
de esos bichos. No
fue cosa fácil la supervivencia en aquella escuela dominada por extrañas
leyes impuestas por alumnos rebeldes. ¿Cuántas veces no encontré
escupitajos en el interior de mis cuadernos, o cadáveres de insectos en
mi mochila? ¡Cómo olvidar las risas de hiena de mis compañeros cuando,
al dirigirme hasta mi sitio en el salón, azuzados por Gorocica, el
cabecilla del grupo, me tanteaban las nalgas! Tengo
muy presente algo que sucedió poco después de mi llegada al colegio.
Compartía el pupitre conmigo un niño obeso y tímido. Entre clase y
clase, el muchacho sacaba de su mochila un frasco de cajeta. Una mañana,
no bien había comenzado a saborear la primera cucharada, cuando se le
desencajó el rostro. Enseguida vomitó manchándome la camisa. Iba a
caerle a golpes cuando vino hasta mis narices el olor de la mierda. Las
burlas de aquellos desgraciados confirmaron mis suposiciones. Y
luego sigues tú, espetó Gorocica, delante de todos. Estuve a punto de soltarle un golpe en el estómago, pero en ese momento entraba el director y opté por permanecer quieto en mi lugar, rumiando el coraje. Así
transcurrió el tiempo hasta el día en que trataron de meterme una
cucaracha en la boca; quedó en intento, porque les resultó imposible:
durante el forcejeo, la angustia me llevó a hundirle a Gorocica la punta
de mi compás arriba del pecho, muy cerca del corazón.
La clase entera se quedó en silencio, no daba crédito: el nuevo,
el no-me-meto-con-nadie, el pendejito, se había rebelado. Gorocica
mentaba madres, corrió hacia los baños dando alaridos, tuvo que acudir
el mismísimo director para tranquilizarlo, y el prefecto Espadas, un
viejo sudoroso que acostumbraba cortarse el pelo a rape, le vendó con
cuidado la herida. Estaba
harto de él, le dije a Espadas cuando, furioso, me mandó llamar a su cubículo.
¿Sabes que puedo hacer que te expulsen?, dijo, apretando mi garganta con
una de sus manazas como si fuera a ahorcarme. Imposible olvidar la cara de
satisfacción del prefecto al contestarle que estaba dispuesto a aceptar
cualquier castigo. La
salida del colegio significaba pasarme el resto del año con los
trabajadores de papá en la empacadora, idea que me produjo un repentino
ardor en la boca del estómago. Entonces, inesperadamente, sucedió algo
que en ese momento no comprendí del todo: el hombre retiró su mano húmeda
de mi cuello, acarició mi pelo y, al tiempo que sonreía, respondió:
Quizá la sanción tengamos que discutirla más tarde, después de la última
clase, en el sótano, ¿qué te parece la idea? Volví
al aula con el corazón retumbando. Esa
fue la primera vez que me sentí de verdad importante en el colegio. Corría
el rumor de que en el sótano, de cuando en cuando, se llevaban a cabo
unas juergas formidables. Se hablaba de cigarros, whisky, revistas para
adultos. Y sólo asistían ciertos allegados al prefecto. Todos, aunque
luego hayamos dicho lo contrario, nos moríamos de ganas de ser invitados.
Decidí, como siempre, mantener la boca cerrada y esperar a que dieran las
seis de la tarde —no obstante, las reiteradas preguntas de mis compañeros. Un
murmullo confuso me recibió en la puerta del sótano. Nervioso, bajé la
escalera de hierro que crujió con cada uno de mis pasos. Había en el
ambiente del subterráneo un olor agrio y penetrante, similar al del
pescado podrido, que me transportó por unos segundos a la empacadora. Fijé
bien la vista: en medio de la estancia, bajo la débil luz de una bombilla
eléctrica, un grupo bebía y jugaba cartas. Así que era cierto lo que se
rumoraba; no lo podía creer. Allí estaba, ya repuesto, Gorocica. Dirigió
la mirada hacia mí y me observó con furia. Ven
aquí, acércate, dijo el prefecto, señalando un lugar vacío a su lado. Bebí
aprisa el licor que me pusieron enfrente. Así
me gusta, como los machos. Y ahora dale la mano a Gorocica; esta noche se
terminan las rencillas entre ustedes. Contra
mi voluntad extendí el brazo y apreté esos dedos regordetes. Las
risas comenzaron a hacer eco en mi cerebro; estaba tan angustiado que tardé
un buen rato en descubrir la presencia del hombre rata. Caí en la cuenta
cuando, en la oscuridad,
descubrí el destello de su monóculo. Llené de nuevo el vaso y hasta me
atreví a brindar con él en voz alta. El alcohol me aflojó la lengua y
por fin aplacó mi nerviosismo. Los
días posteriores los percibo a través de una cortina de bruma. Es cierto
que el lunes regresé al salón de clases como si nada, pero también es
verdad que desde ese encuentro no pude ser el mismo. De un día para otro
me había convertido en alguien taciturno y silencioso, un gato gris en
una jaula de animales salvajes. Sorpresivamente obtuve una racha de
calificaciones altas sin necesidad de abrir los libros. ¿Era posible? ¿Sería
ese el pago a mi silencio? Opté por no decir nada y, como la mayoría,
proseguir con el juego para sacar ventaja de la iniciación. Si ya había
pasado la peor parte, era absurdo retirarse a esas alturas. Así aseguraba
buenas notas y ya nadie, ni siquiera papá, volvería a tener pretextos
para meterse conmigo. De
no haber sido por lo de Artemio, quizá nunca hubiera salido todo a flote.
Siempre me he preguntado la razón por la cual sus padres lo metieron a
esa escuela. Supongo que ellos, si es que aún viven, deben comenzar el día
con el peso del remordimiento. Artemio,
un muchacho solitario con pretensiones de intelectual, pálido y de paso
lento, no estaba preparado para esta clase de pruebas. Solía llegar
temprano a la escuela para sentarse en el pupitre de adelante. Pasaba el
tiempo absorto en sus libros, jugueteando con el crucifijo de oro que pendía
de su cuello. Imagino que recurría a su aire de suficiencia y a la cercanía
de los maestros para protegerse de nosotros, los esbirros del
prefecto. Ese
viernes apareció tarde, ocupó un sitio cerca de mí. Sentí lástima por
él. Sabía que era el siguiente; me hubiera gustado advertirle, pero
faltaba muy poco para las vacaciones de verano, y aunque no quisiera
aceptarlo, yo formaba parte de los elegidos. A eso del mediodía, Espadas
nos avisó que estuviéramos pendientes, habría reunión del club
y Artemio iba a ser el invitado especial. Fue la única juerga que
estuvo con nosotros. El lunes nos enteramos
que se había colgado de una viga del
techo de su cuarto. Cuando
recreo en mi mente la escena del interrogatorio, lo primero que me viene
al cerebro es la mirada opaca de mi padre. Cómo es posible, cómo es
posible, repite cabizbajo, dando vueltas de un lado a otro en la sala de
espera de esa Delegación maloliente a la que hemos sido requeridos. El
ruido de las máquinas de escribir amortigua el eco producido por los
zapatos de papá al chocar contra los desalineados ladrillos del piso. Si
tu madre viviera…, suelta de repente y hunde el rostro entre sus manos
arrugadas. Para no escucharle, me distraigo observando un cuadro que pende
de las paredes. Es una de esas pinturas en donde siempre hay un riachuelo,
grandes pinos y altas montañas cubiertas de nieve. Intento hallar paz en
la quietud del paisaje. ¿Cómo habría sido mi vida de haber nacido en un
sitio parecido? En ese instante abren la puerta de la oficina y lo veo: en
medio de la habitación, acompañado por los judiciales, está el mismísimo
hombre rata fumándose un cigarro con tranquilidad. Me
pongo de pie para decirle a papá que, enfrente del director, no declararé
nada. No hace caso. Me toma con firmeza de los hombros y me conduce al
interior. Comprendo que es inútil insistir; si deseo contar con la ayuda
de mi padre voy a tener que revelarlo todo. Tendré que confesarles que yo
también pasé por lo mismo, que esa tarde no bebí mucho, pero sí lo
suficiente para desinhibirme, sobre todo después de haber mirado la película
que proyectaron en la pared carcomida del cuarto; jamás había visto una
así: esas pieles lechosas en movimiento, el pubis sin vello de la actriz,
el sexo sobrado del protagonista en aquel vaivén sin tregua..., y que era
tal mi excitación que hubiera sido capaz de masturbarme delante de todos,
y que por eso, cuando Gorocica y los otros se acercaron a mi asiento para
llevarme hasta el camastro, ya la noche inundaba mi cerebro y no opuse
resistencia: aturdido por las copas, cedí ante esas manos que manipularon
con violencia mi cuerpo. Por
la noche, al volver a casa, mi
padre se puso a preparar como si nada una sopa de pescado. A pesar del
penetrante olor que saturaba la cocina y que el apetito me había
abandonado, opté por sentarme a la mesa para no desairarlo. Cenamos en
silencio, uno frente al otro, dirigiéndonos la palabra únicamente para
lo indispensable. Cada vez que me llevaba una cucharada a la boca sentía
la amenaza del vómito en la tráquea. Sentí pena por él. Era un hombre
de principios y le obligaron a firmar un documento en el que se desistía
de cualquier reclamación en contra del colegio. Gracias a eso me libré
del reformatorio, pero no del insomnio que habría de acompañarme desde
entonces. En las madrugadas, cuando voy en busca de un vaso de leche a la cocina, me quedo paralizado ante la visión de las cucarachas que se escabullen con sagacidad al iluminarse la estancia. Mi esposa dice que es cuestión de tiempo, que hay cosas que no debieran recordarse nunca. Yo no pienso igual. Sobre todo cuando observo dormir a mi hijo y caigo en la cuenta, por el fino vello que le brota en la entrepierna, que está a punto de convertirse en un hermoso adolescente. |
Carlos
Martín Briceño
Los mártires del Freeway
Editorial Ficticia, México, DF, 2006
Ir a índice de América |
Ir a índice de Martín Briceño, Carlos |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |