El hombre |
-No fui yo -. Eso fue lo que dijo mirando a cada uno de los hombres que lo tenían cercado. Lo habían capturado en medio de unos árboles que bordeaban la acequia. Le ataron las manos y los pies para que no se moviera. Querían taparle la boca, porque al principio gritaba como un condenado a muerte, pero con el calor del sol y el cansancio de tanto gritar inútilmente, su voz fue disminuyendo de intensidad. Ahora se le oía como quebrada por la sed o el hambre. Lo habían cogido en la madrugada, cuando ellos pasaban por casualidad por aquel terreno. A ellos los habían enviado para encontrar al culpable, vivo o muerto, para eso les pagaban. Porque el hombre se dejó capturar sin hacer mayor resistencia, le dejaron la vida, como si le estuvieran haciendo un gran favor. Lo maniataron dándole golpes con la culata de los revólveres que habían recibido. Lo encontraron sentado bajo un árbol, mirando el agua que corría hacia abajo. El los vio legar por el camino, cuando la noche se iba retirando poco a poco y el alba ocupaba el limbo del cielo y de la tierra. Pensó que eran vecinos de otra comarca, o gente del pueblo que estaba al fondo del suyo. Por eso no se levantó; prefirió quedarse sentado viendo el agua que bajaba en dirección del río. Había terminado su jornada, por eso se sentía libre, presto a empezar el nuevo día, un día domingo, como todos aquellos que él fue esperando desde muy niño, cuando empezó a trabajar como un esclavo. -Se están equivocando –insistió el hombre-, no fui yo. De vez en cuando uno de ellos lo pateaba para que dejara de hablar. De los que llegaron por ahí, uno fue a buscar caballos para llevar al culpable. -"Si lo encuentran vivo –había dicho el amo-, me lo traen, yo mismo quiero encargarme de él. Les daré un propina suplementaria". Y ellos comenzaron a buscar de pueblo en pueblo. Alguien les dijo que tal vez el hombre que buscaban vivía en alguna de las casas nuevas que habían construido en las faldas de los cerros. Interrogaron discretamente y no encontraron a nadie que les diera un atisbo del lugar dónde se escondía el culpable. -Si fuera yo –dijo el hombre-, no estaría sentado esperando a que vinieran a capturarme. Los hombres lo miraban, pero no parecían oír lo que hablaba. El hombre tenía los labios secos, duros por el frío de la madrugada; a veces lograba arrastrarse hacia delante, estirando y encogiendo los pies amarrados. Así había avanzado unos diez pasos y los hombres retrocedieron el mismo espacio. Varias veces recibió patadas en la planta de los pies, aunque él no parecía sentir nada, sólo daba quejidos y cerraba los ojos para no ver los golpes que sobre él llegaban. -No soy yo –dijo el hombre con voz muy cansada. Ya pasaron dos horas desde que lo tenían atado de pies y manos y el hombre que fue por los caballos, aún no regresaba. El sol se iba acercando poco a poco, ya se le veía sobre las crestas de los cerros pelados que adornaban el paisaje. El viento frío se iba acentuando a medida que los rayos del sol se acercaban. Los gallinazos aleteaban sobre los secos eucaliptos que había no lejos de donde estaban. Cuando llegó el sol, los hombres cansados de estar parados, se sentaron en una piedra a unos pasos del hombre que quedó en el centro del camino, con la cabeza agachada para que los rayos del sol no le dieran en la cara. Se quedo así un buen rato como adormecido sin decir nada, dejándose calentar por el sol que rápidamente avanzaba bajo el firmamento. Desde la claridad del día, el hombre y el grupo de hombres trataban de descifrar los rasgos de sus rostros. El hombre intentaba saber quiénes eran éstos que lo habían capturado diciéndoles: "tú has cometido un crimen, tú eres el culpable". Eso le habían dicho mientras le ataban las manos. No le dieron tiempo de pararse. Unos le apretaron los pies con las botas que llevaban puestas, otros se encargaron de sujetarlo de los hombros. En un principio pensó que eres una broma, pero cuando comenzó a recibir patadas en el cuerpo, se convenció que algo no iba bien, que simplemente se estaban equivocando de sujeto. El hombre les miraba el rostro y no encontraba en ninguno de ellos nada que los pudiera reconocer. Nunca los había visto. Además la gente de los pueblos cercanos no usaban ese tipo de vestimentas. Esas botas de militar, aquellos sombreros de paño negro ya no eran corrientes en el pueblo. "Deben de haber vendido de lejos", pensó el hombre, "deben estar buscando a un hombre que no soy yo. Yo no he cometido ningún delito, ni nada parecido. Desde que he nacido, nunca me he movido de este pueblo, ni siquiera conozco la ciudad, puesto que todo lo que tengo, se lo encargo al dueño. Tampoco él quiere que yo conozca la ciudad. Cuando quiero ir, él me dice: ‘¿Qué vas a hacer en la ciudad? Si vas, pierdes tu dinero, allí todo cuesta caro, allí no hay nada qué hacer, aquí, por el contrario, si trabajas bien, tú sabes que yo te pago lo que te corresponde, no te engaño nada’. Eso siempre me ha dicho el dueño, y yo siempre me he conformado con lo que él me dice. No sé cómo pueden decir que soy el culpable de algo que no he hecho. Me deben estar confundiendo con alguien. Aquí me tienen maniatado, y la Amelia debe estar pensando que otra vez me he ido al otro pueblo. ‘Te has ido a pasar el día con la Rebeca, aquella diabla que tiene engatusados a tanto hombres’, eso me dijo ella, cuando yo me fui aquella vez para la fiesta del pueblo vecino. Me había quedado conversando con Esteban hasta que comenzó los partidos de fútbol y luego empezó la kermés y yo me fui quedando, sin darme cuenta que el tiempo del domingo estaba pasando y que la Amelia me estaba esperando con el desayuno, como todos los domingos, antes de ir a la primera misa que había en la parroquia del pueblo. Ahora no sé qué estará pensando la Amelia, ya no podré decirle que fui a la fiesta y que me fui quedando sin quererlo. Habíamos pensado ir al panteón del pueblo y llevarle flores a nuestros padres, por ser el día de los difuntos. Yo nunca les he faltado en esta fecha, siempre me he dado el tiempo de llevarles flores a mis muertos, sobre todo a mi madre que apenas llegué a conocer. Y hoy no quiero fallarles, tengo que liberarme de estos hombres, pero los desgraciado no quieren escucharme nada". "Este imbécil –pensaba uno de los hombres- debe estar imaginando que no nos damos cuenta de nada. Debe estar buscando respuestas, excusas, y otras tretas para convencernos para que lo soltemos, o para cuando esté frente al amo. Nosotros no estamos equivocándonos. Según las descripciones que nos han dado, corresponden a él, entonces al culpable lo teneños aquí, y esta tarde recibiremos buena paga. Tiene la nariz medio torcida, los ojos negros y achinados, cara de indio, además con el lunar que tiene en la mejilla derecha, es el vivo retrato de lo que nos han dicho, no puede haber otro igual a él". El sol de la mañana ya estaba bastante alto. El hambre y la sed comenzaba a incomodar al hombre. Los otros sacaban de sus bolsillos algunos trozos de pan y comían desganadamente mirando al hombre que los miraba. Cuando terminaron de comer, uno tras otro, se acercaron a la acequia y bebieron en las palmas de sus manos, el agua cristalina que bajaba salpicando entre los baches que había en su cause. El hombre los miraba silencioso con los labios secos, con los ojos gastados por el sueño, pues estaba despierto desde que salió de su casa a regar la chacra del dueño. Ya era tarde y como los domingos nadie se asomaba al campo, no tenía esperanza de que alguien pasara por ahí y les dijera a los hombres que él no era un ladrón, ni nada de eso. "Desgraciadamente hoy es domingo", eso es lo que pensó en lo más profundo de su ser. Los hombres, inquietos, con las manos en los bolsillos de sus abrigos cortos que llevaban, iban y venían alrededor del hombre. De vez en cuando se subían a las piedras y miraban del lado del camino para ver si alguien se acercaba. -Fíjate adónde hemos venido a encontrar a este desgraciado –dijo uno de ellos-. ¡Cómo ha podido venir tan lejos para esconderse! -Los criminales nunca van lejos –dijo otro de ellos-. Siempre los alcanza su propia sombra, por no decir que siempre van atados a ella. -Yo le dije al amo –dijo otro de ellos-, que si lo encontrábamos vivo, que además de lo que nos ha de dar por él, nos pague aquello que nunca nos pagó, cuando le dimos vuelta a su vecino, arguyendo que el pobre se cayó solo a la poza. Sólo conversaban entre ellos, sin mirar al hombre que los miraba, esperando que alguno de ellos le dirigiera la palabra. Esperó todavía un buen rato y luego les dijo: -Les repito que no soy yo. Pero ellos siguieron hablando solos. La voz del hombre se la llevó el viento que raudamente pasaba por allí. El sol comenzó a tocar el cenit, y los hombres no se quitaban los abrigos. Permanecieron abrigados hasta el final. El hombre pidió que le dieran agua, pero ninguno de ellos le escuchaba. A veces lo miraban con indiferencia, como si el hombre fuera un harapiento al que no deseaban acercarse. El hombre cayó doblado hacia delante, quedando acurrucado como un feto en el suelo. Desde allí salió su voz empolvada, seca y hambrienta: -No he sido yo. Los hombres se alejaron un poco de él, pues creyeron haber visto a lo lejos una mancha en el camino. Se quedaron viéndola, mientras el sol golpeaba sobre el polvo del camino. No era nada, era el espejismo del polvo que levantaba el viento. Se quedaron mirando esa mancha negra que allá en el fondo del camino se balanceaba de un lado a otro sin avanzar. El hombre permaneció en esa postura, una hora sin moverse, sin volver abrir la boca. -Se ha dormido –dijo uno de ellos. "No -se decía a sí mismo en silencio-, no estoy dormido, estoy oyendo lo que dicen. Los siento respirar, los siento sufrir bajos sus gruesos abrigos, por más que hayan buscado refugiarse en la sombra de esos árboles. No estoy dormido, estoy mirando el polvo cerca de mis ojos, siento el olor de la tierra, oigo el ruido del agua que harmoniosamente discurre, oigo el ruido de las ramas que mueve el viento. No, no estoy dormido". -No sé qué pasará con el otro –dijo uno de ellos-, ya debió de haber llegado. Tarda demasiado. Debe de haber tenido algún problema en el camino. No podemos quedarnos todo el tiempo esperándolo. Tenemos que hacer algo. Esto no puede durar una eternidad. Pero para el hombre que estaba en el suelo, enroscado como un gusano era ya una eternidad, pues se le estaba acabando el domingo y no había llevado las flores a sus difuntos, quienes en el otro mundo debían estar preocupados esperándolo. El pueblo al cual pertenecía el hombre estaba a cinco kilómetro, y donde fue a buscar el caballo el hombre del grupo, estaba muchos kilómetros más lejos. Tenían la posibilidad de llevarlo hasta el pueblo más cercano, y allí fletar algunos caballos, pero descartaron esta posibilidad por dos razones. La primera porque tenían miedo que el hombre se les escapara en el camino; y segunda porque sospechaban que en ese pueblo, el hombre pudiera tener cómplices, lo cual les era difícil de hacer frente, por más que tenían sus armas de fuego. Temían una emboscada y que todo se les fuera en balde. Para ellos era preferible estar quietos allí, dejándose quemar por el sol, perdiendo el tiempo y dejarse apretar por el hambre, pues habían terminado de consumir lo que tenían en los bolsillos. -¿Por qué no vamos por este camino? –dijo uno de ellos, señalando el camino por el cual debió llegar el otro, con los caballos. -No –respondió otro-, ya les dije el riesgo que corremos. Se nos puede ir el botín. -Lo llevaremos amarrado como a un perro –dijo el otro. -¿Y se puede saber con qué? -Con una correa, con una bastará. Y se dispusieron a emprender el camino. Con una patada le anunciaron al hombre para que se levantara, y como el hombre estaba como un gusano en el suelo, apenas lograba girar sobre su propio cuerpo, dejando huellas en la tierra. -No soy yo –dijo con la boca llena de polvo-, no soy yo el que buscan. Yo soy otro. No sé a quién andan buscando, pero ese no soy yo. Yo soy yo, y no otro como ustedes están pensando. Déjenme ir. Yo no tengo nada qué ver en lo de ustedes. Uno de ellos le dijo que se callara dándole una patada en la espalda. El hombre dio un mugido de dolor, luego se quedó callado mirando la sombra de los que lo maltrataban sin razón. Los vio alejarse de él. Levantó la cabeza un poco, y sólo vio las espaldas de todos ellos. Estaban mirando del lado del camino. Entonces giro la mirada hacia abajo y miró, por entre las piernas de los que miraban el camino, una vaga figura delgada que balanceándose avanzaba por el camino. Se quedó mirándola largo rato hasta que la sombra fue cobrando forma definitiva: eran cinco caballos y un asno. No pudo sostener más tiempo su cabeza y la dejó reposar en el suelo polvoriento. Los hombres se agitaron un poco. Se les notaba sus semblantes relajados. Sobre sus rostros volvieron a reflejarse unas leves sonrisas que se les había ido durante la mañana. Ahora podían llevarse al individuo que habían capturado y por quién debían cobrar un buen sueldo. Los caballos llegaron cansados y sedientos, así que los llevaron a la parte más baja de la acequia para que tomaran agua. El asno también aprovechó del agua y dio algunos mordiscos en el pasto que había cerca de los árboles. Los hombres se alistaron para hacer el viaje de retorno, eligiendo cada uno el caballo que le correspondía. Se refrescaron la cara con agua. Al hombre decidieron montarlo en el burro y para que no escapara, amarrarlo al cuerpo del animal. Tardaron un poco en elegir el recorrido que tenían que hacer para llegar antes que anocheciera a la casa del amo. Cuando estuvieron otra vez como al principio, todos juntos, rodeándolo, el hombre les dijo una vez más: -No fui yo. Ahora si quieren llevarme, llévenme por el cementerio, pues deseo llevarles las flores a mis difuntos padres, ya que nunca, desde que se fueron, no les he fallado. No quiero que se queden tristes a causa de ustedes. Llévenme por el cementerio, les llevaré aunque sea de estas flores salvajes que hay por aquí. No sean tan malos. Los hombres se miraron y pensaron que el hombre estaba desvariando a causa del sol que lo tenía aún aplastado en el suelo. Así que decidieron quitarle las amarraduras de los pies para montarlo en el burro. Cuando el hombre estuvo de pie, se quedaron fríos, asombrados de verlo parado frente a ellos. No era posible. No. No era él. Era flaco. Ni siquiera les llegaba a los hombros. No era él, era otro. Las botas y el abrigo que se ponía para regar la chacra en la noche los había engañado a todos. Al que buscaban era más alto, y muchísimo más robusto. -No soy yo –dijo el hombre. Pero ellos ya sabían que no era él, sin embargo se lo llevaron. Paris 5-11-2006 17 |
De "El hombre del viento"
Porfirio Mamani-Macedo
pmamanimacedo@yahoo.fr
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