Mi tierra no eran los castillos, las callejuelas alumbradas por el sol
del oeste, las casas de piedra blanca, el río siempre espléndido, las
largas avenidas de chopos, la suavidad del mediodía.
Mi tierra no eran los museos en los que siempre era la maravilla
renovada del pasado y del porvenir, el amoroso río del bateau-mouche, el
arco de la avenida quizá más hermosa del mundo, el paraíso de la
biblioteca de olorosa madera, el mármol y el cristal de las catedrales.
Mi tierra era mi ciudad que revivía del otro lado cuando las glicinas
asomaban entre el hierro forjado por los hombres y los años.
Mi tierra
era mi madre hecha de pacientes flores y de palabras delicadas como el
alba y su rocío. Eran no las rosas ya cortadas y esperándote, cuando te
esperaba. Era el rosal de mi madre, como su poesía, generosos aun en el
invierno.
Mi tierra eran las mañanas más celestes que la noche azul del norte, las
auroras multicolores, el aroma suspendido de julio y setiembre; eran las
distancias.
Eran las montañas que no encontraba nunca más y más lejos sino
imperfectamente recortadas en suave ondulación.
Era esa carretera larga bordeada por el viento que sonaba a río, hecha
en la mañana o la noche más antigua del mundo, quizá recordando a otro
mundo.
Mi tierra era ese árbol que había imaginado hundiendo su raíz en otro
suelo, bajo otro cielo, que nunca pudo ya ser el mismo fuera de sus
pájaros.
Mi tierra eran las ventanas inglesas, la bahía que no se repetía nunca,
la brisa entre las hojas del abeto plateado, el atardecer temprano hecho
de rosa y de dorado. Era el viento frío y constante, la serenidad de la
nieve, la multiplicidad de hojas de colores de noviembre; era el día en
que brotaban todas las flores, todas las hojas y todos los pájaros.
Eran las hojas del arce como las flores de mayo, nunca iguales,
perecederas e inmortales, era ese río que amaba y codiciaba como sus más
antiguos puentes, la luna inmensa sobre la torre blanca del reloj, las
ardillas con las que conversábamos en el parque.
Mi tierra era tu voz inolvidable, Mercedes, que me atreví a oír por fin
en el norte; era el remoto sonido de la quena en un puerto soleado de
Francia bajo el gran reloj, en el que lloraba por ti transplantada tan
lejos. Era tu piano, Ariel, y tus guitarras y tambores en una abadía
lejana en la que Ricardo Corazón de León dormía y tú te hacías magnífico
en tu misa criolla.
Mi tierra era el pasado y el presente de atrocidades que todos, siempre,
habíamos olvidado; eran los niños, los hombres y las mujeres asesinados
y aún vivos de un continente despiadado y codiciado. Eran siglos, años,
días, minutos de trabajos, amor y poesía, de horror y de belleza.
Mi tierra era ese espacio, ese tiempo fuera del espacio y del tiempo,
era la plétora de tanto y de tan poco que, por ello, continuábamos
reescribiendo los que escribíamos al margen de la historia de Occidente.
Era la fuga y el reencuentro con lo siempre mío y tuyo que se alargaba y
reverdecía en nuestras conversaciones.
Eras tú, América, a quien sin compasión conmigo, sin misericordia y con
todo mi amor por ti, volvía a recobrar a cada giro, en cada comisa, en
los distintos pájaros, en las rosas de junio, en las estrellas que
siempre estaban en otra parte. Mi tierra no del verde aterciopelado,
disimulado por la mano del hombre, sino de la entrega despiadada de
hojas, de hierba y de maleza: sin celo, sin pretensión, sin lugar
propicio, siempre ahí, todavía esperándonos, aguardando algo más que el
amor. |