Pero claro que Rubén Argomaniz no lo
sabe. El no me conoce. Solo cambiamos algunos mails. Los suyos
empezaron como un reproche furibundo porque el suplemento en el
que trabajo confundió Del Viso con Garín. El vive en esta última
localidad, un sitio abandonado a la buena de Dios y a la
solidaridad de los vecinos. Me escribe para contarme que Garín
existe en algún lugar del mapa de la zona norte de la provincia
de Buenos Aires. Que tiene una casa de la cultura y una
biblioteca y un cuerpo de bomberos voluntarios que cumple 35
años. Le propongo hacer una nota y me invita a conocerlos una
tarde de verano.
Me cuesta aceptar. No quiero tener
nada que ver con esa gente que no se detiene ahí donde yo
vacilo. Pero le debo una a Rubén, enrolado en una cruzada por
reivindicar a "su" Garín y allá voy con un remisero somnoliento.
Me pregunto si mi chaperón será bombero o jefe del cuartel. Pero
me encuentro con un señor de bigotes que ni bien sube al auto
cuando pasamos a buscarlo me advierte que jadea porque tiene
EPOC. No lo imagino sobre una autobomba o tratando de dominar el
potente chorro de una manguera.
Mientras nos guía hasta el cuartel me
cuenta que integra la comisión de vecinos que ayuda a los
bomberos. "Cuando me detectaron este problema respiratorio,
además de dejar de fumar decidí cambiar de vida. Empecé a
trabajar menos, a disfrutar de mi familia y me acerqué a
colaborar con los muchachos del cuartel". Junto a él hay otros
vecinos. Algunos son comerciantes prósperos y otros jubilados
que cuentan las monedas para llegar a fin de mes. Pero todos
colaboran con el cuartel. Arman rifas, cenas y festivales,
timbran casa por casa para que a los muchachos no les falte
nada.
Después de cruzar la barrera llegamos
a la sede del cuartel, en la calle San Luis al 3.700. En el
camino transitamos barrios de casas bajas, calles de tierra y
otras sembradas de pozos. Rubén hilvana quejas: zanjas
inundadas de barro a la vera de las calles, árboles sin podar
desde hace años, una red de gas que demora en llegar a todos los
vecinos y uan desidia gubernamental que genera que muchos
vecinos prefieran decir que viven en los Altos de Pilar en vez
de en Garín. "Lo dicen para jerarquizarse pero también para
vender mejor sus casas. En vez de escalar como en todos lados
los precios de las propiedades se desvalorizaron muchísimo
porque faltan pavimentos, cloacas, seguridad, todo", resume el
hombre que sabe de qué habla ya que trabaja en una inmobiliaria
garinense.
Con semejantes prolegómenos pienso
que voy a encontrarme con un patético cuartel de lo más profundo
del conurbano bonaerense. Pero al entrar al galpón mis
preconceptos se desmoronan. Puedo contar al menos diez móviles
de todos los tamaños. Todos están relucientes. Hay autobombas
con acoplado y una escalera de unos
50 metros
de alto y otras más pequeñas destinadas, según me explican, a
acudir a incendios más chicos. Pero también hay camionetas y
camiones y hasta un jeep. Igual, mi favorito es el auto del
comandante. Una especie de Cadillac descapotable en el cual
puedo imaginarme a una estrella de rock o una versión corpórea
de la Barbie. Es
rojo y dorado y en una de sus puertas lleva pintado el logo
"911".
Mientras camino fascinada entre los
vehículos y me doy el gusto de trepar a la autobomba me olvido
de mis pesadillas. Rubén me mira corretear y me propone conocer
a los hombres que están de guardia, de los 65 que componen el
cuartel. Ahí aparece Quique Escalante, el subcomandante a cargo,
en ausencia del jefe que está en los Estados Unidos. Me cuenta
el motivo del viaje. Hace unos años, en una noche de guardia
Quique y otro compañero se contactaron con
la Fundación
911, una ONG estadounidense dedicada a brindar capacitación y
apoyo técnico en casos de emergencias o catástrofes. El nombre
alude al día del ataque a las Torres Gemelas y el objetivo a
preparar a las áreas encargadas de la defensa civil para otros
hechos semejantes.
Durante un tiempo los mails fueron y
volvieron y al cabo de unos meses las autoridades de
la Fundación
llegaron a ver cómo trabajaban los bomberos voluntarios de Garín.
No se preocuparon por las calles de tierra ni por las plazas
descuidadas. Pero quedaron fascinados por el empuje de esos
hombres que cumplen guardias de 30 horas semanales sin mayor
compensación que un seguro de vida por accidente y la promesa de
una jubilación, pasados los 65 años. Ahí Quique me aclara que
los bomberos no tienen sueldo y cada uno de ellos tiene un
trabajo fuera del cuartel para mantener a su familia. "Yo
trabajó en una fábrica y ayer cumplí mi turno de ocho horas. Ni
bien me acosté con mi señora empezó a sonar la sirena. Ella
empezó a rezongar porque la nena estaba durmiendo y además le da
miedo que me venga en bicicleta cuando es noche cerrada. Pero
tenía que venir", dice uno de los hombres, sonrisa de niño,
ojos inmensamente azules.
¿Habrán sido sus ojos? ¿Habrá sido su
coraje? La gente de
la Fundación
foránea se entusiasmó con el cuartel y comenzaron a mandar no
sólo móviles último modelo sino también instructores para dar
cursos de rescates, defensa civil, evacuación en incendios y
control de daños. En alguna oportunidad Garín fue la sede
nacional de un Congreso al que llegaron bomberos de todas las
latitudes de
la Argentina. De Ushuaia a
La Quiaca, como en aquel disco de León Gieco.
La recorrida nos lleva a la torre de
control, un balcón de madera con el frente vidriado. Desde allí
un bombero de guardia atiende las llamadas de auxilio y hace
sonar las alarmas que ponen en funcionamiento la maquinaria del
cuartel. Los hombres se enorgullecen de que en los últimos meses
lograron bajar el tiempo de salida de las autobombas. Para
mejorarlos colocaron un perchero con cascos, botas, hachas,
pantalones, botas y camperas antiflamas en la entrada del
garaje. Me pregunto cómo me vería con ese atuendo, pero sólo me
dejan probarme un casco. No tienen espejo dodnde pueda mirarme.
Maldigo la falta de coquetería masculina.
"En el último tiempo hemos tenido que
rescatar caballos caídos en un pozo ciego y bajar un gato de un
árbol, pero también intervinimos en incendios enormes como el de
la fábrica de pinturas ALBA y otros en grandes plantas
industriales que abundan en la zona. Incluso recibimos un
premio de Autopistas del Sol, la concecionaria de
la Ruta Panamericana, por salvar a una familia que
había quedado atrapada en un auto después de un choque", enumera
Escalante, el subcomandante del cuerpo que interviene en unos
570 incidentes anuales, con un promedio de entre 40 y 50 por mes
que se incrementan cada diciembre por la sequía de los
pastizales de la zona y la fascinación de los vecinos por la
pirotecnia.
Mientras hablamos suena la alarma. La
estridencia del sonido agudo me hace temblar y motoriza mis
antiguos temores. Rubén sigue a mi lado y se entusiasma con la
oportunidad que le brinda el pedido de auxilio. "¿Querés salir a
un auxilio?". Muero por ir y sé que voy a morir de miedo. El
operador alerta que se trata del incendio de una casa. Eligen
una autobomba mediana y me explican en detalle algo sobre el
agua que van a necesitar, pero no lo entiendo. Sí me queda claro
que en caso de necesidad, sacarán el resto de los vehículos y
alertarán a los cuarteles vecinos para que envíen sus
dotaciones. Muchos tienen con los hombres de Garín una deuda de
gratitud ya que por su intermedio recibieron donaciones de
la Fundación 911.
Me acomodo en la autobomba roja y
brillante y trato de no molestar. Me prometo no hablar ni hacer
preguntas. Me alcanza con tomar notas. El vehículo sale
disparado por las calles de Garín. Dobla desenfrenadamente en
algunas esquinas y reduce la velocidad o cruza hacia el carril
contrario en las calles bacheadas. "Tenemos estudiados los
caminos más rápidos para llegar a cada lugar de Garín. Y también
nos aprendimos los pozos para no romper la autobomba ni
demorarnos pro un accidente", me explica uno de los hombres.
El viaje no dura más de dos minutos
peor se me hacen eternos. Imagino las llamas abrasando las
paredes. Los gritos de los ocupantes de la casa. Aquel olor del
negocio de mi padre. Deseo haber dicho que no. Deseo estar en mi
casa con mis hijos. Pero una vuelta a la esquina y vemos unos
cuantos vecinos curiosos frente a una casa baja con un galpón al
costado. Un hombre empuña un matafuegos con fuerza. Alguien se
lo ha acercado. La espuma cubre una esquina del galpón. Una
mujer se acerca restregándose las manos. Nos explica que su
marido estaba usando una amoladora y una chispa encendió un
bidón de nafta.
La pareja agradece a los hombres que
bajaron de la autobomba. Yo vuelvo en el remís que nos siguió a
corta distancia. Siento alivio porque no hubo fuego ni
destrucción ni derrumbes. Pero también una cierta decepción. Me
había imaginado una película diferente. Plena de heroísmo y
actos de arrojo. Los bomberos no comparten mi sentimiento. "Así
es mejor. Preferimos que nos llamen antes de intentar apagarlo y
que cuando lleguemos esté extinguido a que avisen cuando no
tuvieron éxito y los daños son irreparables", filosofa José
Salto, uno de los más veteranmos en las lídes de campear el
fuego.
A su lado Franco Conidi se
enorgullece de que participó en varias salidas desde que
ascendió a bombero, apenas cumplió los 18, después de seis años
de ser cadete. "Vine a los diez años a visitar el cuartel y me
encantó Ahora es un orgullo acudir a un llamado", cuenta y
admite que ser un servidor público lo convirtió en el héroe de
sus ex compañeras del secundario.
Me ofrecen un diploma de bombero
honoraria pero no creo haberlo merecido. Repasamos la historia
del cuartel que nació en una vieja fábrica de soda abandonada.
Me la cuenta "Totocho" Bozzano, uno de los integrantes de la
comsiión directiva que llegó a poner dinero de su bolsillo para
comprar el Volvo 47 que fue la primera autobomba. Me despido con
la promesa de que voy a volver a la cena navideña en la que los
voluntarios y la comisión festejan con su familia y reparten
premios entre quienes se destacaron a lo largo del año.
Esa noche vuelvo a soñar con fuego.
Las llamas trepan las paredes del negocio de mi padre. Se
ensañan con los marcos de las puertas y los aparatos
electrónicos acomodados en las estanterías. Desde el techo
alcanzan las ramas más bajas del árbol de tilo de la vereda. De
pronto una lluvia fina lo empapa todo, me moja la cara y la
ropa. Me pregunto si allá en Garín habré conjurado mi miedo.
jueves, 12 de julio de 2012