Vea, en ese entonces en el pueblo había más gente. Fíjese que el
tren pasaba una vez a la semana y la gente aprovechaba para ir a
Buenos Aires a visitar parientes. Las señoras también viajaban al
comienzo de la temporada para ver las grandes tiendas y comprarse
los últimos modelos de vestidos y sombreros. Calcule usted que entre
los empleados del ferrocarril, sus familias, los comerciantes, las
maestras de la escuela vivían acá unas 300 personas, muchas más que
ahora. Eso sí, todas se conocían.
Fue por esa época que llegó la Rubia. A mediados de la década del
30. yo era pibe pero me acuerdo bien porque en ese entonces las
mujeres no andaban solas. Ella llegó con sus cosas y se instaló en
una pieza que le alquiló a doña Aída, enfrente de la plaza. Lo
primero que contó es que era de Bocayuva. Usted, sabe, un pueblo de
mala muerte a pocos kilómetros de acá.
Venía casi escapada dejando, un tendal de deudas y favores impagos.
Su marido había estado enfermo varios años y entre las cuentas del
médico, los gastos de medicamentos y el mantenimiento de la casa los
ahorros de la familia se habían esfumado y en el pueblo habían
empezado a negar el saludo o mirar con insistencia al matrimonio en
las escasas salidas que hacían. Cuando el hombre murió, la Rubia,
como la empezamos a llamar ni bien llegó, prefirió levantar
campamento y mudarse a otro lado.
Contaba que tenía una hija en Buenos aires, “Carolita”. La nena
había ido a buscar trabajo para colaborar con la devastada economía
familiar. Se acomodó bien como dactilógrafa en la Compañía
Telefónica y mandaba puntualmente una buena parte de su sueldo que
la madre repartía entre acreedores. Según contaba mi madre nunca
nadie había visto a Carolita en nuestro pueblo. La Rubia decía que
no venía de visita porque usaba los fines de semana para hacer
cursos de vuelo, porque la nena era toda una piloto.
Ahí fue cuando todo el mundo empezó a desconfiar. Las señoras decían
que la Rubia estaba loca y que seguro que se había escapado de un
manicomio. Algunas se empeñaron en mandar a sus maridos a Bocayuva,
para descartar la historia de la tal Carolita. Pero los que fueron
sólo trajeron del pueblo unos pocos datos. Que era cierto que la
mujer era viuda, que recordaban una hija bastante linda, por cierto,
pero que se fue un día en el tren y no volvió a aparecer.
Para ese entonces ya todo el pueblo la miraba mal y le rehuía para
no escucharla contar sus historias fantásticas. Las señoras jamás la
invitaron a uno de sus tes ni a las quermeses de caridad que se
organizaban en la parroquia. Los hombres dejaron poco a poco de
tocarse el sombrero para saludarla y más de uno de nosotros, que
éramos unos mocosos, la corríamos gritándole: ¡Loca!.
Ella hacía como que no se daba cuenta. Se quedaba pasando las horas
en la pensión. De vez en cuando salía a caminar por la plaza y le
daba de comer a las palomas y sólo se daba el lujo de ir al cine una
vez al mes. Dicen que le gustaban las películas de amor, y más de
una vez salía con el maquillaje corrido por las lágrimas. Pero una
vez se fue antes de ver la película cuando en Sucesos Argentinos
pasaron una noticia sobre una tragedia aérea.
Después de un par de años todos, los grandes y los chicos, nos
habíamos dado cuenta de que la Rubia era inofensiva. Preferíamos no
tenerla cerca para que no empezase con las historias de su Carolita,
pero sabíamos que ninguno se iba a despertar una mañana con un
cuchillo atravesado en la garganta. Ella era una loca inofensiva y,
aunque nos intrigaba que no cambiase la fábula y que no empezase a
contar un día que la chica era artista en Hollywood o que se había
casado con un príncipe europeo, acabamos por encariñarnos con sus
delirios de grandeza. Pensamos que el berretín de la mujer era
fantasear con que su hija, que la tenía bastante abandonada, era una
aventurera. Y que forjaba el sueño cada domingo cuando se tomaba el
tren a Buenos Aires, para visitar a la chica desamorada.
Pero un día la Rubia volvió entusiasmada de la Capital. Traía un
traje sastre muy sentador, que decía, le había comprado la nena en
Gath & Chávez y un sombrero hecho a mano en una sombrerería de la
Avenida Santa Fe. Contó que los había estrenado para ir al aeródromo
de Morón donde su hija había hecho una exhibición. Ahí nomás
empezaron las risas. Algunos dijeron que se había conseguido un
novio que la mantenía. Otros, que la Rubia, que a decir verdad
estaba bastante buena todavía, había agarrado la mala vida y que
cada viaje a Buenos Aires se dedicaba a buscar clientes para
cambiarles amor por dinero. La mujer del peluquero fue más allá y
aseguró que era una viuda negra que iba matando infelices para
robarles todo lo que tenían.
Por supuesto que ella nunca se enteró de lo que pensábamos porque
esas eran cosas que se comentaban por lo bajo, a la salida de misa,
en la cola del almacén, o en los bailes de la sociedad de fomento.
Hasta que un día le confió a doña Aída que su hija Carolita iba a
venir a visitarla, el domingo siguiente. La dueña de la pensión no
guardó mucho el secreto y se lo contó a su amiga Lina, la panadera.
Pero la cosa no paró ahí ya que Lina se lo dijo a su marido y él lo
comentó en el bar, en medio de una partida de dominó. Para el sábado
a la tarde todo el pueblo estaba enterado de que el domingo venía
Carolita y muchos habían querido hacerla hablar del tema a la Rubia.
Pero ella que, para ese entonces ya se olía que en el pueblo no le
creían y la trataban de loca, no quiso soltar prenda. Sólo anunció
que la nena llegaba a eso de las 11.
El domingo amaneció soleado y hasta el padre José acortó la homilía
de la misa de las 10 para poder acercarse a la estación a ver si
llegaba la famosa Carolita. Algunos curiosos se habían instalado en
las mesas de la vereda del bar, enfrente de la estación y los más
impertinentes se acomodaron en el andén. La mayoría especulaba con
la cara que iba a poner la Rubia cuando viese que la nena no bajaba
del tren. Pero lo raro es que ella no aparecía.
Cinco minutos antes de la hora, la estación era un hervidero de
gente. El boletero se había quejado varias veces del ruido y algunos
buscavidas se habían acercado a vender pastelitos, tabaco y papel
para armar cigarrillos y caramelos para entretener a los chicos.
Manuel Podestá, un empleado de la municipalidad que a veces
garabateaba alguna noticia para el diario de Trenque Lauquen había
hecho valer su condición de hombre de prensa y esperaba en la
primera fila la llegada de la formación.
De pronto unas líneas de humo rasgando el cielo y el inconfundible
pitido del ferrocarril. Llegó con puntualidad inglesa, pero cuando
se detuvo en la estación sólo bajó el guardia medio amodorrado para
saludar al boletero. Los curiosos se animaron a meter la cabeza por
las ventanillas buscando a la chica, pero sólo vieron a una familia
que viajaba con sus gallinas y todo para instalarse en Santa Rosa.
Cuando el tren se fue la gente empezó a desconcentrarse,
desilusionada. Los más atrevidos querían ir a reprocharle a la Rubia
la pérdida de tiempo y atravesaron la plaza hasta la pensión. Pero
cuando llegaron ella estaba saliendo. Llevaba un pañuelo en la
cabeza y una canasta de la que salía un inconfundible olor a
milanesas recién hechas. Ni amagó a ir a la estación y salió
caminando por la calle principal hasta la otra punta del pueblo.
La gente intrigada comenzó a seguirla sin hacer caso de un zumbido
ensordecedor que obligaba a los mayores a hablar a los gritos y a
los chicos a taparse los oídos. Fue entonces cuando alguien señaló
el cielo. Era una avioneta celeste metalizada que refulgía bajo el
sol del domingo. Ni los más mundanos recordaban haber visto una así
en su vida. Después de todo, el pueblo no tenía aeródromo y no eran
muchos los que atravesaban la pampa.
La chica sobrevoló la plaza, la iglesia, el almacén de ramos
generales, la pensión y la panadería. Ajena a las especulaciones
saludaba con la mano y obsequiaba a los vecinos una enorme sonrisa.
La madre corrió con su canasta hasta el final del pueblo, con
lágrimas en los ojos, como cuando salía del cine. Cuando Carola
aterrizó en medio de la ruta polvorienta se confundieron en un
abrazo interminable. La Rubia acomodó la canasta y se subió a la
avioneta. En pocos segundos eran un zumbido molesto que pronto se
convirtió en un punto brillante en el horizonte. No volvieron más, y
créame que hicieron bien.