En busca de Jaime Chong |
Al
llegar quedó como plantado ¿Cuándo y cómo había decidido regresar?
Sintió un cachetazo de luz
blanca, la belleza de la ciudad penetró todos sus sentidos, como un autómata
comenzó a caminar mezclándose entre el gentío. El aire propagaba el
olor del “ chupe” con tripas de carne, seguro estaba cerca de una
“Picantería”, decidió buscarla,
tenía hambre, se le hacía difícil avanzar, el pueblo estaba de
fiesta, era la semana de festejos conmemorando su fundación, por la noche
habría fuegos artificiales en la Plaza de Armas. El colorido de las ropas
de los pueblerinos, la música, los bailes espontáneos, los estandartes,
los iconos religiosos, las construcciones coloniales y las casas blancas,
donde las piedras de “sillar” volcánicas reflejaban la eterna
luminosidad del lugar, le provocaron un nudo en la garganta y no pudo
evitar las lágrimas. Su cámara fotográfica colgaba inerte sobre su
hombro, hecho curioso, él que sólo vivía para el sonido del “ flasch”.
Tuvo conciencia de su ser, estaba en el lugar donde había nacido.
Recordó qué vientos lo habían llevado a volver a su continente, la
enfermedad de su madre produjo la decisión de regresar a Buenos Aires,
dejó su apasionado deambular por el mundo en busca de la imagen perfecta
de una erupción volcánica, era un irredento “ Cazador de volcanes”,
sí dejó todo y acompañó a
Tina hasta el último momento. Luego de tantos años de silencio pudieron
reencontrarse en las
profundas charlas que se debían, la separación con su padre la había
destruido, no tuvo el valor para enfrentar a su familia de origen italiano
que rechazaba desde los inicios la relación de Tina con un hombre de raíces
indígenas por médico que fuere, la constante tensión había desgastado
al matrimonio, ella decidió regresar con sus padres a Buenos Aires, junto
a su hijo, pero Manuel ya era adolescente y jamás olvidaría el lugar de
los Andes en que había nacido y criado, esa tierra lo poseía hasta
esculpirlo en sus rasgos. El anochecer los sorprendía con una cierta placidez por las horas de confesiones respecto
a la fuerte historia familiar. Cuando la primavera se anunciaba en los
paisajes porteños, Tina murió y su niñez pareció refugiarse en ese
instante. Ocurrió todo muy rápido, tuvo necesidad de respirar su tierra
natal, la de los Córdoba Fonseca y ahí se encontraba. Se
sintió guiado por los olores pero no pudo evitar mirar hacia donde todo
su cuerpo se lo pedía, el cosquilleo lo atravesaba hasta el estómago, ahí
estaba el "Misti", bello,
imponente. Su cono nevado le daba una apariencia de inocente expectativa,
como disimulando su terrible pasado de erupciones destructoras, él no le
creía, sabía que estaba alerta, amenazando. Decidió concentrarse en su
hambre, allí se veía una banderilla roja, un antiguo símbolo que
denunciaba la presencia de la "Picantería”,
entró. El ambiente estaba habitado por el humo despedido por la cocina de
adobe, donde ardían leñas de sauce calentando la olla de barro que
cocinaba los guisos y potajes. Los rayos del sol, penetrando por las
claraboyas, jugaban con la humareda, ennegreciendo
aún mas las paredes. Se sentó y tuvo la certeza que no habría nada que
lo hiciera más feliz en ese momento, estaba en el templo donde se
refugiaban las sustancias y los sabores de las comidas típicas que
arrastraban una historia milenaria de ese lugar de los Andes. Comió con
deleite el chupe con tripas de carne de res, chicharrón, rocoto, verduras y
tostado. Pidió una cerveza arequipeña bien fría, al beberla sintió
como una caricia fresca en su ardiente paladar, el rocoto le hacia arder
la lengua, sonrió al recordar que llamaban ½ Hot a ese pimiento verde
peruano, debido a que picaba lo suficiente pero no tanto como para no
sentirle el sabor. Mientras disfrutaba de la comida veía pasar por las
vitrinas a la gente alborotada por la fiesta, sus caras de típicos
rasgos indígenas y mestizos le hizo recordar a su casi centenaria
abuela, Doña Ñust’a Amaru.
Entre el gentío se mezclaban extranjeros que sacaban fotos sin cesar, su
cámara posaba en la silla de al lado, como la compañera que era, sabía
que en esos momentos el silencio debía mitigar el impacto de la
nostalgia. Miró la hora, a las tres de la tarde iría a la Iglesia, no
sabía con qué se encontraría. Ni bien había arribado al hotel le envió
una esquela al viejo, en respuesta le dio la cita para esa hora. Decidió
que recién al otro día iría a la casa de su abuela, por ser la primera
jornada eran suficientes las emociones. Salió reconfortado a caminar por
las calles de su infancia, sentía como si su verdadera piel cubría
nuevamente su cuerpo, sumido en sus pensamientos caminó por más de media
hora, unos niños lo atropellaron y lo hicieron volver a la realidad, los
recuerdos quedaron en una noche de riña de gallos que junto a su padre
estaba presenciando, ahí fue donde conoció a Jaime Chong. Dentro
de los “ Coliseos” arequipeños era uno de los más humildes pero eso
no evitaba la presencia de ilustres profesionales, políticos, artistas
que se citaban los domingos a presenciar la riña de gallos. Éstos, de
hermosos colores, siempre prestos para el combate y con sus espolones
especiales diseñados para la lucha, enardecían a las multitudes que apostaban frenéticamente por sus favoritos. El Doctor
José Córdoba Fonseca ignoraba su existencia de médico, de padre de
familia, de conflictuado
humano descendiente de etnias marginadas, sólo existía ese momento, su
cara se transfiguraba, su
adrenalina lo llevaba al vértigo, le
hacía doler las mandíbulas, lo erguía a la máxima tensión, tenía
que ganar. A su lado en una actitud supervisora y delirante, con sus párpados
oblicuos cubriendo la mirada sobre todo
el espacio y lo que allí ocurría estaba su amigo, mestizo de indígena y
chino, Jaime Chong, el gallero. Éste al ver al joven con cara de espanto
ante la feroz y sangrienta riña y a la vez de orgullo de acompañar a su
padre en el espectáculo que se consideraba sólo para hombres, lo tomó
del hombro y le dio unas palmadas, su cara de marfil arrugado le sonrió
y Manuel supo, con sus catorce años, que había encontrado un
amigo para toda la vida. La
pequeña Iglesia tenía el aspecto lógico de una estructura del siglo
diecisiete, pero a pesar de la antigüedad, de su evidente cansancio, lucía
triunfante sobre el paso de los siglos y las catástrofes sísmicas y volcánicas
propias de la región. La perenne luz provocaba el resplandor de sus casi
blancos muros pero un amarillento matiz indicaba que el sol recién se
alejaba del cenit. Manuel sintió el impulso de entrar, tenía unos
minutos antes de las tres pero
para su sorpresa el portón delantero estaba con candado, rodeó el lugar
buscando alguna puerta lateral, en una de sus vueltas encontró un pequeño
laberinto donde al final se veía una diminuta puerta de madera la cual se
abrió fácilmente. La nave de la Iglesia estaba solitaria, la luminosidad
que entraba por los vitrales casi lo cegaba, buscó la imagen de Cristo en
el altar superior, al bajar la vista se sorprendió
ante la figura de un campesino arrodillado, su actitud era piadosa
y de penitencia. Sobre su sombrero que se parecía al de un espantapájaros,
mágicamente volaban con una sutil coreografía, una bandada de golondrinas que
parecían desafiar al lugar sagrado, al tiempo detectado por los humanos,
a los sentidos, a la realidad. El campesino
volvió su mirada hacia Manuel, sus ojos oblicuos lo miraban desde
su misteriosa existencia. Ya
fuera de la iglesia se abrazaron, la apariencia casi cómica del gallero
hizo sonreír al fotógrafo, había algo en él de sobreactuación,
desconfiaba de su humildad ya que había sabido por su padre de la riqueza
que había acumulado con las apuestas de las riñas de gallo y respecto a
su religión no dudaba que tenía un origen sincrético personal e
intransferible. _
Manuel, le dijo entregándole un paquete, quería darte esto, se lo olvidó
tu padre uno de los Domingos cuando estaba en la ciudad, pero con el
tiempo supe que no fue un olvido sino un mensaje para vos. Caminaron un largo rato, Manuel sintió en su madurez que su vida se prolongaba en la del viejo, charlaron y se acompañaron con silencios, quedaron en verse en esos días de su estadía en Arequipa, juntos irían a lo de Doña Ñ’usta. Ni bien se despidieron Manuel corrió hacia el hotel, al llegar a su habitación se tendió en la cama y abrió ansioso el paquete, adentro tenía una tela que envolvía el contenido, al abrirla le pareció detectar un olor que había sentido en una de las excursiones que realizaba con su padre por los montes. Nervioso abrió la tela, quedaron expuestos ante su mirada emocionada unas hojas secas y casi pulverizadas que inmediatamente reconoció como de la planta de coca, una pequeña botella de pisco, un pequeño envoltorio que contenía un puñado de tierra y “apachetas”, cúmulos de pequeñas piedras. En una hoja escrita de puño y letra de su padre decía, “Ama sua, Ama Llulla, Ama Quella” “No robes, no mientas y no seas perezoso”. Manuel supo que era la ofrenda de los quechuas a las fuerzas de la naturaleza, a los dioses, a la Pacha Mama, su Madre Tierra, cuando van a iniciar la siembra. Comprendió el mensaje y sintió el profundo significado de sus raíces. Una sensación de paz lo fue invadiendo, lo hacía volver de otras dimensiones, como si fuera saliendo diluido entre el magma que derramaban los volcanes que él locamente perseguía, como si fuera esculpiendo una nueva geografía de su vida. La paz, quizás pudiera cristalizarla a partir de ahora, ahora, que los volcanes más amados se habían apagado. |
Ana María Manceda
Tercer Premio Certamen Internacional “CENEDICIONES”, Córdoba Argentina 2007 y editado en Antología “Mensajeros Literarios”.
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