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El huésped
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A la memoria de mi
bisabuelo don Juan Maestre, |
Se acabó el arroz. ¿Otra vez? Sí. Oyee, ni que aquí hubieran fantasmas. No jodas, compadre, seguro que no te das cuenta y echas menos. Compadre, yo no estoy loco. No te calientes los metales, socio, ¿A dónde se va a meter media olla de arroz? ¿Quién rayos se la va a llevar? Si fuera de la roja no te digo na'… Te repito que sí, asere —revuelve la sopa humeante—. Hace unos días se perdió toda la ternera guisada. Eso es alguien por joder. Que no, loco, te digo que no. Las ollas borbotean y el humillo de los guisos se esparce en toda la cocina de paredes desconchadas, por donde caminan cucarachas. Tú verás que no estoy loco, socio. Llevaba guayabera blanca de dril cien, zapatos de dos tonos, sombrero de huevo frito y bastón de ébano. Tenía más de setenta años y un halo de nostalgia en la mirada que lo hacía lucir más viejo. Apareció en el lugar sin ser visto. Caminó con elegancia a pasos cortos. Fue hasta el fogón, dio tres golpes suaves con el bastón en la enorme panza de la cazuela hirviente y la sopa se llenó de moscas. Giró sobre sus talones y se perdió por el pasillo que conducía a la calle. El personal del hotel estaba alarmado. Convocaron a una reunión con todos los trabajadores. Escribieron cartas con quejas y sugerencias. Dictaron resoluciones. Montaron guardia. Pidieron ayuda a la policía. Nadie supo qué estaba pasando. Cuando se daban cuenta la carne tenía tanta sal que había que botarla. La comida desaparecía de las ollas. Los platos se caían solos y se astillaban contra el piso mugriento. La noticia corría de boca en boca. El hotel estaba embrujado. Los clientes dejaron de ir. El único que siguió yendo todos los días fue Jeyo, desde hacía más de treinta años. Se sienta en la misma mesa casi siempre. Ahora come en silencio. Levanta la mirada y casi se atraganta del susto. Quería hablarle pero no pudo articular palabra. El viejo se levantó sin despedirse. Jeyo quiso correr tras él pero las piernas no le respondieron. Quedó clavado en la silla. La camarera vino sonriente: ¿Necesita algo, señor? No, no gracias... es decir… sí, dígame, ¿quién es ese hombre, ese señor que comió conmigo? Lo miró incrédula: Nadie se ha sentado en su mesa, se lo aseguro. Jeyo se extrañó aún más, si no supiera que él ya no existe hubiera jurado que era él mismo. La mente de Jeyo da vueltas y vueltas. La última vez que cenaron juntos fue en aquel lugar hacía más de cuarenta años cuando esto no era el hotel Santiago, ni siquiera el Casino, sino la casa del juez municipal don Juan Maestre, una casa hermosa con pájaros y fuentes, y no el antro que es hoy. Le parece volver a verlo revisando papeles, organizando sentencias mientras dicta a la secretaria frente a la vieja Remington. Jeyo vuelve a sentir el aldabón de cobre de la puerta y don Juan va hasta allí. Señor, vengo por lo de ayer. Se escucha a sí mismo, nervioso. El juez lo invita a pasar. Se ponen de acuerdo: Acabaremos con esos forajidos, apuntó el juez. Hombre de pelo en pecho, ese don Juan. Encabezó el grupo y le hizo frente a los que asolaban el pueblo. Todo estuvo tranquilo hasta la noche de la desgracia. El humo encegueció la ciudad. Las lenguas de fuego se veían a kilómetros de distancia, y no se extinguían, como si las soplara el mismísimo demonio.
El Eco de Tunas: Hoy, En horas de la noche de ayer la casa del señor juez municipal don Juan Maestre fue consumida por las llamas. No se han encontrado restos del cadáver del magistrado. Las autoridades investigan las causas del siniestro.
A los tres días cesó el fuego. Todo era humo y cenizas. Jeyo toma agua y se pasa la mano por la cabeza. Se despide de la camarera que lo mira raro. Oye socio, ya todo el mundo se piró, oíste, los únicos que quedamos somos el administrador, tú y yo. Los cocineros están sentados al fondo, las ollas ya no cantan al son del fuego. Hay una sola caldera encendida. Estoy pensando en ir a ver al cura. ¿Qué tú dices? Sí, mi madre decía que lo único que alejaba lo malo era el agua bendita. ¡Que cura ni que ocho cuarto! —se queda pensando un instante—. Bueno, lo que sea, hazlo ya, que esto está en candela. El padre Antonio hizo rezos por nueve días y ayunó por veintiuno. Aspergió agua bendita hasta el último rincón. Encendió incienso. El día que terminaba el ayuno resbaló de la escalera y se encajó la punta del crucifijo en el pecho. Quedó tendido bocarriba con los ojos fijos en un punto exacto. El hotel está desolado. En el restaurante las luces permanecen encendidas. Hay una mesa preparada con abundantes provisiones para dos comensales. El viejo llega y se sienta. No toca nada. Espera a alguien. |
del libro "Costuras sobre la lengua"
Lucy Maestre
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