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Domingo
Carlos Martín Briceño

Para Claudia Sosa

Por el ardor que sintió en las mejillas supuso que tendría un poco de fiebre. Distinguió en la penumbra los hombros llovidos de lunares de su mujer y se llenó de tristeza: lucía tan hermosa en la placidez del sueño que tuvo la seguridad de que cualquier hombre sería capaz de amarla. Con cuidado, se puso de pie y fue hasta el baño con la esperanza de encontrar, detrás del espejo, el frasco de las aspirinas importadas. Estaba de suerte, así que ingirió dos píldoras de un solo golpe. Luego se entretuvo buscando una revista de la canasta de mimbre y se sentó en el inodoro.

La voz aguda de Rebeca vino desde el cuarto: Qué pasa, por qué te has levantado. Tengo fiebre. Otra vez con tus idioteces, vuelve a la cama, ha de ser algo sin importancia.

Nada dijo. Lo que hizo fue apagar la luz y esperar diez minutos sumido en la oscuridad antes de acostarse junto a ella. Mientras se refugiaba entre las sábanas, pensó, esta vez, quizá tiene razón, a cualquiera le da temperatura de vez en cuando. Sonrió para sus adentros y rozó, apenas, con los dedos de los pies, las pantorrillas desnudas de su mujer.           

Ya amanecía cuando escuchó el repiqueteo del despertador. Para no perturbar a Rebeca se levantó despacio. Afuera hacía una mañana clara; el cielo estaba limpio, libre de nubes. Nada grave, gracias a Dios, se dijo al tocarse la frente y sentir normal la temperatura. Acto seguido fue hasta la cocina para preparar el desayuno.

¿Hace cuánto tiempo que no iba al médico? La última vez había sido cuando tuvo aquel fuerte dolor de garganta y le recetaron el antibiótico que casi le causa la muerte. De no ser por la costumbre (una de tantas por las cuales Rebeca solía calificarlo de achacoso) de vigilar las reacciones de su cuerpo al ingerir cualquier medicina, ahora mismo estaría muerto, o respirando a través de un hueco en la tráquea. Por suerte atajó con rapidez la intoxicación y él mismo —pese a la terminante negativa de su esposa— al advertir que la garganta se le cerraba y el aire se le hacía cada vez más escaso, llamó a un hospital pidiendo una ambulancia. Al llegar a la sala de urgencias le inyectaron cortisona en el dorso y volvió a sentir cómo el oxígeno circulaba libremente por sus pulmones. Ciproflaxina. Nunca vuelva a tomar algo así; la próxima no la brinca.

Luego cayó en un sueño profundo. Lo último que recuerda de esa mañana es la voz aguda de Rebeca, quien, como ahora, lo llamaba desde lejos: Sube con el desayuno; desde hace un buen rato estoy despierta. Sólo que en esa ocasión le ofrecía disculpas por haber sido tan poco comprensiva.

La mañana transcurrió entre el barniz marino que decidió aplicar a las silletas del patio trasero, el aroma de las fresas que Rebeca devoraba frente al interminable reality show del televisor, un par de pequeñas lagartijas observándole trabajar desde las alturas y el gato blanco de la vecina caminando con lentitud sobre el muro divisorio. Todo iba apilándose en el remanso del día de asueto. En breve, las silletas estarían listas, su estómago vacío y no iba a tener otro remedio que enfrentarse nuevamente a los silencios de Rebeca; o peor aún, a esa rabia constante de ella que remarcaba la debacle de su vida en pareja. Llevaban varios meses, desde que él perdió el trabajo, sin tener sexo. Era la suya una convivencia de hermanos en donde él hubo de asumir con naturalidad los afanes domésticos. Al principio la idea le pareció novedosa. ¿Qué de malo podía tener el trueque temporal de roles? ¿Acaso no se las daba de ser un hombre moderno? Era divertido esperarla con la casa limpia, el guiso humeante, la mesa puesta y el disco de  Antonio Carlos Jobim en el estéreo; pero al prolongarse este juego más tiempo del que ellos hubieran imaginado, pronto empezaron a aparecer signos de tensión en sus vidas. Los días se hicieron de plomo. A Rebeca nada le satisfacía. La indiferencia que sintió al principio por su marido iba transformándose en desprecio. Lo mismo le daba un par de huevos revueltos que un filete a la pimienta; la taza de frijoles que la crema de setas; y así, mientras él se esforzaba en buscar sabores exóticos para seducir a su esposa, ella, desde la oficina, continuó acumulando rencores, hasta que por fin, pretextando exceso de trabajo, dejó de ir a comer entre semana a casa. 

Qué se te antoja almorzar, Rebeca, interrumpió al cabo, cuando el sol comenzó a calentar en demasía y a aburrirle el ir y venir de su brocha sobre la madera. Cualquier cosa, un sándwich, una ensalada, no tengo hambre. Y cómo ibas a tener si te has pasado la mañana frente al televisor comiendo fruta. ¡Déjame en paz, es el único día en que puedo hacer lo que se me venga en gana! Pensé que íbamos a comer juntos. ¿Y dónde está escrito que así tiene que ser?

Guardó silencio. Ahora no era prudente discutir con ella. Ya tendría oportunidad para contentarla; a lo mejor por la noche, durante la cena, con un plato de espaguetis a la carbonara, su debilidad. Además, no se sentía bien. Otra vez el calor en su cuerpo y, en esa ocasión, acompañado de unas punzadas intermitentes en las sienes. Migraña, lo que faltaba. Mala idea la de exponerse tanto tiempo al sol.

Después del almuerzo lo invadió un sopor denso, así que se dispuso a tomar una siesta. En el cuarto, Rebeca se había quedado dormida. La disfrutó  en silencio. Su rostro de color pálido, los senos pequeños, ese ombligo casi perfecto, la suave curvatura de las caderas. Le hubiera gustado acariciarla como antes, durante el sueño. Aún recordaba los primeros años de matrimonio, cuando solían hacer el amor a diario y eran pocas las discusiones. Se acostó a su lado, entrecerrando los ojos. Intentó dormir. Inútil. El sonido distante de una cortadora de césped, la respiración uniforme de Rebeca, el frío repentino que le hizo castañetear los dientes  y las punzadas que, de cuando en cuando, le presionaban las sienes, parecían haberse confabulado para mantenerlo despierto. Entonces se incorporó despacio para ir al baño en busca de otra más de sus aspirinas.

Enseguida vino el llanto incontrolable y un chocar de frascos contra el piso. En el cuarto, se escuchó la voz aguda de Rebeca: ¡Otra vez con tus estupideces!

Carlos Martín Briceño
Los mártires del Freeway

Editorial Ficticia, México, DF, 2006

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