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Hacia una ética de la administración pública: problemas y perspectivas
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Para una elaboración conceptual de la ética de la gestión pública se torna fundamental qué entender por términos como administración pública, funcionario público, bienes públicos y bien común. Estas categorías, conjuntamente con otras conforman el aparato categorial de nuestra disertación.
Las mismas constituyen los ejes esenciales de una rama del saber ético que pugna por establecerse.
Para este objetivo es imprescindible delimitar estos conceptos siguiendo, claro está, distintos criterios que esclarecen nuestro objeto de estudio. |
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1.1 La administración pública y su significación actual
La administración pública es la organización que lleva a cabo la acción pública, esto es, a quien se encomienda el logro de los objetivos fijados por las instancias políticas. Por lo que una ética de esta naturaleza se aproxima a la ética política, o conocida también como deontología política.
La generalización del Estado de Bienestar tras la II Guerra Mundial, término que encontró una expresión concreta en Europa, hizo que llamara la atención el tamaño alcanzado por los organismos públicos y su omnipresencia.
Hoy en día hay que destacar más bien la variedad de las administraciones públicas, la extrema complejidad y alta diferenciación que han adquirido. Esto significa que la Administración pública posee ribetes distintivos. No es lo mismo la forma que adopta en España, Francia, y EE. UU. que en países como Venezuela, Cuba, República Dominicana, Puerto Rico, México, etc. Aunque el concepto que asumimos es interesante, puede variar en contextos históricos-concretos.
Pese a que la imagen de la administración que hoy más persiste en el mundo es la de una oficina con ventanillas, despachos y papeleo, también, y, sobre todo, es administración pública: el quirófano de un hospital, o también una clase en un colegio público, la cabina de un vuelo de la línea aérea oficial de cada país, un banco estatal, o el laboratorio donde se hace la predicción del tiempo por los meteorólogos. Constituye un principio básico de la democracia, que las instancias políticas decidan los objetivos de la acción pública y las administraciones públicas los hagan efectivos.
El papel de la administración ha de ser instrumental, no independiente, llevando a cabo las políticas decididas por el Gobierno, lo que exige evitar, tanto la tendencia de los funcionarios a ocupar parcelas de un poder que no les corresponde, como su identificación ideológica o clientelar con el partido gobernante.
De no ser así, la alternancia política implicaría quitar a unos para poner a otros, con la imaginable discontinuidad en la acción pública. Este es, precisamente, el deber ser del asunto, pero en muchos países de América Latina ocurre lo contrario, cuando se cambia el gobernador, el rector, el decano, etc. se pierde el necesario peldaño de continuidad. Suele suceder de forma distinta en las democracias europeas; aunque no es del todo exacta esta aseveración.
El volumen de bienes alcanzado por el sector público (presupuestos próximos a la mitad del PIB en los países de la Unión Europea y empleo público cercano al 20 % de la población activa) y su incidencia en la vida cotidiana de la gente hacen que la entrega efectiva de bienes y servicios a los ciudadanos se haya convertido hoy en día en un factor clave para la legitimidad política, por encima de otras consideraciones dotadas aparentemente de mayor trascendencia. [1] (Beltrán, 1998: 12)
1.2 El funcionario público, ética y responsabilidad moral
El funcionario público constituye una categoría esencial de análisis. En un amplio sentido, se llama funcionarios a todos los que trabajan para alguna de las administraciones públicas. En sentido estricto o técnico, sólo son funcionarios quienes lo hacen con una relación regulada por el Derecho Administrativo y no por las leyes laborales.
Los funcionarios tienen un estatuto especial que no constituye un privilegio, sino que es el resultado histórico de configurarlos como servidores públicos, al margen tanto de los avatares de la política como de posibles conflictos acerca de sus condiciones de empleo.
El logro de la inamovilidad laboral, despolitizó y profesionalizó la función pública en todos los países avanzados, poniendo fin –por ejemplo- al procedimiento de cesantías en países como España, y otros países europeos, así como en algunas regiones de América Latina.
La regulación basada en reglas relativas de las condiciones de empleo implica que los funcionarios no firman un contrato con la Administración, sino que son nombrados por ésta tras las pruebas pertinentes y han de someterse a lo que el estatuto establece.
Solo en el último cuarto del siglo XX, han visto los funcionarios reconocido su derecho de sindicalización y la negociación colectiva de parte de sus condiciones de empleo.
Hay que distinguir a los funcionarios profesionales (o de carrera) de los “cargos políticos” que ocupan los puestos de dirección política (como ministros, subsecretarios, directores generales y otros puestos análogos) y se designan y cesan libremente. Las relaciones entre los altos funcionarios y los cargos políticos de los que dependen son con frecuencia ambiguas, ya que los primeros influyen en los procesos de adopción de decisiones.
Como señaló M. Weber, el funcionario profesional impone con frecuencia su voluntad al ministro no profesional; para intentar evitarlo suelen crearse gabinetes, integrados por expertos de confianza, procedentes tanto del partido como de la propia administración, que asesoran a los cargos políticos en su trabajo.[2] (Beltrán, 1998: 319)
La responsabilidad puede definirse como la relación moral de un sujeto con respecto a sus obligaciones, pero también aquella categoría ética que establece que el valor de una acción no puede prescindir de sus efectos o consecuencias.
M. Weber, contrapuso una ética de la convicción, afianzada en las propias convicciones morales, a una ética de la responsabilidad, basada en los efectos, típica del político, de acuerdo con su criterio.
La responsabilidad, pues, refiere tanto a lo que creemos ético, y a cómo evaluamos los comportamientos a la vista de sus consecuencias.
Aunque el término se ha referido por antonomasia a los sujetos individuales, puede argumentarse que existen responsabilidades colectivas. Tal es el caso de la responsabilidad que hoy asumimos con respecto a las generaciones futuras.
La ética del funcionario público posee dos sentidos fundamentales. Puede definirse como el conjunto de principios, normas y valores que este profesional asume en un medio determinado, esto es cuando está ejecutando, realizando su actividad fundamental para la cual fue elegido, o designado.
Y en un sentido más individual, más auténtico, más personal, la ética del funcionario público se conforma por el modo en que este profesional asume el sistema de principios, normas, valores y cualidades de la moral social imperante y lo implica y asume en su conducta como legado individual.
En este caso tal funcionario está pasando de la regulación moral a la autorregulación moral, de la moral heterónoma que en un momento de su actividad pública puede asumir, a la moral autónoma, o sea, a la expresión de una ética auténtica, de una ética de las convicciones. No por gusto la moral, regula y autorregula, pues toda persona obra en función de resortes internos y externos. Por eso, tanto la ética como la moral en última instancia se propone el perfeccionamiento y el autoperfeccionamiento de la persona, y en última instancia el crecimiento moral de los seres humanos.
Este es precisamente el sentido de la idea martiana cuando dice todo hombre está obligado a honrar con su conducta privada, tanto como con la pública, a su Patria.[3]
Entre los rasgos morales que deben caracterizar la actividad y la ética del funcionario público están entre otros los siguientes:
. La apertura de su personalidad a los conflictos y dilemas que surgen en la actividad pública. . El cultivo de la sensibilidad y el reconocimiento del otro (del otro como individuo, como grupo, como sociedad, etc.) como valores imprescindibles del quehacer público. . El desarrollo del profesionalismo y la integralidad como valores en el ámbito público. El profesionalismo no debe verse solo como fruto de su formación profesional y cognoscitiva, es también un valor social y moral, de incuestionable valor formativo.
La integralidad no es solo poseer conocimientos en una rama específica, no es solo reducirla a profesionalidad, o tampoco como experticidad.
La profesionalidad es también un compromiso, pues todo hombre es deudor de la comunidad profesional donde se ha formado y de la sociedad que ha contribuido decisivamente a su formación y desarrollo.
. El funcionario público debe incorporar el diálogo como modo de crecimiento humano, pues solo a través de él, el hombre se abre a la cultura del error, del debate, a la posibilidad de equivocarse como elemento de regulación moral de su conducta. . El funcionario público debe ser modelo, ejemplo, paradigma de actuación, de lo contrario puede pasar a ser un ente abstracto, y en muchos casos, con poco, o ningún sentido como figura pública. . El otro elemento indispensable en la ética del funcionario público lo constituye la transparencia y la confianza. Sin estos dos atributos no pudiera hablarse de una ética a nivel personal.
1.3 El bien público y el bien común
Otras dos categorías que me parecen centrales para la constitución de una ética de la gestión pública, son las de bienes públicos y la de bien común: veamos en qué razones nos afianzamos para tal aseveración.
Se dice que un bien es público cuando su consumo es indivisible y no excluyente. Un bien es perfectamente indivisible o, en otros términos, la oferta de ese bien es conjunta o no rival, si, una vez producido, el consumo individual de una unidad de ese bien no reduce la cantidad disponible para otros.
Se dice que un bien es no excluyente si resulta imposible o excesivamente costoso impedir a nadie el consumo de ese bien.
Se consideran como bienes públicos típicos: la defensa, la justicia o la protección del medio ambiente, etc.
A diferencia de éstos, los bienes privados son perfectamente divisibles (rivales) y excluyentes.
Además de bienes públicos puros, esto es, perfectamente indivisible y no excluyente, existen bienes públicos mixtos o ambiguos. Ello se debe a que oferta conjunta (no rivalidad) y no exclusión no se implican mutuamente.
Un bien puede ser excluyente pero indivisible. Una señal de televisión es un bien indivisible, pero codificándola y cobrando por su descodificación se puede hacer excluyente.
Otros bienes, en cambio, son divisibles pero no excluyentes. Pescar en un océano no es excluyente, pero la pesca es divisible: cuanto más pescan unos, queda menos para otros.
Según M. Olson, si una persona actúa racionalmente (es decir, tratando de maximizar su beneficio) no participará en la acción colectiva de grandes organizaciones que traten de obtener bienes públicos, pues nadie le puede impedir que consuma o disfrute esos bienes aunque no participe en su obtención.[4] (Aguiar, 1998:62)
El otro término indispensable para sustentar esta rama del saber ético lo es, sin lugar a dudas, el bien común.
Desde el momento en que se planteó el problema de la naturaleza de la sociedad humana agrupada en Estados que pueden, o deben, proporcionar a sus miembros un bien o serie de bienes para facilitar su subsistencia, bienestar y felicidad, se suscitó la cuestión ulteriormente llamada del “bien común”.
El concepto de bien común ha constituido uno de los principios básicos que han determinado la relación del individuo y la sociedad así como la organización y la estructura de autoridad de esta última.
Los presupuestos a partir de los cuales los Sofistas, Platón y Aristóteles afrontaron esta cuestión en la Grecia clásica fueron los siguientes:
Primero, existe un orden cósmico y natural que determina una priorización objetiva de los bienes; segundo, el hombre logra una vida buena plena de armonía y felicidad, si vive al máximo conforme a la razón. Pero ese telos (fin) humano requiere para su realización un contexto colectivo y recursos externos.
Así pues, el bien del hombre tiene que ser un bien compartido por la comunidad política, al tiempo que la excelencia social y política, fruto de la virtud de la justicia, constituye una parte valiosa del desarrollo del carácter bueno en general, sin lo que no es completa la naturaleza humana.
Se entiende a menudo por bien común, aquel bien que atañe a todos los miembros de una comunidad política como tal comunidad, o al conjunto de individuos de un grupo. En un orden justo el bien común no se compone de la suma de bienes individuales ni se opone a los mismos.
Aristóteles constituyó el primer pensador en fundamentar con mayúscula, que la sociedad organizada en un estado tiene que proporcionar a cada uno de los miembros lo necesario para su bienestar y felicidad como ciudadanos. Por ello es usual remontarse al Estagirita como el primero que formalmente trató el problema del bien común.
Fueron posteriormente los filósofos escolásticos, y en particular santo Tomás de Aquino, quienes, a partir de la inspiración de Aristóteles, emplearon con profusión la expresión de bien común para subrayar que corresponde a la sociedad organizada en Estado, desarrollar un ideal comunitario de perfección y proporcionar a sus miembros lo necesario para su florecimiento como hombres y para su bienestar como ciudadanos.
Afirmó así mismo, que la sociedad humana como tal tiene fines propios, los cuales son fines naturales a los cuales hay que atender, y los cuales hay que realizar.
Ciertos autores modernos han considerado que el bien común del Estado constituye el único bien posible. Los aportes de Jacques Maritain constituyen una contribución importante en este sentido.
El utilitarismo, a partir del siglo pasado, cuestionó esa concepción tradicional de bien común, sosteniendo que éste se reduce a un dispositivo institucional que maximiza la consecución de bienes particulares y la satisfacción de aspiraciones individuales de los miembros de la sociedad.
En general, la doctrina liberal moderna considera que el bien común no está indisolublemente unido al despliegue de un ideal de “vida buena” sino a la supuesta existencia de un acuerdo de mínimos entre los miembros de la sociedad (teoría del contrato social), en virtud del cual éstos pueden disponer de un modo estable de aquellos bienes necesarios para realizarse como personas libres e iguales.
El bien común se asimila así a una concepción de la justicia que desarrolla tanto principios y derechos como una estructura política básica que coincide con lo que conocemos por régimen constitucional.
De este modo, y atendiendo al pluralismo complejo de la sociedad actual, el bien común se limita a hacer funcionar instituciones democráticas, justas aunque imperfectas, duraderas pero reformables. [5] (Vargas-Machuca, 1998: 62)
Notas:
[1]Miguel Beltrán. Diccionario de Sociología, Editores Salvador Giner, Emilio Lamo de Espinosa y Cristóbal Torres. Editado por Alianza Editorial, Madrid, 1998, p. 12.
[2]Miguel Beltrán. Diccionario de Sociología, obra citada, p. 319. El comentario de M. Weber es citado por el autor de referencia.
[3]Véase José Martí: Granos de Oro, compilado en la obra del Apóstol. Copia obtenida en la Universidad Nacional de Rosario, Argentina, Rosario, 1995, p.96
[4]Fernando Aguilar. Bienes públicos. En: Diccionario de Sociología. Obra citada, p. 62.
[5]Ramón Vargas-Machuca. En Diccionario de Sociología, obra citada, p. 62. Véase también el artículo de Ferrater Mora: Bien común, en su Diccionario en IV Tomos, p. 377. |
Dr. Gilberto Macías Murguía
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