Jaime Sabines

El olvido es la sobrevivencia
Entrevista de Elva Macías

Jaime Sabines rememora en estas páginas su infancia en Chiapas y comenta algunos aspectos de su vínculo con la creación. Habla además de los seres queridos que permanecen en su poesía: la tía Chofi, el mayor Sabines, doña Luz...

 

Estos dos últimos procrearon tres hijos: Juan, ex gobernador de su estado natal y el último de los caudillos chiapanecos; Jorge, lector sensible, aficionado a las letras, impulsor del autor en sus inicios, y Jaime, el poeta.

 

La memoria prodigiosa.

 

Cuando tenía tres o cuatro años, me gustaba jugar a las canicas: las tiraba a propósito por debajo de la mesa en que estaba mi mamá con otras comadres. La mesa tenía un tabique central donde ponían los pies y yo me quedaba viendo... Y se me iba la canica como por casualidad por debajo de la mesa para mirar las piernas de las señoras. Ése es uno de los recuerdos más remotos que tengo.

 

Hasta la fecha, no sé quién es el autor del poemita que me hacía recitar mi mamá a sus comadres. Ella decía: “Que recite Jaimito”. El poema era largo y terminaba así: “Y al zenzontle rimador / le digo bajando el llano / pájaro madrugador / hasta mañana temprano”. Y también me había aprendido de memoria el libro de historia de tercer año y les decía todos los nombres de los reyes chichimecas que hubo en México.

 

Tenía una memoria prodigiosa.

 

Los primeros versos los escribí cuando tenía yo catorce o quince años. Ya estudiaba la secundaria. Una vez, para un concurso por el día del maestro, mi hermano Jorge -que era el que escribía- me hizo una cuartilla y media y me dijo:

 

-Mándala con tu nombre.

 

Yo me resistía a aquel robo de calidad. Pero mi mamá y todos insistieron en que lo hiciera porque yo podía concursar y Jorge no, por mi edad y porque estaba en la escuela. Y resultó premiado el trabajo con el primer lugar. Lo mandé con el seudónimo de Jaisab. Me dieron el premio y lo leí; entonces me sentí obligado a empezar a escribir.

 

Pero lo que rescato es lo que escribí hasta 1949, cuando tenía yo 23 años. De lo anterior nada, nada. Eran poemitas a las novias... Por lo general era la pasión por la mujer, de los 16 a los 23 y hasta los 80. Pero los poemas eran muy endebles. Tuve muchas influencias, bien definidas. Y cuando noté que tenía una voz propia me atreví a publicar Horal, que ya estaba escrito, todo él, en 49.

 

Siempre hubo una relación entrañable entre los tres hermanos. Nos creíamos los tres mosqueteros. Nos llevábamos tres y tres años: Juan era del año 20, Jorge del 23 y yo del 26.

 

La cultura original del mayor Sabines se reflejaba en la vida cotidiana, en la comida más que nada. Le enseñó a mi mamá a cocinar comida libanesa: el kipe, los alambres, el pan árabe... Tenía un leve acento, hablaba bien el castellano pero al principio de la revolución le decían “el turco”. Nació por mero accidente en una población tabasqueña y se crió en Líbano. Fue en un viaje de mi abuela que lo parió aquí: primero se lo llevaron a Cuba, sede de los Sabines que emigraron, y luego a Líbano. Se crió allá hasta los 14 años. Regresó a Cuba, después a México, se metió a la Revolución y cuando llega a Chiapas ya tiene grado de capitán de las fuerzas carrancistas.

 

Yo aprendí a conocer Las mil y una noches por conducto de mi viejo. Se sabía los cuentos de memoria. Y casi todas las tardes, al empezar la noche, nos reuníamos a sus pies, nosotros y otros chamacos amigos nuestros, a escucharlo. Y nos dejaba en suspenso. A las ocho y media decía:

 

-Ya es hora de cenar y dormirse. Vamos, mañana seguimos.

 

Yo era el chunco de mi mamá, el más pequeño de sus tres hijos. Habrían sido cuatro con Julio, quien murió, pero el chunco era yo, el consentido, el privilegiado de su amor. Aunque fue amor para todos.

 

Era una ama de casa con ideas liberales; venía de la familia de don Joaquín Miguel Gutiérrez, dirigente liberal de Chiapas. Fue bella en su juventud, tuvo hijos bellos. Y mi papá era un tipazo. El viejo era un árabe clavadísimo. Llevaron una vida de aventuras por la época en que vivieron, la época de la Revolución.

 

Mi abuelo, don Joaquín Gutiérrez, era ingeniero, tenía fortuna, y mi abuela era dueña de fincas en Cintalapa. A mi madre le enseñaron a tocar el piano, el violín... Y fíjate que mi tía Chofi, que murió en la miseria, cuando salía al parque llevaba una sirvienta detrás de ella con una sombrilla para que no le diera el sol. Increíble, la bañaban con leche de burra; después murió en la mayor miseria. Sí, es cierto, mi tía Chofi no podía pronunciar la letra "c"; decía:

 

-Tienes ara de ulo de olla.

 

Fue una mujer que no tuvo hijos y todos los sobrinos fuimos sus hijos. Era muy inocente, muy sufrida.

 

Después de la infancia, en que mi mamá presumía con su hijito en las reuniones de comadres, en la secundaria descubrieron que yo era privilegiado con la palabra. Entonces me agarraron de orador en cuanta fecha cívica había. O declamaba una poesía o decía un discurso. Y eso me llegó a agotar; estaba en una fiesta con mi noviecita y a alguien se le ocurría: “Que declame Sabines". Y me amargaban la fiesta.

 

Me aprendí todo El declamador sin maestro, eran 114 poemas de Santos Chocano, de Amado Nervo, de todo el modernismo y el premodemismo, me sabía todos de memoria. Pero esta situación llegó al colmo una vez, estando ya en la facultad de medicina, cuando me dijo mi hermano Juan por teléfono:

 

-Se murió el capitán Zepeda. quiero que vayas a su entierro a darle los pésames a doña Cristi, su viuda.

 

Llegué en los momentos en que lo llevaban a enterrar al panteón Jardín. Acompañé y le di los pésames a doña Cristi. Y ya lo iban a enterrar cuando a alguien se le ocurrió:

 

-Vemos aquí a una gran promesa de México, el poeta Jaime Sabines quien nos va a decir unas palabras.

 

Y yo ni conocí al capitán Zepeda ni sabía nada de él. ¡Al diablo con los chiapanecos que sólo me incitan a quedar en ridículo! Inventé no sé qué palabras al lado del féretro y ya. Empecé a odiar la fama de declamador. Años después, cuando tomé la poesía en serio, dije: Al diablo con la declamación y tampoco voy a hacer poemas declamables. Y con la memoria extraordinaria que yo tenía, odié la memoria, la odié tanto que hoy no me acuerdo de lo que comí ayer.

 

El primer trimotor que llegó a Chiapas

 

No tuve ninguna pasión infantil; llevaba una vida normal, la vida que llevan los niños. Tuve dos o tres amores furtivos, de esos que nada más uno sabe, por alguna chamaca compañera de la escuela. Pero en el sexto año de primaria empecé a faltar mucho a clases, durante meses.

 

Me iba del ranchito donde vivíamos al río Sabinal, que estaba cerca de la casa. Llevaba todo mi tambache de libros, de cuadernos y dizque me iba a la escuela Tipo, en la que pasamos toda la primaria. Me quedaba jugando en el río: a la una, que era la hora de la salida de la escuela, regresaba a casa.

 

Y fue el primer trimotor que llegó a Chiapas el que me salvó. Mi hermano Jorge me dijo:

 

-Va a venir un trimotor, vamos a conocerlo.

 

-Vamos.

 

Atravesamos todo Tuxtla al mediodía para ir al campo de aviación porque el ranchito estaba en la Lomita y el campo de aviación estaba a la salida de Chiapa de Corzo. Ahí por el palacio de gobierno, en el centro de la ciudad, me encontré con un amigo, Eustaquio Hernández, no olvido su nombre, quien me dijo:

 

-Jaime, ¿qué pasó contigo?

 

-Nada.

 

-Terminan hoy en la tarde los exámenes. Hoy es el último, el de geografía.

 

-Ya vas a ver, desgraciado -me dijo Jorge-, le voy a decir a papá, pero primero vamos a ver el trimotor.

 

Nos fuimos a verlo, pero ya no le tomé gusto ni chiste al trimotor. Regresamos al rancho y Jorge de inmediato le dijo a mi papá:

 

-Jaime no ha llegado a la escuela y hoy es el último día de exámenes.

 

Mi papá nada más me dijo:

 

-Agarra tu cuaderno y tu lápiz y te vas a la escuela. Si no me traes el certificado de primaria ya te las vas a entender conmigo.

 

Llegué a la escuela con miedo. Afortunadamente el maestro, un chaparrito. me saludó:

 

-Jaime, ¿cómo has estado? ¡Qué milagro!

 

-Maestro, estuve enfermo.

 

-No, no tienes cara de enfermo. Mira, en consideración a que el año pasado y hasta mediados de éste te portaste bien, te voy a permitir que presentes tus exámenes con los de la nocturna.

 

Empezaban ese día los exámenes y así fue como pasé la primaria.

 

El tiempo es mi mayordomo

 

No puedo desprenderme del tiempo. Hasta la fecha cuando estoy en los hospitales, que con tanta frecuencia he tenido que visitar en los últimos tres años, estoy pendiente todo el tiempo del reloj. ¿Para qué?, si no puedo hacer nada. Tal vez para saber si me toca esta medicina o la inyección o la venoclisis a tal hora. Pero constantemente el tiempo ha sido mi mayordomo. De él dependen los recuerdos, que son importantes según el momento en que se evocan. Por ejemplo: ahora que murió Juan, yo estuve año y medio acribillado por su muerte, atolondrado, llorando. Y escribí algo; la última línea, que es la que me interesa, dice: el olvido es la sobrevivencia. Yo tenía que olvidar las imágenes de Juan. Porque recuerdas la enfermedad y la muerte. Entonces, cuando pasa el tiempo, puedes recordarlos con gusto, es decir, como seres vivos. Como recuerdo a mi padre, a mi madre y como recuerdo actualmente a Juan. Los recuerdo como seres actuantes, vivos. Pero los primeros meses, no. No te puedes quitar de la memoria el gesto, la figura de la enfermedad y de la muerte. Pienso entonces que el olvido en esas condiciones es la sobrevivencia. Porque los muertos nos jalan de las patas y hay que decirles no.

 

La poesía se escribe de noche

 

En los años en que estudiaba medicina me compraba unas libretas grandes y las guardaba como un tesoro. Y todas las noches, cuando me disponía a dormir, a esas horas, empezaba a escribir. Casi toda la poesía la he escrito de noche. Sólo la temporada reciente, cuando estuve en el rancho, escribí de día, es decir, al amanecer. Tarumba fue escrito de noche. Diario semanario, en cambio, fue escrito de tarde, cuando regresé de Chiapas y tuve contacto de nuevo con la enorme ciudad después de siete años. Trabajaba en la fábrica por las mañanas y escribía en las tardes. Recuerdo que dije: ya voy a escribir. Tenía dos o tres años sin hacerlo. Y en 20 días o un mes, me eché el Diario semanario. Todas las tardes llegaba a las cinco a mi casa, le decía a mi mujer: “Sácate con los niños, vete a la sala" y me encerraba a piedra y lodo. Y en la recámara, siempre acostado, escribí Diario semanario.

 

Son raros los poemas que yo haya escrito sentado en la mesa, algunos así se hicieron, pero por lo general siempre en la cama. Me pongo de lado, acomodo mi libreta, mi cenicero y si es posible una taza de café, y listo.

 

En el rancho, en “Yuria”, escribí algunos poemas en la mañana, pero muy pocos. Y esto me hace reflexionar. Pienso que cuando el hombre está contento, tranquilo, no tiene necesidad de escribir, al menos en mi caso, poesía.

 

Si yo fuera novelista, qué a toda madre: escribiría con todo el tiempo del mundo. Pero pienso que cuando el hombre llega a la perfección no necesita de la palabra. Llega al silencio, a la comunión con las cosas. Algo así como les sucede a los místicos. Qué necesidad tienen de decir sus experiencias con Dios, cuando alcanzan lo que Buda llamaría el Nirvana, la comunión con Dios y con las cosas: el silencio. Creo que la obra de arte, en ese sentido, se da por frustración, se da por el contacto del hombre con el mundo, con las cosas, con el pensamiento, con los seres. Pero es siempre, digamos, una mutilación del hombre. Mientras el hombre esté mutilado, mientras el hombre esté herido, mientras el hombre esté con el deseo de expresar las cosas es porque no las ha alcanzado. Decían que Shakespeare dejó de escribir a los 51 años: ya lo había dicho todo. Tal vez alcanzó la perfección y dijo: “para qué escribo más”. Ésta es una de las tantas leyendas de Shakespeare... Pero creo que el hombre perfecto no tiene necesidad de escribir.

 

Algo así era mi vida en el rancho: estás en pleno contacto con las cosas, tan en armonía con los animales, con los seres, con las plantas, con el agua del pozo, que no es necesario decirlo.

 

Ésa fue en mi vida una etapa de serenidad total. De vez en cuando me echaba mis canas al aire, pero no como un hábito cotidiano. Mi hábito cotidiano era de abstención, de contemplación, de penetración en las cosas, de serenidad.

 

De pronto vienen los aguaceros

 

Ah, en las musas reales sí pienso. Ya ves, el último poema que te di. ¿De dónde salió? Estoy pensando que voy a hablar de la enfermedad, de la angustia y pronto sale el cuerpo de la mujer. Tantas cosas de la vida de uno no tienen qué ver con lo que se desea escribir.

 

Ahora no hay temas rondando, nada más la necesidad de escribir. Y como te decía, sale lo que menos se piensa. He estado pensando que voy a escribir sobre el dolor, acerca del dolor físico, acerca de la muerte, acerca de todas las proximidades mías, pero a lo mejor no escribo nada de eso.

 

Creo que será sobre otra cosa, pero no lo sé: no lo sabe nadie. Pero sí voy a escribir.

 

No me aflige porque casi siempre me ha pasado así: hay periodos de dos o tres años de absoluta sequía y de pronto vienen los aguaceros.

 

Como te decía. Diario semanario lo escribí en 20 días, un mes a lo sumo. Por eso le puse “diario”. Después te quedas vacío dos, tres años, no sabes. Es decir, no he escrito por oficio ni por obligación. ¿Que porque soy poeta tengo que seguir escribiendo? No. Escribiré cuando llegue la hora.

 

Las cosas se van acumulando dentro de ti. Yo creo que nada se pierde. Eso es muy importante: en un principio cuando yo era estudiante de filosofía, agarraba hasta la cajetilla de cigarros para escribir algo que se me había ocurrido en el camión y después no me servía para nada.

 

Luego pensé: para qué voy a estar escribiendo una línea, dos líneas, si van a salir necesariamente. Y van a salir mejor que como lo puedo hacer en un camión.

 

Todo se guarda, no se pierde nada, se guarda, se transforma. Hay cosas que no puedes repetir nunca. Cuando tenía yo 17 años escribí cuatro líneas preciosas que nunca publiqué, todas consonantadas. Años después salieron en un poema en forma diferente.

 

A eso me refiero: guardas como un tesoro una línea, una imagen, pero no hay necesidad de escribirlas, no se pierden. Van guardándose en el subconsciente y ahí se van transformando.

 

Creo que después de estos tres o cuatro años que debo pasar en estas operaciones y atenciones de salud, voy a escribir sobre los pájaros, sobre las flores, ve tú a saber sobre qué. Pero será sobre alguna cosa completamente diferente.   

Homenaje a Jaime Sabines

Publicado el 23 mar. 2016

www.canal22.org.mx Twitter: @Canal22

Historias de vida - Jaime Sabines

Canal Once

Publicado el 3 oct. 2013

Considerado uno de los grandes poetas mexicanos del siglo XX y ganador del Premio Nacional de Literatura en 1983, Jaime Sabines nació en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en 1926 y murió en la Ciudad de México, en 1999. Fue hijo de un inmigrante libanés y de una chiapaneca cuyo abuelo, Joaquín M. Gutiérrez, se distinguió como militar y gobernador del estado --en cuyo honor la capital, Tuxtla, lleva su apellido--. Considerado atrevido con la vida, y respetuoso con la palabra, Sabines consiguió lo que pocos a través de la magia de sus poemas: abarrotó el Palacio de las Bellas Artes y vendió libros como pocos escritores lo han logrado.

Jaime Sabines: Llorando la Hermosa Vida

Publicado el 10 jul. 2015

Realidades - 20 de febrero de 1997

Elva Macías
Originalmente en Periódico de Poesía UNAM Nueva época Primavera de 1993
Link: http://www.periodicodepoesia.unam.mx/index.php/4548

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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