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La naranja |
La pelota fue a dar justo delante del cadáver. La yerba estaba alta y había mucha maleza. Uno de los muchachos cogió un palo intentando alcanzar la pelota, pero no alcanzó, otro, un negrito flaco, se metió por el marabuzal y pudo cogerla. Al levantar la vista fue que vio a la mujer bocarriba, el rostro comido de bichos, lleno de gusanos y los brazos en cruz, como mirando al cielo. El muchacho se quedó lelo unos instantes, después salió gritando y le avisó a los otros. Salieron corriendo. La policía cercó el lugar. Había mucha gente, una ambulancia y hasta un helicóptero que sobrevolaba por encima del pueblo. El caserío entero salió a mirar. Todos comentaban el suceso. Algunos, los que pudieron acercarse más, burlando la vigilancia, creían haber visto a la mujer alguna vez, pero no recordaban donde. Estaba desfigurada, no solo el rostro, quien lo hizo se ensañó: el cuerpo estaba magullado, como si le hubieran pegado con algún objeto duro, tenía moretones por todas partes y en algunas zonas la carne se había abierto por los golpes. Era blanca, los especialistas dijeron que llevaba varios días muerta y que podría haber tenido unos 32 o 33 años. Le habían dado muchas puñaladas. No había signos de violación sexual. Los pies ensangrentados estaban muy sucios, como si hubiera caminado descalza. Los zapatos no se encontraron. Algo que llamó la atención de los peritos fue lo de la naranja: casi tienen que quebrarle los dedos para quitársela de la mano, e increíblemente no estaba podrida. El único del pueblo que no fue a mirar fue Goro. Era un mulato recio, taciturno, de unos sesenta años, poco sociable, aunque servicial, y no se dejaba impresionar muy fácilmente. Había “halado” varios años por matar una de sus propias reses, cuando aún tenía la finquita heredada del viejo. Aquello le había cambiado la vida. Cuando salió de la prisión la mujer se le había ido con otro y ya no le quedaban vacas. Se las habían comido todas. La niña que dejó de ver pequeña, ya era una jovencita. Casi no la reconoce cuando la volvió a ver, en cambio ella lo recordaba con cariño, y guardaba las cartas que él, cada vez que podía, le mandaba. Nunca quiso que la llevaran a verlo a prisión, temía que eso le hiciera daño. Una foto de ella pequeñita, había dormido todos esos años debajo del colchón de su litera. Él nunca dejó de pasarle la mantención, y aún más. Había vendido el pedazo de tierra, quedándose solo con el batey.; no obstante no era mucho el dinero que le dieron y este no le duraría toda la vida, así que buscó trabajo como peón de ganado en una finca vecina. Todavía tenía fuerzas para matar un toro, y tampoco era ambicioso: tener un techo, un bocao de comida y saber que la hija estaba bien era todo lo que le interesaba. Se recostó en el taburete y encendió un cigarro. Algunos vecinos ya regresaban. Especulaban como siempre en estos casos, que si esto, que si lo otro. Nadie conocía a la muerta, no era de por allí. Los vecinos saludaron con un adiooo, como es costumbre en el campo. Goro no abrió la boca, le bastó con levantar el brazo mollerudo. Pensó en la hija que se había ido a La Habana hacía poco tiempo, y en como él no pudo evitarlo y se entristeció. Vino a verlo el mismo día que se iba. Le dio los quinientos pesos que tenía ahorrado. Tira el cabo y entra a la casa. La mujer había caminado mucho. Lo único que quería era caminar, como si con ello pudiera olvidar todo: aquella hija que se había ido a jinetear a La Habana hacía unos meses. Al principio le fue bien, hasta pudo mandarle algunos dólares, no muchos, los suficientes para matar el hambre; hasta que la policía la cogió, la montó en un tren, como hacían los nazis con los judíos y la regresaron para el pueblo. Tenía trece años y había venido preñada, mira que se lo advirtió: ¡muchacha!, si te vas a ir, cuídate, no salgas embarazada, no te metas en líos, búscate un juma y vete pa la pinga pero no me busques problemas; pero nooo, quee vaa, cabezona como siempre, todo le salió al revés, salió preñá del singante, del chulo, menos mal que el niño era hermoso y sano. A ella, en el trabajo, le habían dado una licencia pero la hija la iba a volver loca, después de la cuarentena se puso como perra ruina, se acostaba con cuanto macho le dijera ji. El muchacho crecía lindo y sanote, esa era su única felicidad, que ella tenía la culpa de aquella mala hija, le había dado todos los gustos, eso había sido lo peor, aunque tenía que reconocer que el padre siempre le ayudó, aún estando preso. Ella esperó y esperó, era un hombre bueno, pero eran muchos años. Un día no fue más, él mandaba recados hasta con las auras pero ya ella no quería seguir cargando jabas. Antes de la hija irse la había llevado al médico, le puso una medusa pero le hizo daño, después una te chiquita, y también le hizo daño, entonces le dijo que tomara pastillas, aunque no era recomendable según la doctora por ser tan joven, pero algo había que hacer porque medio loca como era, a veces, según ella, se le olvidaba usar condón. Me estás acabando la vida, coño, ¿qué pinga ej? no te hagas la santa, que has tenido más maridos que nadie, además dejaste a mi padre solo cuando estaba en cana, cállate ya antes que te parta la boca. El tirón de la puerta estremeció la casa. Esa fue la última bronca. No se hablaron más, la loza podía llegar al techo. La hija llegaba a las tantas y siempre con uno distinto. El niño era solo un juguete para ella. Ese día la mujer se levantó con mejor estado de ánimo. Sacó su nietecito al sol en el coche y se puso a fregar la loza del día anterior. La hija se levantó al mediodía, sacó al bebé del coche y se puso a hablar con él: nos vamos, Andy, nos vamos de esta casa, vamos a vivir con tu abuelo, que ese sí me quiere. La mujer escucha pero sigue fregando, las manos le tiemblan y casi se le cae la olla de potaje. Traga en seco. La hija se va al cuarto y empieza a recoger la ropa. La mujer siente una angustia que la ahoga. Entonces solo piensa en caminar. No tiene dinero, así que recoge varias naranjas para cuando sienta hambre, de las del niño, las echa en un cubalse y sale. Goro no va a ordeñar hace días, qué raro, siendo un tipo tan cumplidor. Las vacas tienen las ubres al reventárseles. Si mañana no viene, el dueño tendrá que contratar a otro. Las auras invaden el pueblo. El tufo llega lejos. Un ejército de gusanos sale por debajo de la puerta. Los del DTI para entrar tuvieron que ponerse caretas antigás. Nadie le dio importancia a la naranja que Goro tenía en la mano. |
del libro "Costuras sobre la lengua"
Lucy Maestre
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