Cierto que siempre portaba un arma bien cargada a la vista, pero le
servía para evitar problemas y allanarse el camino a la caja. Llegó
a los 65 sin haberla usado jamás. Bastaba con el poder persuasivo de
su voz que pedía colaboración, dinero y algunos productos novedosos
si se trataba de un negocio de electrodomésticos. ¡Cómo disfrutaban
sus hijos de los juguetes de última tecnología!
Para sí mismo Héctor había resuelto hacía años que él no perjudicaba
a nadie. Jamás elegía una mercería o un almacén de barrio para que
los dueños tuviesen que correr con las pérdidas. Prefería bancos,
casas de cambio o locales de las grandes cadenas que contaban con un
cuantioso seguro. Quién sabe, a lo mejor hasta les hacía un favor.
A lo largo de los años y merced a su carrera delictiva Héctor logró
darle un buen pasar a su familia. Vivían en el bajo de Martínez, a
pocas cuadras de Libertador. Disfrutaban de los electrodomésticos
más novedosos; Margarita, su mujer, llevaba ropa, relojes y carteras
de marca y no les hacía faltar nada a sus hijos. Wii o Play, mp3 o
netbook, tenían las últimas novedades. El se contentaba con algún
traje de buen corte y el mejor champagne para celebrar cada golpe.
Además de buen padre y esposo llegó a ser un buen vecino. Se anotó
en el gimnasio, se hizo socio de la biblioteca de la calle
Aristóbulo del Valle y empezó a colaborar con la unión de padres del
colegio de monjas al que iban sus hijos. Incluso disfrutaba las
charlas en un local al que ya se había hecho habitué: una casa de
transformadores de la calle Hipólito Yrigoyen adonde iba cada vez
que conseguía un electrodoméstico.
Los nenes no sabían nada sobre las actividades del padre. Prefirió
preservarlos. Para no avergonzarlos con Margarita alternaban entre
dos expresiones tan ambiguas como respetables: "gestor de negocios"
y "representante comercial". Una explicación similar recibieron los
familiares , amigos y vecinos. Al fin y al cabo, él no le hacía mal
a nadie y elegía blancos en Morón, Lomas de Zamora, Quilmes o
Avellaneda. No quería complicaciones en la zona norte.
Cerca de los 60 notó que el negocio empezaba a decaer. Los centros
comerciales habían contratado seguridad privada. Empezó a visitar
los barrios menos acomodados pero volvió con unos pocos pesos y la
sensación de que el asalto mandaba a la quiebra a los dueños del
local.
Y llegó una propuesta que no pudo rechazar. Fue una noche de copas
en un bar de Boulogne donde solía escaparse para estar entre
desconocidos si acaso el alcohol le soltaba la lengua. Allí se
encontró con otros como él charlando a viva voz sobre un negocio que
tenían entre manos. Aunque estaban en mesas diferentes podía
escuchar sus planes para robar un banco. Terminó acercándose para
hacerles dos sugerencias. La primera fue que bajasen el volumen de
sus voces y la segunda, que lo sumasen al grupo para planificar
mejor el evento. Su principal capital y el que lo convirtió en un
pilar de la banda fue su imagen respetable.
Así fue como pasó el siguiente mes visitando un banco de Acassuso
donde sacó una caja de seguridad para guardar lo que dijo, eran
joyas de su abuelita fallecida. Aprovechó las gestiones para tomar
nota de las instalaciones del banco y la ubicación de la bóveda de
cajas de seguridad donde los vecinos guardaban sus tesoros más
preciados. El resto fue hacer un túnel desde una propiedad cercana y
alzarse con joyas, dinero y alguna que otra chuchería.
Se reencontraron en el bar de Boulogne y acordaron repartir la
ganancia y separarse para que nadie pudiese vincularlos con el robo.
Los diarios y los noticieros se habían hecho un festín con aquel
golpe que desposeyó a ricos y famosos de la zona, y daban cuenta de
los escasos progresos de la policía y la justicia para encontrar a
los culpables. Por eso los integrantes de la banda se despidieron
con pasajes en el bolsillo para distintos destinos. Uno viajaba a
Europa; otro, al Uruguay y un tercero quería perderse en el sur.
Héctor prefirió no apurarse. Distribuyó dinero en distintos
escondrijos de su casa para que Margarita tuviese a mano mientras él
faltase y se despidió de ella y de sus hijos por un tiempo, con la
promesa de comunicarse y volver a buscarlos cuando la investigación
del robo terminase.
Pero no se animó a irse del país. Pudo más su necesidad de estar
cerca de su familia. Pudo más su barrio, Martínez, del que le
costaba despegarse incluso por un tiempo. No quiso alejarse de las
barrancas y las casas bajas, de los naranjos en las veredas y las
vecinas que hacen las compras en bicicleta.
Le regaló un pasaje con destino exótico a un amigo con la condición
de que saliese del país usando su DNI. Después podía disfrutar a sus
anchas y volver a entrar con sus propios datos. La idea es que si la
investigación lograba relacionarlo con el robo, siguiese su pista
hasta el exterior.
Se alquiló un PH en la Diagonal Salta, a pocas cuadras de la plaza 9
de Julio y a unas cuantas de su propia casa. Se juró no pisar el
colegio de los chicos, ni la biblioteca ni acercarse a su familia. Y
más cuando empezó a enterarse por los diarios y la televisión de que
las pericias avanzaban y los vecinos del banco habían identificado a
los inquilinos de la casa desde donde se hizo el túnel. A los pocos
días un mozo de un cafetín de Boulogne ganó espacio en los
noticieros y los programas de entrevistas contando que les sirvió
café y ginebra a los ladrones mientras planificaban el golpe.
Las fotos de los cómplices empezaron a ocupar la sección de
policiales de los diarios y la televisión. También mostraban la suya
pero eso no le preocupaba porque se había cambiado el color del
pelo, llevaba barba tupida y el ocio le había dejado una prominente
barriga ajena a su estado atlético de otras épocas. Además, los
medios contaban que los investigadores seguían la pista de la banda
en el exterior, ya que la mayoría de los integrantes habían salido
del país.
Pasaron varios meses en los cuales el único contatco con su familia
fue ver las fotos que los hijos publicaban en las redes sociales. No
se animaba a escribirles por temor a ser rastreado, así que se
contentaba con ver sus imágenes en cumpleaños y actos escolares.
Hasta que pensó que el peligro había pasado. Los diarios sólo
hablaban del caso de cuando en cuando, pero estaban concentrados en
los juicios que los disgustados clientes le estaban haciendo a la
entidad bancaria. Ninguna noticia sobre la búsqueda de los
culpables, así que ya era tiempo de festejar y reunirse con su
familia.
Planeó un asado en el PH de Martínez y una mudanza a algún otro
lugar del barrio. Tenía que recorrer Olivos, quizás encontraría por
ahí alguna zona parecida a su barrio. Los chicos podían cambiar de
colegio. ¡Había tantos en la zona! Compró regalos para ellos y algo
especial para Margarita pero no se olvidó del champagne. Era la
cábala y a la vez el ritual cada vez que un golpe salía bien.
Después creó una casilla de mails con un nombre que había acordado
previamente con su mujer. Era el de una amiga de la infancia de
ella, que se alegraba de haberla reencontrado y la invitaba a
almorzar con sus hijos, para recordar los tiempos idos.
El timbre sonó unos minutos antes de la hora acordada, cuando las
achuras empezaban a crepitar en la parrillita del fondo. Abrió
entusiasmado dispuesto a a encontrarse con los rostros de sus hijos,
pero se topó con un grupo de policías de la DDI armados hasta los
dientes.
Mientras esperaba para declarar y calculaba que no le darían menos
de 10 años, un oficial le dio una pista sobre el dato que los llevó
hasta él: "Una verdadera casualidad. Fuimos a comprar cargadores
para los GPS y mencionamos que estábamos buscándolo porque había
sido vecino de Martínez. Entonces el dueño de una casa de
transformadores de acá cerca, recordó que lo conocía y que esa misma
semana otro cliente le mencionó la misma marca de champagne que a
usted le gustaba. Le pareció extraño, porque poca gente la conoce.
Aquel bobinador fue tan gentil que hasta nos aportó su dirección ya
que se había hecho traer una fuente para un juego de Playstation.
Qué quiere que le diga. A usted lo perdió Martínez. ¡Y el champagne,
claro!