En su vida pidió una mascota y cuando visitaba a sus compañeros se
entretenía con maldades a peros y gatos, canarios y hámsters. Por
entonces lo hacía por impulso, pero cuando creció desarrolló una
larga serie de argumentos para justificar su militancia
antiecologistas. Recordaba fragmentos bíblicos donde un El Creador
ponía a la naturaleza al servicio del hombre y definía a los
movimientos ecologistas como un gran negocio.
Lejos de preocuparse por las criaturitas de Dios, Juan defendía el
uso de las pieles y los cueros más exóticos en todo tipo de
vestimentas. En su negocio de baratijas llegó a tener billeteras y
portadocumentos de piel de cocodrilo que le traían de Paraguay y
alguna vez armó lindos ceniceros con caparazones de tortuga que le
proveían en una Feria de Pompeya. “Empetrolemos a nuestros niños”,
solía decir instando a sus amigos ecologistas a interesarse por las
condiciones de vida de los chicos que vivían en las zonas más
desfavorecidas del Gran Buenos Aires en lugar de enrolarse en la
defensa de los pingüinos emperadores.
Vivía en un dos ambientes del costado más gris de la Plaza Once, en
un edificio que podía haberse vanagloriado de ser el del famoso
poema de Baldomero “setenta balcones y ninguna flor”. A pesar de la
insistencia del portero no se preocupaba por separar los residuos y
desoía los consejos de su madre para ahorrar agua y energía.
En líneas generales, Juan llegó a los 40 muy conforme consigo mismo
y con su vida. No había logrado una pareja pero estaba en armonía
con su entorno y sabía tomar lo quería. Satisfacía sus instintos, se
daba los gustos sin necesidad de tomar ningún compromiso.
En eso pensaba una mañana rumbo a su trabajo: Se sentía satisfecho
por ser fiel a sus convicciones sin preocuparse por el qué dirán. No
iba a enrolarse en la corriente verde, sólo por seguir la moda. En
la época del reciclado y el calentamiento global no estaba dispuesto
a creer ninguna de las profecías apocalípticas sobre el futuro del
planeta.
Al doblar por Hipólito Yrigoyen se distrajo mirando a una mujer que
llevaba una bolsa de compras ordinaria, tejida con sachets de leche.
Una de sus novias se obstinaba en usar cosas parecidas. Quizás, la
había dejado por su mal gusto. Y eso que era una linda chica.
Esperó pacientemente a que el semáforo le diese vía libre para
cruzar Yrigoyen hacia el garaje. Eran unas pocas cuadras pero no
estaba dispuesto a caminar, y menos aún a usar su bicicleta.
Un torbellino de hojas secas lo envolvió con sus ocres, sus
amarillos, sus rojos y sus dorados. Giró con violencia a su
alrededor y algunas ramas se metieron en sus ojos. Lagrimeó y notó
que no podía ver pero avanzó a tientas mientras intentaba apartar de
su rostro el remolino tornasolado. Percibió un cambió de luces en la
esquina y supuso que el semáforo le había dado paso.
Caminó tambaleándose, pero sus pies tropezaron con el gato de la
imprenta de enfrente, súbitamente entusiasmado por la ronda otoñal.
Trastabilló y comenzó a caer sin preocuparse por esquivar al animal.
En la comisaría, el camionero contó un rato más tarde, que lo vio
caer delante de su vehículo con su cabeza repleta de hojas secas y
sus piernas, enredadas en un gato negro que, naturalmente, supo
escapar del impacto a tiempo.