Nadie me verá llorar:

Huellas de la historia en la ficción

 Claudia Macías Rodríguez

Hay testigos que no encuentran nunca

la audiencia capaz de escucharlos

y de oírlos.

Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido

Introducción

Locura y literatura, una rima que deviene una tensión específica del lenguaje. Testimonios reales, historia y ficción literaria combinados en una misma identidad narrativa. Rivera Garza asume estos retos. Del resultado de la alquimia de su escritura resulta una novela que ha sido merecedora de tres premios,[1] y a la cual Carlos Fuentes ha calificado como “una revelación, la novela de Cristina Rivera Garza, Nadie me verá llorar, una de las más hermosas y perturbadoras que se han escrito jamás en México.”[2]

La primera edición de la novela apareció a finales del siglo XX (en 1999), cuando otros escritores –también mexicanos de su generación– estaban igualmente preocupados por una reflexión sobre el simbólico cambio del ‘tiempo’, el problema de todos los tiempos, especialmente que ahora coincidía con el final del milenio. Así, tenemos En busca de Klingsor (1999) de Jorge Volpi y Amphytrion (2000) de Ignacio Padilla, por ejemplo,[3] ubicadas en el marco de una de las terribles herencias del siglo XX, el nazismo, y con el común denominador de la incertidumbre ante la verdad y la identidad del hombre.

Sin embargo, el cambio de siglo en Nadie me verá llorar es el cambio del XIX al siglo XX. ¿Qué sucedió en un siglo de la historia de México? ¿Por qué a un siglo de distancia? Cien años antes, Porfirio Díaz anunciaba celebrar con artificio sin precedentes el centenario de la Independencia de México (1810-1910). A su propósito contribuyó el deslumbrante cinematógrafo que los hermanos Lumière habían presentado al público europeo en diciembre de 1895. A los pocos meses, lo teníamos en México al servicio de la pretensión de lujo y civilizada elegancia del porfiriato.[4] Pero a poco tiempo estalla la Revolución Mexicana. Porfirio Díaz, al salir a París en exilio voluntario, dijo augurando la complejidad histórica de dicha revolución: “Madero ha soltado un tigre, veremos si puede manejarlo.” La Revolución Mexicana, que prometió reformas para un México nuevo y más justo, ha sido ampliamente cuestionada, ¿cumplió con su cometido? En Nadie me verá llorar, la Revolución simplemente pasa de lado, inadvertida para los protagonistas. La novela se concentra en la historia de los marginados, de una mujer y de un hombre que junto con otros, en los márgenes de la sociedad y de la historia misma, se mueven en un ambiente de reclusión, de locura, de enajenación. El histórico manicomio de La Castañeda, inaugurado por Díaz dentro de las celebraciones de la Independecia, es el escenario principal. Allí, dementes, alcohólicos, drogadictos, anarquistas e indigentes eran recluidos por igual.

Pero no todo es invención de la pluma de Rivera Garza. La escritora ha tomado un expediente real, el expediente de Modesta Burgos, cuya fotografía la impacta de tal manera que la lleva a convertirla en Matilda Burgos,[5] la protagonista de una historia creada por su imaginación, según afirma en las “Notas finales”,[6] recreada en un ambiente histórico cuyo referente es posible de identificar. Además, la presencia de la Historia, con mayúscula, no sólo sirve para ambientar la novela sino que se hace presente de manera inusitada: la novela incluye, en el capítulo final, documentos del expediente de Modesta Burgos. Los textos de Matilda son testimonios reales. La ficción y la historia se toman de la mano en un mismo discurso. Hayden White declaró al término de una entrevista en 1999: “Finalmente no creo que podamos describir la realidad o comprometernos con ella sin utilizar un lenguaje figurativo. Eso es todo.”[7] Hayden White se referería al problema de escribir la historia, pero esta afirmación parece haber anunciado lo que Cristina Rivera Garza haría en la novela Nadie me verá llorar, publicada en ese mismo año.

La novela narra la historia de Matilda Burgos, una interna del manicomio de La Castañeda. La vida de Matilda se va descubriendo gracias al interés de Joaquín Buitrago, el fotógrafo oficial del manicomio, el cual cree identificar a Matilda como una antigua prostituta también retratada por su cámara. El motivo de descubrir su identidad lo lleva a buscar el expediente que finalmente consigue por veinticuatro horas, y a través de él empieza a averiguar en otros libros de historia sobre los orígenes del pueblo y de la familia de Matilda. La historia se compone con la información que Joaquín encuentra, con los relatos que ella misma le cuenta, con las vivencias que comparten y con los escritos que tanto Matilda como otros internos redactan dentro del manicomio. Por ello, el objeto de estudio en este ensayo es la presencia y la inserción de la historia, de documentos (testimonios) históricos que hay en la novela, en términos de su configuración en el contexto de la narración. Iluminan el acercamiento algunos presupuestos teóricos de Hayden White y de Paul Ricoeur, dos filósofos de la narrativa histórica que abordan el fenómeno desde diferentes perspectivas, complementarias para nuestra interpretación.

I. Huellas de la historiografía

Configurar el pasado narrativamente es algo inherente a nuestra comprensión del mismo como pasado humano, afirma Paul Ricoeur y señala que cualquiera otra configuración lo convertiría en algo extraño.[8] Por su parte, Hayden White dice que los historiadores refamiliarizan el pasado para nosotros, no sólo suministrándonos mayor información acerca de él, sino mostrándonos cómo su desarrollo conformó un tipo u otro de relato que convencionalmente invocamos para darle sentido a nuestras propias historias de vida.[9] La extensa obra de Ricoeur, Tiempo y narración, va a concluir en una “identidad narrativa” o “narrada”, “puesto que la pregunta por el ser del yo se contesta narrando una historia, contando una vida. Podemos saber –en efecto– lo que es el hombre atendiendo la secuencia narrativa de su vida.”[10] Las definiciones de ambos se ajustan plenamente al proceso que se vive en la lectura de la novela: la historia de una vida para conocer y comprender el pasado humano. El doctor Eduardo Oligochea, en un acto “ilegal” pero como muestra de solidaridad, le entrega a Joaquín Buitrago el expediente 6353:

–Aquí está. Es toda suya, Joaquín. Por veinticuatro horas.

Cuando la carpeta pasa de manos los dos evitan verse. Nadie se enterará de lo que está sucediendo. Es un acto ilegal de dos hombres todavía de pie a las orillas de un mismo río. [...]

Un nombre entero. Un lugar de nacimiento. Una fecha. Todas las historias empiezan así: Matilda Burgos. Papantla, Veracruz, 1885. (p. 51)

El fotógrafo se refugia en un simbólico lugar para leer el expediente y para ampliar la información. Lo encontramos leyendo “en el interior de la Biblioteca Nacional” (p. 54). Y en los siete libros que ha seleccionado comienza a buscar los orígenes de Matilda, los orígenes del lugar de donde procede. La novela incluye cuatro fragmentos de información histórica sobre Papantla. Las citas proceden de un libro que se consigna en las “Notas finales”:

La información histórica acerca de Papantla (en cursivas) [capítulo 2] y la descripción del cultivo de la vainilla que aparece en el capítulo 3 están basados en su mayoría en el libro Papantla (México: Escuela Nacional de Antropología e Historia, 1987.) (p. 208)  

Esas “Notas finales” llaman la atención. La voz de la autora implícita aparece con la autoconciencia de estar narrando con elementos tomados de la historia real, concesión contextualizadora dirigida al lector y operación discursiva que se vuelve topic de sí misma al tematizarse, explícitamente, el problema del referente. Rivera Garza es escritora, pero historiadora también, y cuidadosa de dar los créditos correspondientes reconoce las fuentes que utilizó para su novela, al igual que lo hiciera Fernando del Paso en sus novelas:

El escritor que escribe novela histórica [...] goza de varias ventajas frente a la historia. Por ejemplo, no necesita poner notas al pie de página ni citar la bibliografía. Creo que no está mal mencionar, cuando menos, las fuentes principales. Lo hizo Carlos Fuentes en Terra Nostra, pero no Vargas Llosa en La Fiesta del Chivo, lo cual le valió, justificada o injustificadamente, que un historiador lo acusara de plagio.[11]

No podríamos clasificar a Nadie me verá llorar como una novela histórica. Sin embargo, encontramos a lo largo de la novela una serie de ambientes recreados con información precisa: la información sobre el ejercicio de la psiquiatría en la época, “los datos sobre la reglamentación de la prostitución”, “la información histórica, geográfica y mineral de Real de Catorce”, “el mundo de la ingeniería a la vuelta del siglo XX”, así como “los datos históricos sobre el mundo de las calles, el manicomio y otras instituciones de control social en el México porfiriano y en los albores de la post-revolución”, (pp. 207-208 passim) proceden de fuentes historiográficas consignadas al final de la novela.

En este apartado, revisaremos –en primer término– las cuatro citas referentes a Papantla, comprendidas en el capítulo 2 y destacadas con cursivas del resto de la narración. La primera cita es casi una enumeración de lugares que delimitan la zona en ese estudio:

[CITA 1] Los totonacas arribaron a la zona del Tajín alrededor del año 800 de nuestra era, tiempo después y por razones que permanecen en el misterio, el área fue abandonada hacia el siglo XII. El territorio del Totonacapan iba desde las riberas del río Cazones hasta las del río La Antigua e incluía, sobre un costado de la sierra Madre, a Huauchinango, Zacatlán, Tetela, Zacapoaxtla, Tlatanquitepec, Teziutlán, Papantla y Misantla. (p. 55, las cursivas son del texto)

Esta cita impregna de colorido el contexto de la novela. El nombre de Papantla aparece rodeado de nombres tal vez impronunciables incluso para hispanohablantes no familiarizados con los topónimos mexicanos. Las huellas del tiempo son borrosas, “alrededor de”, “hacia el siglo XII”, por razones de “misterio”. Lo cierto e histórico son los lugares. El aquí. Las fechas dan el ‘ahora’ del tiempo histórico. Los lugares, el ‘aquí’. Ricoeur dice: “las ‘cosas’ recordadas están intrínsecamente asociadas a lugares. Y no es por descuido por lo que decimos de lo que aconteció que tuvo lugar.”[12] La primera cita consigna el origen remoto (¿mítico?) de Papantla, el lugar de nacimiento de Matilda Burgos.

La segunda cita nos ubica en el contexto de la lucha independentista en la región:

[CITA 2] La guerra de Independencia estalló pronto en el norte del antiguo Totonacapan y se extendió hasta bien entrada la década de los veintes. Mientras que el dominio militar de la zona no fue estable, se produjeron tomas y retomas de los principales puertos y plazas. [...] Papantla es atacada de nuevo en 1819. Pedro Vega, Simón de la Cruz y Joaquín Aguilar fueron líderes destacados, aunque el caudillo que sobresalió fue Serafín Olarte, quien cohesionó a numerosos contingentes indígenas y mantuvo una denodada defensa, en su bastión de Coyuxquihui, contra las tropas coloniales. (p. 55, las cursivas son del texto)

El tono de la narración de la cita es heroico “líderes destacados”, “el caudillo”, “denodada defensa”, “bastión”, y en especial, la alusión a los indígenas dentro del contexto de la independencia de México. Joaquín lee toda esta información y el texto dice, ya al margen de la cita histórica: “las fechas son columpios donde Joaquín mece un aburrimiento largo, una expectación llena de urgencia. ‘¿Cuándo, a qué hora apareces, Matilda?’.” (p. 55). Joaquín desea encontrar en la historia la información que le permita encontrar la historia de la vida de Matilda. Conocer su pasado para entender su presente.

La tercera cita mantiene y exalta aún más el tono heroico de la segunda. Se trata ahora de la historia durante la intervención norteamericana. Pero en este caso, el narrador juzga irónicamente el contenido y hace reír a Joaquín burlándose del fracaso del “fervor patrio”, ya que los papantecos se quedaron “listos y armados hasta los dientes” pero fuera de las batallas:

[CITA 3] Las autoridades y el pueblo de Papantla desconocen absolutamente al gobierno de los Estados Unidos del Norte, reconociendo más que nunca a México cuya suerte compartirán por siempre y ofrecen perecer en su defensa sacrificando sus fortunas, sus familias, y cuanto les es más sagrado como víctimas de su patriotismo, y sobre sus cadáveres pasarán los enemigos de su nacionalidad e independencia a ocupar las ruinas y escombros que dejarán a su retaguardia, sólo de este modo sucumbirán. (p. 56, las cursivas son del texto)

Hayden White reflexiona acerca de las formas narrativas que pueden adoptar los relatos históricos, señalando que el historiador presenta su narración como un relato de tipo particular: “El lector, inmerso en el proceso de seguir la narración del historiador sobre tales acontecimientos, gradualmente se da cuenta de que el relato que está leyendo corresponde a un tipo determinado: novela, tragedia, comedia, sátira, épica o cualquier otro.” Y señala que cuando el lector “ha percibido la clase o el tipo al que pertenece el relato que está leyendo, experimenta el efecto de que los acontecimientos del relato le han sido explicados.”[13] En la lectura de la tercera cita se experimenta un doble proceso. Primero se recibe el discurso heroico y exaltado del patriotismo de los papantecos (narración épica), y luego, subvierte el contenido por la burla del narrador a través de la risa de Joaquín por el fracaso de la intención.

Por otra parte, la cita 3 –aunque histórica– narra sucesos que podrían haber ocurrido. Podríamos interpretar la inclusión de una cita de esta naturaleza como un cuestionamiento al quehacer de la historiografía que debería ocuparse sólo de los hechos pasados y no de lo que pudo haber sucedido. Ricoeur se cuestiona sobre el significado de decir que algo ha sucedido ‘realmente’. Se refiere, entonces, al papel que desempeña el carácter selectivo de la búsqueda, de la conservación y de la consulta de los documentos. En el manejo de dichos documentos, afirma Ricoeur, se señala la línea divisoria entre historia y ficción: “A diferencia de la novela, las construcciones del historiador tienden a ser reconstrucciones del pasado. A través del documento y por medio de la prueba documental, el historiador está sometido a lo que, un día, fue.”[14] La ficción, en cambio, está en libertad de escribir las posibilidades no efectuadas del pasado histórico, lo que pudo haber sucedido.

Finalmente, la descripción de los emigrantes italianos a la región y sus dificultades para adaptarse al nuevo medio son el tema de la cuarta cita, la cual está narrada en un estilo plenamente novelesco:

[CITA 4] ...estaban muriéndose de hambre y vino un italiano a pedir auxilio al cura, entonces fueron familias de la villa y les llevaron comida y medicina, entre otras cosas curiosas encontraron a un italiano cocinando un zopilote. Cuando un Papanteco le dijo que eso no se comía, el italiano respondió: “Tutte ave che vola a la tavola”. Un problema que tenían los italianos eran las niguas porque todos estaban llenos y no sabían qué era eso; hablaban y no se entendían, pero había uno que entendía español y les dijo que se las iban a sacar. Ya todos acarrearon espinas de naranja y cal y empezaron a sacar las bolsitas de niguas y a llenarla de cal y así les sacaron todas. (p. 56, las cursivas son del texto)

La fecha de la emigración que se consigna aparece entre 1857 y 1858. A plena mitad del siglo XIX, nos encontramos ante una cita que recuerda el relato que hicieran los cronistas a su llegada a las tierras del Nuevo Mundo varios siglos atrás. La novela aprovecha al único “que entendía español”, nos aclara que ése no era italiano y que su nombre era Marcos Burgos, el abuelo de Matilda.

Este capítulo 2, el más impregnado con citas de documentos históricos, es paradójicamente el más complejo en su manejo del tiempo y del espacio. Situaciones ocurridas en tiempos y lugares distintos, aparecen integrados en un discurso que aparenta ser lineal (por la dirección de la lectura obligada), pero que entreteje una complicada red en la que se van mezclando la información proveniente de los libros de historia, los recuerdos de Matilda, la información del expediente clínico, la historia de la familia Burgos y la historia en el presente de Matilda con Joaquín que se encuentra leyendo y oyendo todo lo anterior.

En este capítulo, se realiza también el proceso de lo que llamaremos ‘la escritura de la historia’, esto es, el paso del acontecimiento vivido al suceso narrado y consignado por escrito para la historia. En 1900, Matilda llega a la Ciudad de México para vivir bajo la tutoría de su tío, el hermano de su padre, “sólo en compañía de su maleta y su desconcierto.” (p. 69). Páginas atrás, se incluye el diálogo que nos interesa:

–Todo va a salir bien, no te preocupes –una voz con tono bajo, mesurado, la sacó abruptamente del ensueño. Con ademanes discretos, intentando evitar que ella sintiera vergüenza, el hombre de tez blanca y nariz aguileña le estaba ofreciendo su pañuelo blanco. Matilda lo aceptó. En una de las esquinas pudo ver las iniciales J.B. bordadas con hilo color café. Le sonrió.

–Gracias, señor –el acento pueblerino que salió de sus palabras venía de lejos. De la infancia. (p. 54)

Este hecho que podemos ver y oír directamente gracias a la actualización de la experiencia mediante el diálogo, aparece después convertido en historia:

Una sombra baja de lo lejos y le ofrece, a través del tiempo, un pañuelo blanco, inmaculado. J.B. (p. 65, las cursivas son del texto)

El acontecimiento se ha transformado en historia. Aparece con las mismas letras cursivas con que se consignan los fragmentos tomados de los libros citados en las “Notas finales”. Pero aquí hay tipo de escritura poético. Hayden White dice: “Burckhardt no dejó duda de que los documentos más informativos sobre cualquier civilización, los documentos en que su verdadera naturaleza interior se revela con más claridad, son poéticos: ‘La historia halla en la poesía no sólo una de sus fuentes más importantes sino también una de las más puras y excelentes’.”[15] También en cursivas, aparecen dos citas más. Las dos, igualmente poéticas, describen el “chuchiqui”, el tipo de aguardiente que bebía el padre de Matilda y que lo llevó a la muerte:

¿A qué sabe, a qué sabe, Santiago? [...]

Sabe a lo que sabe la muerte cuando la tienes dentro de la boca, Joaquín. Sabe a golpe. Sabe a encontrarla y a dejarla ir. Sabe a la vida cuando se te acaba, hombre. Sabe a ti y a mí, Joaquín. (p. 59)

[...] Sabe a ganas de morirse. Sabe a certeza de morirse, Joaquín. sabe a filo, a clavo, a fuete, a algo con lo que te golpean. Sabe a lengua cuando la tienes inmóvil entre los dientes. (p. 61, las cursivas son del texto)

En un estilo poético, la novela describe la muerte del padre de Matilda. La voz que se escucha en las citas es, sin duda, la voz de Matilda. Oralidad pura que podemos comprobar en rasgos como el nombre de Joaquín apareciendo siempre como vocativo, y la interjección “hombre”, con matiz conciliador, que no deja lugar a duda de que se trata de una voz que habla y que hay que escuchar, y no un texto que se deba leer.

II. Testimonios de vida

El historiador, afirma Ricoeur, tiene la tarea de construir una imagen coherente, portadora de un sentido único, debe construir una imagen de las cosas, tal como fueron en realidad y de los acontecimientos, debe localizar todas las narraciones históricas en el mismo espacio y en el mismo tiempo; es decir, debe poder vincular todos los relatos históricos en un único mundo.[16] Por el contrario, el escritor de ficción tiene la posibilidad de ofrecer más de un sentido y de construir imágenes en distintos espacios y tiempos, traspasando con ello las barreras que sujetan la historia a un contexto único e inmutable. Rivera Garza declaró en una entrevista:

Mi trabajo se mueve entre la historia y la literatura de manera más bien fluida. Más que ir de un lado hacia el otro, como si ambos campos tuvieran límites firmes y rigurosos, mi trabajo se guía por preguntas que conciernen a los dos, creando un espacio interdisciplinario, fronterizo, que no sólo me parece rico sino también amplio y flexible.[17]

En ese espacio fronterizo, la novela ofrece un lugar a los testimonios de los más débiles. A los que siempre quedan al margen de la historia consignada por quienes detentan el poder. Testimonios que son fragmentos de vida y que aparecen recreados en el capítulo 3, intitulado: “Todo es lenguaje”. Paul Ricoeur afirma acerca de este tipo de documentos:

El testimonio tiene varios usos: la archivación con miras a la consulta por parte de los historiadores no es más que uno de ellos, más allá de la práctica del testimonio en la vida cotidiana y paralelamente a su uso judicial. [...] Además, dentro de la misma esfera histórica, el testimonio no concluye su carrera con la constitución de los archivos; resurge al final del recorrido epistemológico en el plano de la representación del pasado por el relato, los artificios retóricos, la configuración en imágenes...[18]

En el capítulo 3 de la novela se incluyen fragmentos de expedientes de otros asilados en el manicomio de La Castañeda. La mayoría son reportes médicos del diagnóstico de los enfermos y de su comportamiento. Pero otros, los menos, destacan porque incluyen escritos de los mismos enfermos:

No. 1482

Lucrecia Diez de Sollano de Sanciprián. San Miguel de Allende, Guanajuato, 1874. Casada. Quehaceres domésticos. Católica. Constitución débil.

“Mis padres. Don Vicente Diez de Sollano murió a los 60 años. Mi madre fue Piedad de la Peza y Poza. El señor, mi padre, fue un hombre muy sano, murió de bronquitis capilar aguda. Mi madre, de constitución nerviosa y de muy claro talante, nunca tuvo ataques. Murió de una gripa que le atacó el intestino y el corazón. [...] (p. 75, el cambio del tipo de letra es del texto)

En esta cita destacan, por una parte, el carácter oficial del documento simbolizado en el número del expediente. Por otra, la diferencia entre las primeras líneas en donde la escritura es una enumeración también oficial, frente al testimonio de la interna amplio y detallado que denota una contradicción en sus propias definiciones –el padre sano muere de una enfermedad crónica; la madre que nunca tiene ataques muere de un ataque–, y que refleja las costumbres de respeto de la época en el trato a los padres.   La cita continúa:

 “Yo nací el año 1874. A los seis años tuve escarlatina, después crecí sana y robusta. A los 15 años me vino el periodo sin ningún trastorno. A esa edad me volví nerviosa y me casé a los 17. Me curé de lo nervioso y así estuve cuatro años hasta que, por penas morales y pérdidas físicas, cuando estaba criando a una niñita muy robusta, me vino otra vez el estado nervioso de febrero a agosto. [...] En ese tiempo se puede decir que usaba de alcoholes por prescripción médica, y tal vez por inconciencia abusaba de ellos. [...] (pp. 75-76, el cambio del tipo de letra es del texto)

La narración fluye con precisión cronológica y con gran conciencia de su propia situación. La interna no parece una mujer demente, se trataría en todo caso de una alcohólica depresiva. Pero más importante, desde el punto de vista de nuestro estudio, es que tanto esta cita como tal vez las otras que se incluyen en el mismo capítulo, corresponden sólo en parte al documento real. En un artículo publicado por Cristina Rivera Garza en una revista especializada de historia, se encuentran también fragmentos de los testimonios de varias internas del manicomio de La Castañeda. Aunque traducidos al inglés, la segunda parte de la cita antes incluida coincide, aunque  no fielmente, con la registrada en el artículo académico:

I was born in 1874. When I was six years old, I suffered from scarlet fever, thereafter I grew up healthy and strong. I had my period at 13, with no derangement, and at 15 I became nervous. I got married at 17, and my health improved. [...][19]

Los testimonios incluidos en el capítulo 3 presentan la misma tipografía que las cartas del capítulo final, autógrafas y reales –ésas, sí, según las “Notas finales”– de Matilda/Modesta Burgos. El contenido varía y nos informan de la variedad de razones por las cuales se internaba a la gente en el manicomio: drogadicción, alcoholismo, esquizofrenia e indigencia. El caso de Mariano García, expediente número 6002, denuncia la arbitrariedad de ciertas reclusiones:

[...] En vista de lo expresado se mandó llamar al enfermo y dijo que tenía doce años de estar en el manicomio, que lo trajeron por andar de mendigo, y que no obstante que no estaba loco, lo habían tenido en el pabellón de neurosífilis. [...] El doctor Oligochea declaró por escrito que “el enfermo estaba en condiciones de volver al medio familiar y social, por lo que pedía su alta.” Con el informe anterior se justifica que este individuo ha estado indebidamente en este hospital por un largo periodo de tiempo. Con esto se da por terminada la presente. Firmas al calce. (pp. 89-90, el cambio del tipo de letra es del texto)

En la cita anterior resalta la inclusión del nombre de un personaje, el doctor Eduardo Oligochea, dentro de lo que podría ser un testimonio auténtico. Además, los números de los expedientes no coinciden con los registrados en el artículo académico antes citado. Por ejemplo, sabemos ya que el expediente 6353 es el de Matilda Burgos. Sin embargo, encontramos un número distinto en las notas de la citas siguientes:

Modesta B.’s lack of modesty, her use of affected terms, the pretense to pass herself as an educated woman and, above all, her willingness to talk about sex. [...] However, came into question when the Wasserman test designed to detect syphilis came out negative. [...] Prof. Magdalena O. viuda de Alvarez attested that, indeed, the patient talked, perhaps too much.[20]

In her version of events, she was an employee of the Virginia Fábregas Theater Company who, upon denying her sexual favors to a group of soldiers, was unjustly sent to jail.[21]

Tanto en la nota 83 de la primera cita, como en la 114 de la segunda dentro del artículo, se puede leer: “Modesta B., AHSSA, FMG, SEC, caja 105, exp. 16”. En el caso de Lucrecia Diez que tiene el expediente 1482 en la novela, en la nota 3 del artículo académico aparece como “Luz D. de S., Archivo Histórico de la Secretaría de Salubridad y Asistencia (AHSSA), Fondo Manicomio General (FMG), Sección Expedientes Clínicos (SEC), caja 22, exp. 63.”

Sin embargo, la inclusión de estos documentos en la novela, sin importar las modificaciones impuestas por el discurso de la ficción, nos revela a los sujetos mismos: “La especificidad del testimonio consiste en que la aserción de realidad es inseparable de su acoplamiento con la autodesignación del sujeto que atestigua. De este acoplamiento procede la fórmula tipo del testimonio: yo estaba allí. Lo que se atesta es, indivisamente, la realidad de la cosa pasada y la presencia del narrador en los lugares del hecho. Y es el testigo el que, primeramente, se declara tal. Se nombra a sí mismo.”[22] La novela abre un espacio para que los sujetos puedan expresarse por sí mismos. Ya antes, grandes escritores como Juan Rulfo y José Ma. Arguedas habían abierto el camino para incorporar la voz de “los sin voz” en la literatura. Nadie me verá llorar prueba también con la posibilidad de dar cabida a los testimonios de las víctimas del sistema.  

Conclusión

Nadie me verá llorar se desarrolla en el contexto histórico del cambio al pasado siglo XX, pero es una novela que sentimos contemporánea a nosotros. ¿Cuál es el secreto? La novela encierra la historia del dolor de las víctimas que no se ha podido ya no digamos superar sino registrar en todo un siglo. Tanto Hayden White como Paul Ricoeur han reflexionado sobre el problema de la historia y del testimonio de las víctimas (del Holocausto ambos, y Ricoeur sobre las víctimas del Apartheid, además).[23] El dolor no pasa y no es fácil de registrar en la historia. La historia de los sectores sociales que sufren en los márgenes de la Historia, como también hoy en día sucede en todo el mundo, tal vez de manera más cruel que entonces: los locos, pero también los comprometidos ideológica y políticamente, los pobres y marginados que emigraban a las grandes ciudades sólo para sumar su dolor al de muchos otros que ya se les habían adelantado, compartieron por igual el encierro en el manicomio de La Castañeda.

México vivió su Revolución en 1910, dando fin a una dictadura de más 30 años. Una revolución en la que “los mexicanos finalmente supieron cómo hablaban, cantaban, comían y bebían, soñaban y amaban, lloraban y luchaban los demás mexicanos”.[24] Nadie me verá llorar cuestiona los resultados inmediatos y posteriores en términos del impacto social de la Revolución Mexicana. Pero también la Revolución pasa de lado sin que se le vea y se escribe con minúscula en esta novela, ya que no significó nada para los marginados que siguieron en las mismas condiciones. La loca (Matilda) y el morfinómano (Joaquín), permanecieron también en los márgenes de la historia:

Matilda Burgos y Joaquín Buitrago se han perdido de todas las grandes ocasiones históricas. Cuando la revolución estalló, ella estaba dentro de un amor hecho de biznagas y aire azul, y él en la duermevela desigual de la morfina. (p. 173)

 

En todo ese tiempo, el fotógrafo nunca salió en busca de Adelitas o de masacres, en su lugar se dedicó a tomar placas de ausencias. [...] Para Matilda, en cambio, la revolución se redujo a dos forasteros recopilando datos. Un suicidio, la falta de sonidos. Los dos anduvieron siempre en las orillas de la historia, siempre a punto de resbalar y caer fuera de su embrujo y siempre, sin embargo, dentro. Muy dentro. (p. 174)

El trabajo de escritura de Rivera Garza denota disciplina. Primero recorre los escenarios históricos e indaga todo lo posible en los archivos en busca de las huellas del pasado en cuestión, para luego reescribir la historia en la ficción, según las pautas que le dicta su alma de poeta. Porque, si bien la novela sigue con cuidado y precisión datos históricos que van ubicando al lector en tiempos y espacios precisos, por otro lado, la poesía surge natural y delicada, tiñendo de color azul sus páginas, el color azul del vestido con el que llegó de Papantla y el color azul de los ojos de Paul, y con el delicioso aroma de la vainilla envolviendo el texto y quitándole la pauta de la narración al tiempo:

Matilda no tiene remedio. Habla demasiado. Cuenta historias desproporcionadas. [... Pero también...] Escribe. Escribe cartas. Escribe despachos diplomáticos. “Mierda de mundo.” Escribe un diario. Todos sus papeles van a parar al expediente 6353 y ahí se quedan en los márgenes de los días y del lenguaje, como Joaquín, como el manicomio mismo. (p. 25)

Al final, la enferma que ha hablado mucho, que ha escrito tanto sólo pide silencio: “–Déjame guardar silencio.” (p. 198). La novela cierra con una prueba de fuego: “Los documentos que se transcriben en el capítulo 8 son copia fiel de los escritos de Modesta Burgos L., la enferma que hablaba mucho. Los guiones entre palabras le pertenecen a ella.” (p. 208). La ficción da la mano franca a la historia y deja paso libre al testimonio real, en una muestra de la conjunción que existe entre historia y literatura mediante la narración de la historia humana, de la historia de una vida:

El nivel medio de seguridad del lenguaje depende, en último análisis, en la fiabilidad, por tanto de la testación biográfica, de cada testigo tomado de uno en uno. Sobre el fondo de esta presunta confianza se destaca trágicamente la soledad de los “testigos históricos” cuya experiencia extraordinaria echa en falta la capacidad de comprensión media, ordinaria. Hay testigos que no encuentran nunca la audiencia capaz de escucharlos y de oírlos.[25]

La última frase, después de habernos enfrentado a la escritura real del expediente de Matilda Burgos, es: “Déjenme descansar en paz.” (p. 205). Y tanto el expediente como la novela se cierran con el acta de defunción que da testimonio de que el 7 de septiembre de 1958, a las 4 horas, fue la fecha en que Matilda entró al silencio para siempre.

Bibliografía

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Fuentes, Carlos (1992), El espejo enterrado. FCE, México.

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Maceiras, Manuel (1997), “Entrevista con Paul Ricoeur”, Anábasis, Universidad Complutense de Madrid, núm. 5.

Mendiola, Alfonso (1999), “Hayden White: la lógica figurativa en el discurso histórico moderno”, transcrip. y trad. Juan Javier Cerda Orozco y Pablo Tamariz Domínguez, Historia y Grafía, enero-junio. [Entrevista con Hayden White].

Paso, Fernando del (2001), “Las posibilidades de la novela”, Metapolítica, núm. 21, enero-febrero 2002. Fragmento de la conferencia “Novela e Historia”, Coloquio Historia y Novela Histórica, 15-17 agosto de 2001, El Colegio de Michoacán, Zamora, México.

Ricoeur, Paul (1983), Tiempo y narración I. Configuración del tiempo en el relato histórico, trad. Agustín Neira. Siglo Veintiuno Editores, México, 1995 [1a. ed. francesa, 1983].

Ricoeur, Paul (1984), Tiempo y narración II. Configuración del tiempo en el relato de ficción, trad. Agustín Neira. Siglo Veintiuno Editores, México, 1995 [1a. ed. francesa, 1984].

Ricoeur, Paul (1985), Tiempo y narración III. El tiempo narrado, trad. Agustín Neira. Siglo Veintiuno Editores, México, 1996 [1a. ed. francesa, 1985].

Ricoeur, Paul (2000), La memoria, la historia, el olvido, trad. Agustín Neira. Ed. Trotta, Madrid, 2003 [1a. ed. francesa, 2000].

Rivera Garza, Cristina (1999), Nadie me verá llorar, 3ª. ed. Tusquets, México, 2003.

Rivera Garza, Cristina (2001), “‘She neither Respected nor Obeyed Anyone’: Inmates and Psychiatrists Debate Gender and Class at the General Insane Asylum La Castañeda, Mexico, 1910-1930”, Hispanic American Historical Review, vol. 81, núms. 3-4, pp. 653-688.

Rivera Garza, Cristina (2005),“Entrevista exclusiva con Cristina Rivera Garza”, Literatura joven de México. A partir del Crack, Posgrado en Lengua y Literatura Hispánicas, Universidad Nacional de Seúl, 19 de octubre. Disponible desde Internet en: http://cafe.naver.com/elcrack.cafe

White, Hayden (1973), Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, trad. Stella Mastrangelo. FCE, México, 2002 [1a. ed. inglesa, 1973].

White, Hayden (1978), “El texto histórico como artefacto literario”, El texto histórico como artefacto literario y otros escritos, trad. Verónica Tozzi y Nicolás Lavagnino, Paidós, Barcelona, 2003 [Tropics of Discourse, 1978; Figural Realism, 1999].

Hayden White (1999), “El acontecimiento modernista”, El texto histórico como artefacto literario y otros escritos, trad. Verónica Tozzi y Nicolás Lavagnino, Paidós, Barcelona, 2003 [Tropics of Discourse, 1978; Figural Realism, 1999].

Referencias:

[1]  Cristina Rivera Garza (México, 1964) es Doctora en Historia Latinoamericana por la Universidad de Houston. Una de las novelistas hispanoamericanas más destacadas del momento que ha cultivado, además, el género del relato corto y la poesía. La novela Nadie me verá llorar obtuvo el Premio Nacional de Novela, el Premio Nacional IMPAC-CONARTE-ITESM 2000 y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2001.

[2]  Carlos Fuentes (2002), “Cristina Rivera Garza”, El Norte, 9 de diciembre.

[3]  Ambas novelas se encuentran ya traducidas al coreano. Y Nadie me verá llorar se encuentra en proceso de traducción también al coreano.

[4] En la historia de México, se denomina ‘porfiriato’ a los más de treinta años que gobernó el país el general Porfirio Díaz en forma intermitente, desde 1876 hasta mayo de 1911, fecha en que renunció a la presidencia por la fuerza de la revolución encabezada por Francisco I. Madero y los hermanos Flores Magón.

[5] Vid., respuesta núm. 7, Cristina Rivera Garza (2005), “Entrevista exclusiva con Cristina Rivera Garza”, Literatura joven de México. A partir del Crack, Posgrado en Lengua y Literatura Hispánicas, Universidad Nacional de Seúl, 19 de octubre. Disponible desde Internet en: http://cafe.naver.com/elcrack.cafe

[6] Cf. Cristina Rivera Garza (1999), Nadie me verá llorar, Tusquets, México, pp. 207-208. Citaremos por la 3ª. ed. Tusquets, México, 2003, y en adelante sólo indicaremos las páginas entre paréntesis.

[7] Alfonso Mendiola (1999), “Hayden White: la lógica figurativa en el discurso histórico moderno”, transcrip. y trad. Juan Javier Cerda Orozco y Pablo Tamariz Domínguez, Historia y Grafía, enero-junio. [Entrevista con Hayden White].

[8] Cf. Paul Ricoeur (1983), Tiempo y narración I. Configuración del tiempo en el relato histórico, trad. Agustín Neira, Siglo XXI, México, 1995 [1a. ed. francesa 1983].

[9] Cf. Hayden White (1978), “El texto histórico como artefacto literario”, El texto histórico como artefacto literario y otros escritos, trad. Verónica Tozzi y Nicolás Lavagnino, Paidós, Barcelona, 2003 [Tropics of Discourse, 1978; Figural Realism, 1999].

[10] Paul Ricoeur (1983), op. cit., p. 12.

[11] Fernando del Paso (2001), “Las posibilidades de la novela”, Metapolítica, núm. 21, enero-febrero 2002. Fragmento de la conferencia “Novela e Historia”, Coloquio Historia y Novela Histórica, 15-17 agosto de 2001, El Colegio de Michoacán, Zamora, México.

El reconocimento de las fuentes históricas o literarias es una práctica que podemos encontrar en otras novelas de esta misma generación. Por ejemplo, En busca de Klingsor y Amphytrion. Pero, como señalamos arriba, ya había sido utilizada antes por escritores como Fernando del Paso (Palinuro de México, 1977) y Carlos Fuentes (Terra Nostra, 1975).

[12] Paul Ricoeur (2000), La memoria, la historia, el olvido, trad. Agustín Neira, Ed. Trotta, Madrid, 2003 [1a. ed. francesa, 2000], p. 63.

[13] Hayden White (1978), op. cit., p. 116.

[14] Paul Ricoeur (1985), Tiempo y narración III. El tiempo narrado, trad. Agustín Neira, Siglo Veintiuno Editores, México, 1996 [1a. ed. francesa, 1985], p. 837. Las cursivas son del texto.

[15] Hyden White (1973), Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, trad. Stella Mastrangelo, FCE, México, 2002 [1ª. ed. en inglés, 1973], p. 250.

[16] Cf. Paul Ricoeur (1985), op. cit., p. 844.

[17] Angélica Abelleyra (1999), “En busca de las respuestas de los más débiles, los desquiciados”, La Jornada, 7 de septiembre. Disponible desde Internet en: http://www.jornada.unam.mx/1999/09/07/cul-llorar.html

[18] Paul Ricoeur (2000), op. cit., p. 211.

[19] Cristina Rivera Garza (2001), “‘She neither Respected nor Obeyed Anyone’: Inmates and Psychiatrists Debate Gender and Class at the General Insane Asylum La Castañeda, Mexico, 1910-1930”, Hispanic American Historical Review, vol. 81, núms. 3-4, p. 653.

[20] Ibíd., pp. 674-675.

[21] Ibíd., pp. 681-682. En la novela, los datos de la cita del artículo coinciden del todo: “Prueba de Wasserman negativa. La interna es sarcástica y grosera. Habla demasiado. […] Se describe a sí misma como a una mujer hermosa y educada. […] Dice que trabajaba como artista en la compañía del Teatro Fábregas y en la ópera de Bonesi.” (p. 91, el tipo diferente de letra es del texto).

[22] Paul Ricoeur (2000), op. cit., pp. 213-214.

[23] Cf. Hayden White (1999), “El acontecimiento modernista”, El texto histórico como artefacto literario y otros escritos, op. cit., pp. 241-252 passim. Paul Ricoeur (2000), pp. 441-452 y 628-642 passim.

[24] Carlos Fuentes (1992), El espejo enterrado, FCE, México, p. 332.

[25] Paul Ricoeur (2000), op. cit., p. 217.

Claudia Macías Rodríguez, Nadie me verá llorar. Huellas de la historia en la ficción”, Revista Iberoamericana. (Universidad Nacional de Seúl) ISSN 1598-7779, núm. 17, diciembre 2006, pp. 193-213.

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