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El cadáver
Porfirio Mamani-Macedo
pmamanimacedo@yahoo.fr

 
 
 
 

-No podemos irnos –dijo el muchacho-, no podemos dejarlo aquí, si no, ¿qué van a decir de nosotros? Tenemos que quedarnos con él, o llevarlo, arrastrando o en una angarilla. No se puede quedar aquí, no es posible dejarlo así como está. Además su madre nos dijo:

-"Me lo cuidan, no lo dejen solo, acuérdense que aquí tiene una madre. Que no se aventure solo, como tanto le gusta hacer. No es bueno tentar al demonio."

Eso fue lo que nos dijo. Por respeto a su madre no podemos dejarlo tirado aquí, para que las moscas sigan acosándole las heridas.

El cuerpo estaba recostado sobre un árbol. Cualquiera diría que era un borracho, o alguien que se había quedado dormido en el camino, y no que se trataba de un cadáver tapado con un costal de tocuyo. Onel se había sentado en una piedra, con las manos en la cabeza, recordando los ruidos de las balas que salieron de más allá de los chopos. Parecía oír el ruido de las hojas secas que aún no habían caído de las ramas, aquellas que le anunciaron con tanta violencia que la muerte andaba por ahí. Estaba a cinco kilómetros del pueblo, en el monte, a donde habían ido a mirar lo que hacían aquellos hombres, que de vez en cuando pasaban por el pueblo y se metían en el monte. Un día se pusieron de acuerdo lo tres amigos para dar una ronda en la noche.

-Miraremos sólo de lejos –había dicho Onel-, sino se van a dar cuenta que los estamos espiando.

-Si nos acercamos –dijo Amaral-, veremos mejor lo que hacen, pues en la noche como no hay luna, será difícil verlos bien. Si yo voy, es para descubrir lo que hacen en el monte, yo no puedo ir por nada.

Salieron del pueblo cuando todos se habían acostado. Por el camino algunos perros los iban ladrando desganadamente. Cruzaron el pueblo casi en silencio, sólo el ruido de sus pasos que daban sobre las piedras, resonaban en la oscuridad. Ya un poco lejos del pueblo comenzaron a hablar normalmente, pero no hablaban de lo que iban a ver, sino de temas fútiles. Inconscientemente buscaban distraer su memoria para darse coraje y ánimo por el camino estrecho que los conducía al monte. No encontraron a nadie en el camino, y se iban alejando del pueblo, el cual se quedaba atrás, al pie de los cerros.

Más allá de la mitad del camino las voces se fueron callando, una tras otra. Sólo se oían sus pasos en la tierra y la respiración que hacían al andar. Iban casi pegados. De vez en cuando se chocaban por los codos. Sin decirse nada se separaban un poco, y luego otra vez se juntaban. Arriba, en el cielo, las estrellas muy nítidas, titilaban. Algunos batracios hacían ruido por el camino. De rato en rato pasaba un oscuro pajarraco y se perdía entre los árboles que había dispersados en el campo, a orillas del camino o de las acequias.

Faltando un kilómetro para llegar al monte, había una casa de adobe que antiguos terratenientes abandonaron, y que los niños en días de fiesta o en vacaciones, utilizaban 

como escondite. Allí se detuvieron para descansar un poco. Cuando entraron a esa casa, salieron espantados algunas lechuzas y murciélagos y se fueron a parar en los postes que sostenían la corriente eléctrica. Desde allí cantaban las lechuzas. Los murciélagos se perdieron en la oscuridad. Se sentaron en unos sillares que había en el patio de la casa abandonada. Amaral encendió un cigarrillo y se lo pasó automáticamente a Onel. Onel le recordó en voz baja que no fumaba y Amaral se lo dio a Galíndez.

-Aún es tiempo de pararse –dijo súbitamente Galíndez.

Su voz cayó en medio de la noche como una pedrada que ninguno esperaba. Más tarde cuando le preguntaron, por qué lo dijo, no supo qué responder. "Se me salió sin pensarlo", eso fue lo que dijo.

-Ya no podemos dar marcha atrás –dijo Amaral-, con el ruido que hacen estas condenadas lechuzas, seguro que los otros ya están en alerta y nos esperan en silencio. Ya no podemos retroceder, ya les dije antes que yo no salía por nada; ahora tenemos que seguir. Si ustedes no quieren, iré solo. No será la primera vez que vaya solo para el monte, aunque esta vez sea de noche, eso no importa. Yo quiero saber lo que hacen por aquí esos intrusos.

-Amaral –dijo Onel-, no hemos dicho que no iremos. ¿Pero si son gente mala, y nos atacan? Nosotros no estamos armados, ni siquiera hemos traído cachas ni ondas. Hubiera sido bueno traer algo para defendernos, pues estamos yendo desarmados.

-Podemos llenarnos los bolsillos de piedras –dijo Amaral-, y por aquí no faltan ramas gruesas que nos sirva para defendernos. En todo caso no venimos con la intención de atacarlos ni ofenderlos. Si nos ven, les decimos que estamos dando una ronda para ahuyentar a los rateros. Además estamos en nuestro pueblo, ellos no.

Después quedaron callados. Antes de continuar el camino hicieron lo que dijo Amaral. Buscaron piedras pequeñas y se las metieron en los bolsillos. Todavía por el camino fueron recogiendo otras que ponían en los bolsillos de sus abrigos. Cada uno logró tener lo necesario. Sus pasos fueron más lentos, menos decididos que al principio. Cuando se alejaron de la casa abandonada, las lechuzas regresaban cantando a instalarse en ella. Sólo Amaral volteó para verlas regresar a su cueva.

-Son las lechuzas –dijo.

-Los murciélagos también regresaran a esa casa –dijo Onel.

-Eso –dijo Galíndez-, volverán a estar como antes, aunque ya no será lo mismo.

Cuando pasaban al lado de unos eucaliptos, quizá advertidos por sus voces, salió un cernícalo y se puso a volar sobre ellos dando agudos chillidos. Luego salió otro y después otro; así se formó una bandada de cernícalos que volaban amenazantes sobre sus cabezas. Sabiendo cómo eran, tuvieron que alejarse de allí apresuradamente. Luego volvieron a sentirse solos, completamente solos en medio de la noche. No habían previsto tanto ruido, ni tanta salida sorpresiva de pájaros nocturnos. 

Para acercarse al monte tenían dos posibilidades; ir por el lado del manantial que ellos conocían bien, o por el lado donde estaba el desagüe que desembocaba en el río, lugar que pertenecía al otro pueblo. El monte era un gran techo de terreno que había al lado del río, donde creció una gran variedad de árboles y arbustos. El manantial que había por ahí, alimentaba aún más la existencia de plantas salvajes que crecían desmesuradamente y en desorden, sobre todo en épocas de lluvia. En el monte no sólo había una basta vegetación que existía desde tiempos inmemoriales, sino que también había toda clase de animales salvajes. Los niños en vacaciones a veces iban hasta allí a cazar conejos cimarrones, con la recomendación de los padres para que no se adentrasen muy al monte, por lo cual se quedaban en las riberas, lanzando piedras con sus cachas. Cuando crecían se atrevían incluso a subir a los árboles más altos, haciendo competencias de quien subía al árbol más alto. Ellos conocían más o menos los peligros del monte, aunque no se fiaban de todo lo que allí existía, porque podían ser picados por insectos peligrosos, o mordidos por serpientes venenosas o por las ratas que tenían una urdimbre de túneles entre los pastos y arbustos. Cuando llegaron al manantial no oyeron nada, sólo el croar de algunas ranas que saltaban en el agua. Habían llevado una linterna, pero decidieron no prenderla para no prevenir a los intrusos. Ahora que estaban cerca, tenían que ser extremadamente cautos, y acercarse al monte sin dejar la menor sospecha de su presencia, aunque pensar en eso era casi imposible, pues los animales salvajes no dormían, estaban allí, con sus ojos abiertos, vigilándolos cómo se acercaban en la oscuridad.

El silencio de la noche se fue haciendo cada vez más palpable, y ellos no debían hacer ningún ruido. Se fueron acercando paso a paso, quebrando las hojas y las ramas que encontraban en el estrecho camino que seguían. En el silencio audible oían el discurrir acompasado del agua del manantial y sus pasos perturbaban la tranquilidad de la hierba. El ruido que hacían los pájaros nocturnos, aumentaban la angustia con la que avanzaban. Antes de introducirse en el corazón del monte se detuvieron para ver el mejor modo de acercarse hacia el lugar donde estaban los intrusos.

-Será mejor ir separados –dijo Onel-, así no sabrán cuántos somos.

-Es mejor no separarse –dijo Galíndez-, podemos perdernos, y luego tendremos un problema suplementario. Es mejor avanzar juntos.

-Si vamos en grupo –dijo Onel-, haremos más ruido, y también formaremos una sombra más grande. Para ellos será más fácil saber dónde estamos.

-Entonces ¿qué hacemos? –dijo Galíndez.

-Dejen que yo vaya por delante –dijo Amaral-, así podré avisarles para que avancen. Iré por delante y me subiré a un árbol para verlos dónde están. Desde allí les daré señas.

-Eso es muy peligroso –dijo Onel-, no podemos arriesgar tanto. Sólo venimos a dar un vistazo y no a divertirnos ni a trepar a los árboles. Es verdad que si alguien de nosotros hace lo que dices, puede servirnos para observar mejor, pero considero que es un gran riesgo que corremos.

Discutieron un rato y luego Amaral se internó entre los arbustos sin oír las recomendaciones que le estaban dando los otros. Lo vieron perderse tras las densas ramas que él dejó moviendo a su paso. Onel y Galíndez retrocedieron un poco para tratar de ver mejor de qué lado seguir. Si iban por el lado derecho por el cual se perdió Amaral, les

sería más fácil encontrarlo en el trayecto, puesto que de ese lado se hallaban los árboles más altos y fáciles de trepar. Tomaron el estrecho camino que había y avanzaban guiados por la altitud de los árboles que habían crecido a orillas del río. Si Amaral eligió los chopos para divisar mejor en la oscuridad, escogió también los más peligrosos, en cuanto las hojas de los chopos hacían mucho ruido. Ellos avanzaban apartando las ramas, con la seguridad de encontrarse con Amaral.

Pero mientras corría entre los arbustos por el monte, Amaral se dijo que sus amigos irían por el otro lado, por el descampado donde supuestamente estaban los intrusos, por eso decidió ir hacia el sur y no hacia el norte. Pensó que los sauces lo esconderían mejor por las abundantes ramas silenciosas que tenían. Corría cuidando que las piedras que llevaba en los bolsillos no se le cayeran. Cuando llegó a la fila de sauces, buscó rápidamente con la mirada, cuál podría ser más fácil de trepar. Escogió el más alto, aquel que dominaba a los demás, del cual, mientras él se acercaba, salió espantada una lechuza que lo dejo asustado. Retomó aliento y decidió trepar.

Estando al pie de los chopos que dominaban la parte norte del monte, Onel y Galíndez, comenzaron a buscar a Amaral. Caminaron de arriba para abajo la larga fila de árboles que formaban como un muro que protegía las orillas del río. Por un buen momento se olvidaron el fin para el cual habían hecho el desplazamiento en la noche. Buscaban en la oscuridad, dando silbidos que reconocía Amaral, pero nadie respondía. Pensaron que estaba trepado muy arriba y que no llegaba a oír los llamados que le hacían. Atravesaron la línea de chopos y llegaron a una especie de campo abandonado y libre de arbustos. De trecho en trecho, a orillas del río habían estos espacios donde sólo crecía pasto y pequeñas hierbas. Se apostaron bajo uno de los casuarinos y se pusieron a esperar la señal de Amaral, o la aparición de los intrusos. Bajo el frío y el viento, quedaron largo rato con la esperanza de ver algo de lo que hacían aquellos hombres en la noche.

Desde que aparecieron por primera vez en el pueblo, aquellos hombres forasteros, por la apariencia que tenían sus vestimentas, la gente pensó que se trataba de un grupo de místicos o eremitas que pasaban la noche orando en medio de la naturaleza. No era la primera vez que venían este tipo de gente extraña, que fueron formando con el tiempo, parte del pueblo. Primero apareció un grupo de evangelistas que se flagelaban los sábados, al caer la tarde a orillas del río. Los gritos que proferían eran tan dolorosos, que incluso llegaban a estremecer a los animales que pastaban cerca de allí. La gente del pueblo los llamaban: sabadistas. Más tarde apareció otro grupo de hombres barbudos que se desnudaban completamente, los domingos muy de mañana, y se bañaban en el río. Luego bailaban cantando dando brincos y después se echaban largo rato en el pasto con la cabeza en dirección de donde salía el sol. A este grupo de locos la gente del pueblo los llamaban: dominguistas. Luego aparecieron otros grupos que según ellos venían a orar en esta parte del mundo que aún conservaba algo de paraíso, pues según las escrituras que referían como divinas, el fin del siclo de la vida humana estaba próximo. Por eso, cuando apareció este grupo de hombres con vestidos largos como los que usan los monjes, la gente pensó que se trataba de otro grupúsculo de locos que había escogido el monte para dar rienda suelta a sus más descabellados ritos y penitencias que se les ocurriría. Hasta ese momento, la gente del pueblo no se interesó en ellos, por el aspecto marginal que

representaban. Pero unos días antes que aparecieran los últimos, los sabadistas y dominguistas, decidieron pasar al ataque. Ya no se contentaban con hacer sus ritos obscenos a orillas del río, sino que comenzaron a predicar su doctrina a los habitantes del pueblo. No sólo visitaban sus casas, también iban por los campos, donde la mayor parte de la gente analfabeta del pueblo, trabajaba. Desde entonces la gente del pueblo comenzó a sospechar sobre las intenciones que tenían cada uno de estos locos, defendiendo religiones que se inventaban según el objetivo que buscaban: dinero, sexo o servidumbre. Esa fue una causa que los movió a los tres amigos para ir a ver lo que hacía el nuevo grupo, que era más misterioso que los anteriores, pues actuaban en la noche.

Amaral estaba viéndolos. Habían salido de las sombras más oscuras, envueltos en sus negros abrigos de monjes diabólicos. De otra sombra apareció otro grupo, con la única diferencia de que unos llevaban sombreros de paño y abrigos negros; y los otros una especie de sotana y gorro negro. La oscuridad los asemejaba y los diferenciaba. Seguramente los otros cruzaban el río en alguna rada o lo cruzaban por el puente que había dos kilómetros más abajo. Cruzar el puente en la noche era muy peligroso, pues el puente consistía en dos troncos largos que unían las orillas del río. Para cruzar por ahí, se debía tener buen equilibrio y como era de noche y el agua salpicaba sobre los troncos, éstos se hacían resbalosos. Los grupos se acercaron lentamente hacia el centro del espacio abierto. Amaral se olvidó que estaba con otros amigos y concentró su mirada en las sombras que se entrecruzaban allá abajo. Desgraciadamente la rama de la cual estaba sostenido Amaral, no resistió el peso y se quebró. Amaral vio el intercambio que hicieron las sombras en la oscuridad. Luego sintió algo extraño, como una herida que le estaba quitando el alma. Amaran pudo ver cómo las sombras se dispersaban, huyendo hacia los lados opuestos de las cuales habían salido. Después ya no vio nada, ni siquiera sintió los gritos que dieron Onel y Galíndez por entre los arbustos por donde lo buscaban. Al fin, ya casi con el alba del día, lo encontraron ahí, como si estuviera sentado al pie del árbol al cual había subido.

Paris 4-11-2005 12

De "El hombre del viento"
Porfirio Mamani-Macedo
pmamanimacedo@yahoo.fr

 

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