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La masa encefálica salta. Le mancha el pecho – coño– masculla contrayendo el rostro aindiado. Le había salido mal el corte. La mano enguantada acomodó con delicadeza el cerebro deshecho. Hace un corte longitudinal de barbilla a pubis. Separa las vísceras con maestría: el corazón aún caliente, el hígado lleno de sangre fresca que envuelve en un papel amarillo. Rellena con ese mismo tipo de papel y sogas viejas, que el algodón escasea, la cavidad estomacal. Acomoda las costillas y comienza a cocer la piel cerúlea. Con un gancho herrumbroso levanta el cuerpo dejándolo correr por la roldana hasta ponerlo en la caja. Se sentía nervioso esa noche y eso que la guardia estuvo suave: sólo dos fallecidos, dos ñampios: el primero un médico joven. Había venido enfermo de Africa, no se sabía de qué, sabrá Dios que rayos le habrían pegado esos negros. Y ahora la muchacha. Una chamaca joven que se suicidó. Seguro que por mal de amores o estaría enferma de los nervios. Qué raro que la familia aceptó la necro. Estaba sana, por dentro y por fuera, estaba buena cantidad, pero hay que estar quimbao pa echarse uno a una tipa muerta. Terminó el trabajo y se dio un trago de azuquín. Últimamente estaba bebiendo demasiado, ya había tenido varias discusiones con su mujer: Quiero que dejes ese trabajo, pero mujer, ese es un trabajo igual que otro, que no, te pasas muchas noches fuera…y además no quiero que mi marido sea un destripador de muertos, peor que sea un destripador de vivos, bueno dame un tiempecito, mami, está bien, pero me estoy cansando, llevas en eso tres años y pico, pero él sabía que aquella no era la verdadera causa. Desde que le hizo la autopsia a su suegra su mujer había cambiado, tres meses habían pasado y seguía con la pituita, haciéndole preguntas cuando menos lo esperaba, seguro pensaría en que gusto sintió al cercenar las carnes de aquella vieja que nunca lo había querido. Se dio otro trago largo. Dejaría de tomar, haría cualquier cosa por convencer a su mujer, pero no dejaría ese trabajo. Ya estaba acostumbrado y era mejor trabajar con muertos que con vivos. Siempre soñó con ser médico, pero tuvo que trabajar de custodio cuando su madre se quedó inválida. Su hermano estaba haciéndose ingeniero en la Unión Soviética, le tocó a él joderse. Su hermano regresó al año de muerta la madre. A partir de ahí hizo de todo para subsistir, vendió hasta canarios amarillos. Así pasó el tiempo y ya llevaba doce años de casado con esta mujer con la que tenía un hijo de 8 años. Un día, no hacía mucho, un socio lo fue a ver: tengo una pincha pa ti, broder, qué vuelta, de cuánto es la astilla, es una pincha estable, no tienes que volverte loco vendiendo por ahí y cuidándote de los trompetas, pero dime, dime,¿ tú le tienes miedo a los muertos?, ¿Queé?, asere, no jodas, acaba de decirme qué vuelta, a quién hay qué matar?, a nadie, broder, ya están muertos, explicoteate rápido, en la morge, asere. Pasó un curso donde aprendió Anatomía, Fisiología y otros asuntos innecesarios, en definitiva quien lo enseñó a trabajar fue Chichí, un viejo morguero ya retirado que le recomendaron. Al principio se le nublaba la vista y creía que iba a caerse al piso pero con el tiempo se fue adaptando. Está amaneciendo. Se estira y saca el pomito con café. Vuelve a tirarse en el butacón roto. Faltan solo diez minutos para acabar el turno. Se levanta. Echa la caneca vacía en la basura. Se pasa las manos por los pelos hirsutos. Va hasta el closet. Saca el paquete envuelto en papel amarillo y lo pone en la parrilla de la bicicleta. |
del libro "Costuras sobre la lengua"
Lucy Maestre
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