Convenios |
Para Raúl Rodríguez Cetina, i.m. |
Stephen ha dejado una nota en el lobby
del hotel avisando que vendrá a las siete. Laura me mira y, por la manera
que aprieta los labios y levanta las cejas, intuyo lo que no se atreve a
decirme. Entramos al ascensor en silencio. Una camarera negra con cofia
nos acompaña. Huele mal, el hedor agrio de sus sobacos impregna el
espacio. Aguanto la respiración. El tiempo que tardamos en llegar al
tercer piso se vuelve eterno. Queríamos hospedarnos en el Nikko, pero no
tuvimos otra opción que este hotelito art
decó de habitaciones reducidas. Hubiera sido un despilfarro.
En
punto de las siete salimos por la puerta del ascensor directo al lobby.
Esta vez el aroma dulce del perfume de Laura mitiga la atmósfera. Con la
vista recorro el sitio hasta descubrir la figura del gringo que se acerca
con paso lento. Lleva un traje de tweed,
pantalones grises y zapatos Oxford. Sus gruesos lentes, la calvicie y el
color pálido de la piel lo hacen verse más viejo de lo que en realidad
es. —¿Has
esperado mucho? —le tiendo la mano. Laura
se mantiene de pie, asida a mi brazo; apenas es audible el “como estás”
que surge de sus labios. —Unos
cuantos minutos. ¿Qué tal el viaje? —El
vuelo se retrasó. El aeropuerto de la Ciudad de México llegó a su límite.
Laura
permanece callada.
—Si
no les importa, preferiría que nos quedáramos en el restaurante del
hotel. Escuché en la radio que habrá una manifestación, han comenzado a
cerrar las calles. Había
olvidado el pretencioso acento de Stephen. Me fastidia. —¿Estás
de acuerdo? Laura
se encoje de hombros y suelta un lacónico por-mí-no-hay-problema que me
tranquiliza. Nos
asignan una mesa junto al ventanal. Afuera llovizna, hace frío. El golpe
del viento obliga a los transeúntes a caminar aprisa y a los mendigos a
buscar refugio en el quicio de los comercios cerrados. Tras el vidrio que
nos separa de la calle, sin que parezca importarle, una mujer de cráneo
afeitado y llagas en el cuello nos observa. Extiende su mano suplicante
hacia nosotros. En el rostro de Laura se dibuja una mueca de asco. —VIH
—comenta Stephen—. Hay decenas como ella deambulando por la ciudad.
San Francisco se ha vuelto demasiado tolerante con los parias.
El
gringo se levanta. Desde nuestra mesa lo observo gesticular mientras saca
unos dólares de su cartera y conviene algo con el gerente. En cuestión
de minutos, con el dinero en las manos, la enferma se retira de nuestra
vista. Laura agradece esta deferencia con una falsa sonrisa. Alzo la mano
para llamar al mesero. Con
la carta de vinos el semblante de mi mujer se ilumina. La elección recae
en Stephen. —Romanée-St
-Vivant, 2005, excelente para comenzar.
Minutos
después el mesero se acerca con la que será la primera botella de la
noche. Mientras el hombre descorcha, Laura intenta disimular su ansiedad:
juguetea con la servilleta, baja la mirada, la vuelve a levantar. El aroma
afrutado del caldo se esparce, anticipándonos su sabor.
Antes
de probarlo ha caído un montón de migas sobre el mantel oscuro. Sthepen
devora panecillos con mantequilla y habla sin importarle que pequeñas
gotas de saliva nos pringuen. Pendejo. Contengo la repugnancia. Me cuesta
trabajo entender que mi mujer haya estado a punto de casarse con este
paquidermo albino. Él la conoció antes que yo. Laura era asistente de mi
padre y Stephen llegó a la ciudad con la intención de trasladar a México
sus fábricas de ropa de mezclilla. Me encontraba en el trance de mi
tercer divorcio. La seriedad con la que Laura asumía su papel de
ejecutiva contrastaba con su juventud. Era difícil no admirarse de su
sagacidad para desenvolverse en las reuniones del consejo. Sus opiniones
certeras, la aquiescencia en sus ojos verdes, la claridad en sus
planteamientos, su inteligente administración de escotes, su eficiencia,
las piernas que, pese al calor, solía llevar enfundadas en medias
oscuras. Cuando nos presentaron, el olor que dejó en mí luego del beso
en la mejilla, terminó por convencerme de cuánto valía. —¿Se
te antoja algo? —se dirige Stephen a mi esposa. —No
tengo mucha hambre. —¿Qué
tal una antipasto? ¿O prefieres una tabla de quesos? —se empecina el
gringo en que ella elija. —El
antipasto suena bien —trato de aligerar el ambiente. —¿Laura?
—insiste. Mi
mujer suspira, asiente con la cabeza y sonríe abiertamente. Parece
tranquilizarse. Nunca deja de sorprenderme. Una semana después de haberla
conocido le pedí que me acompañara a Cancún. Llevábamos varios años
tratando de vender un alicaído hotel, propiedad de la familia. Supuse que
su presencia ayudaría. No me equivoqué. El flirteo que estableció con
el comprador fue decisivo. Recuerdo que esa misma noche festejamos el éxito
bebiendo champaña en la king size
de nuestra suite. Escarmentado por los problemas legales de mi divorcio,
en ese momento lo último que me pasó por la cabeza fue establecer un
nuevo compromiso. Por eso no tuve celos cuando, días después, me confesó
que Stephen la había invitado a salir. La animé a aceptar. Juzgué
conveniente para los intereses del negocio que este gringo adinerado
estuviera bajo su influjo. Con
la tercera botella, Laura se ha relajado por completo. Sus ojos chispean,
escucha atenta. Ahora la conversación gira en torno a la guerra. —Sólo
beneficia a unos cuantos. Los republicanos están perdidos. Nunca estuvo
peor el déficit comercial. —No
opinabas lo mismo hace unos años. —Lo
sé. La diferencia es que antes la economía marchaba sin importar el número
de árabes muertos. El cuento de las armas químicas va a costarnos
caro. —¿Y
el petróleo? —pregunta Laura antes de dar un sorbo. —El
petróleo —se lleva Stephen una lasca de prosciutto
a la boca —. Hay de sobra en Latinoamérica. Allí están Brasil, México…
Venezuela, que siempre ha sido nuestra fuente de aprovisionamiento. Ni
siquiera el chimpancé que tiene por presidente es capaz de cambiar eso. —En
lugar de gastar en armamento, Bush debería de invertir en la
industria—. Se ha exaltado. Hace una pausa. Bebe. Como muchos de sus
compatriotas le preocupan sus inversiones. Los conozco bien: viven como
reyes pero tienen hipotecado hasta el culo. —El
negocio de los textiles va muy mal —recalca. La
frase me alarma. Trato de buscar complicidad en el semblante de mi mujer,
pero está demasiado entretenida bebiendo. Hace
tiempo que las desfibradoras tampoco son negocio, aunque el necio de mi
padre se niega a aceptarlo. No me imagino sin los ingresos por las rentas.
¿Y la hipoteca? ¿El viaje comprometido a las Olimpiadas? ¿Y los
estudios de mis hermanas en el extranjero? ¡Como él se la vive bebiendo
whisky con sus amigos en el Country Club añorando un país que ya no
existe! Pobre papá, abomina de los políticos, pero es el primero en
acudir a las cenas que ofrece el gobernador a los empresarios. No acepta
que estamos a punto de la quiebra. De
no haber sido por Laura, jamás hubiéramos podido alquilarle a Stephen
nuestros edificios. Nunca quise saber cómo lo consiguió. Ni siquiera a
mi madre le permití que tocara el tema. Menos, después de nuestra boda.
Y ahora que vence el contrato, la mujer me viene con escrúpulos. “Me
decepciona que lo aceptes con tanta naturalidad”. ¿Y qué esperaba? ¿Será
que no entiende que lo único importante es regresar a México con el
convenio renovado? —Mi
copa está vacía —el fraseo pastoso de Laura me trae de vuelta a la
conversación. ¿Estará ya ebria? Sus párpados parecen pesarle, pero
insiste en beber. El gringo sirve de nuevo, levanta su mano y con una
expresión que le hace mostrar sus dientes blanqueados, propone un
brindis. —Por
la prórroga del arrendamiento. Laura agota el tinto hasta el fondo. Tiene una expresión condescendiente. Se pone de pie, posa la mano sobre el hombro de Stephen mientras anuncia que regresa al cuarto. Se dirige al elevador. Por un momento se detiene, se vuelve hacia la mesa y luego retoma el rumbo, exagerando su caminar ondulante. El vestido entallado resalta la redondez de sus nalgas. Stephen le sigue el trasero con la mirada. Intercambiamos una complicidad sonriente. Afuera, crece el rumor de la manifestación. |
Carlos Martín Briceño
de "Caída libre"
http://carlosmartinbriceno.wordpress.com/
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