Unos brazos Cuento de Joaquim Maria Machado de Assis (Traducción de Valentina Bastos) |
Inacio se estremeció al oír los gritos del procurador, recibió el plato que éste le ofrecía y trató de comer, bajo una tormenta de malas palabras: malandra, cabeza hueca, estúpido, loco. —¿Dónde anda usted que nunca oye lo que le digo? Se lo contaré todo a su padre para que le arranque la pereza del cuerpo con una vara de mimbre, o un palo; sí, todavía le pueden pegar, no crea que no. ¡Estúpido! ¡Loco! —Y sepa que fuera de aquí sucede lo mismo que usted acaba de ver, continuó, volviéndose hacia la señora Severina, con quien vivía maritalmente hace años. Embarulla todos los papeles, se equivoca en las casas, va a un escribano en lugar de ir a otro, confunde los abogados: ¡es el diablo! Es el mismo sueño pesado y permanente. Lo que pasa por la mañana está a la vista: para que despierte hay que romperle los huesos... No importa; mañana lo despertaré a palo de escoba. La señora Severina le tocó el pie, como para pedirle que terminase. Borges expectoró algunos improperios más y quedó en paz con Dios y con los hombres. No digo que quedó en paz con los niños, porque Inacio ya no era propiamente un niño. Tenía quince años cumplidos, y bien cumplidos. Cabeza inculta pero hermosa, ojos de muchacho soñador, que adivina, que indaga, que quiere saber y no logra saber nada. Todo esto dispuesto sobre un cuerpo no destituido de gracia, aunque mal vestido. El padre es barbero en Cidade-Nova, y lo empleó como agente, o escribiente, o lo que fuera, del procurador Borges, con la esperanza de verlo en el Foro, porque le parecía que los procuradores de causas ganaban mucho. Todo esto ocurría en la calle da Lapa, en 1870. Durante algunos minutos sólo se oyó el tintinear de los cubiertos y el ruido de la masticación. Borges se atiborraba de lechuga y vaca; se interrumpía para puntuar la oración con un trago de vino y seguía callado. Inacio iba comiendo despacito, sin animarse a levantar los ojos del plato, ni a ponerlos donde ellos estaban en el momento en que el terrible Borges lo recriminara. Realmente, hacerlo ahora sería muy arriesgado. Nunca había puesto los ojos en los brazos de la señora Severina sin olvidarse de sí mismo y de todo. Desde luego, la culpa era más bien de la señora Severina, que los llevaba así, constantemente desnudos. Usaba mangas cortas en todos los vestidos de entrecasa, un medio palmo por debajo del hombro; desde ese punto quedaban los brazos a la vista. En verdad, eran bellos y llenos, en armonía con su dueña, que tendía más a gruesa que a delgada, y no perdían color ni suavidad por permanecer al aire libre; pero es de justicia aclarar que ella no los traía así por vanidad, sino porque se habían gastado todos sus vestidos de mangas largas. De pie, era muy vistosa; al caminar se contoneaba con gracia; él, sin embargo, la veía casi exclusivamente en el comedor, donde, además de los brazos, apenas le podría admirar el busto. No puede decirse que fuera bonita; pero tampoco era fea. Ningún adorno. Hasta el mismo peinado exigía poca atención: alisar el pelo, reunirlo, atarlo y fijarlo en lo alto de la cabeza con el peine de carey que su madre le dejara. Al cuello, un pañuelo oscuro; en las orejas, nada. Todo esto con veintisiete años floridos y sólidos. Acabaron de cenar. Borges, al venir el café, sacó del bolsillo cuatro cigarros, los comparó, los apretó entre los dedos, eligió uno y guardó los restantes. Encendió el cigarro, hincó los codos en la mesa y habló a la señora Severina de treinta mil cosas que no interesaban en lo más mínimo a nuestro Inacio; pero mientras hablaba, no lo incriminaba y él podía entregarse al devaneo. Inacio tardó con el café todo lo que pudo. Entre uno y otro sorbo, alisaba el mantel, arrancaba de los dedos imaginarios pedacitos de piel, o paseaba la mirada por los cuadros del comedor, que eran dos, un San Pedro y un San Juan, estampas que conmemoraban festividades, enmarcadas en casa. Vaya y pase que tratara de disimular con San Juan, cuya cabeza moza alegra las imaginaciones católicas; pero con el austero San Pedro, ya era demasiado. La única defensa del joven Inacio es que no veía ni uno, ni otro; pasaba los ojos por allí como si nada percibiera. Sólo veía los brazos de la señora Severina, o porque disimuladamente los mirase, o porque los tenía impresos en la memoria. —Hombre, ¿usted no termina nunca?, vociferó de golpe el procurador. No había más remedio; Inacio bebió la última gota, ya fría, y se retiró, como de costumbre, para su habitación, en los fondos de la casa. Al entrar, tuvo un gesto de enojo y desesperación y después se arrimó a una de las dos ventanas que daban hacia el mar. Pasados cinco minutos, la visión de las aguas próximas y de las montañas lejanas le restituían el sentimiento confuso, vago, inquieto, que a la vez le dolía y le hacía bien; algo de lo que debe sentir la planta cuando se forma el primer botón. Tenía ganas de irse y de quedarse. Hacía cinco semanas que vivía allí, y la vida era siempre la misma: salir por la mañana con Borges, andar por las audiencias y escribanías a las carreras, llevando papeles a sellar, al distribuidor, a los escribanos, a los oficiales de justicia. Volvía por la tarde, comía y se recogía en su pieza, hasta la hora de la cena; cenaba y se iba a dormir. Borges no lo hacía entrar en la intimidad de la familia, que constaba solamente da la señora Severina; tampoco la veía Inacio más de tres veces por día en las horas de las comidas. Cinco semanas de soledad, de trabajo a disgusto, lejos de la madre y las hermanas; cinco semanas de silencio, porque sólo hablaba una que otra vez en la calle; en la casa, nunca. —Ya verán —pensó él un día—, huyo de aquí y nunca más vuelvo. No se fue; se sintió atado y encadenado por los brazos de la señora Severina. Jamás había visto otros tan lindos y tan frescos. La educación recibida no le permitía encararlos abiertamente y sin dilaciones; parecía hasta desviar los ojos, al principio, avergonzado. Poco a poco los fue encarando, al ver que no tenían otras mangas, y de ese modo los iba descubriendo, mirando y amando. Al cabo de tres semanas, eran ellos, moralmente hablando, sus tiendas de reposo. Aguantaba todo el trajín de la calle y toda la melancolía de la soledad y del silencio, toda la grosería del patrón, por la única paga de ver, tres veces por día, el famoso par de brazos. En aquella ocasión, mientras caía la noche e Inacio se estiraba en la hamaca (no tenía allí otra cama), la señora Severina, en la sala delantera, recapitulaba el episodio de la comida y, por primera vez, tuvo alguna sospecha. Rechazó en seguida la idea, ¡un niño! Pero hay ideas que son de la familia de las moscas insistentes: por más que uno las espante, vuelven y se instalan. ¿Un niño? Tenía quince años; advirtió que entre la nariz y la boca del muchacho había un “principio” de anuncio de bozo. ¿Por qué admirarse de que empezara a amar? ¿Y no era ella bonita? Esta última idea no fue rechazada, fue más bien acariciada y besada. Y recordó, entonces, sus modales, los olvidos, las distracciones, y un incidente, y otro más. Todos eran síntomas, y concluyó que si. —¿Qué te pasa?, dijo el procurador, tendido en el canapé, al cabo de algunos minutos de pausa. —No me pasa nada. —¿Nada? Parece que aquí en casa está todo adormilado. Ya verán que conozco un buen remedio para sacarles el sueño a los dormilones. Y siguió, en el mismo tono enojado, pues era más grosero que perverso. La señora Severina lo interrumpía: que no, que estaba equivocado, que no estaba durmiendo, estaba pensando en la comadre Fortunata. Desde Navidad no la visitaban; ¿por qué no iban a verla una de estas noches? Borges redargüía que andaba cansado, trabajaba como un negro, no estaba para visitas de mucha conversación; e increpó a la comadre, increpó al compadre, increpó al ahijado, que no iba al colegio, con diez años. ¡Él, Borges, con diez años ya sabía leer, escribir y contar, no muy bien, es cierto, pero bastante sabía! ¡Diez años! Había de terminar bien: vago, y con el lomo curtido a garrotazos, pero ya el cuartel le enseñaría. La señora Severina lo apaciguaba con disculpas —la pobreza de la comadre, la mala suerte del compadre— y le prodigaba caricias, tímidamente, pues podrían irritarlo todavía más. Plenamente había caído la noche; ella oyó el tlic de la lámpara de gas que se acababa de encender en la calle y vio el resplandor de la luz sobre las ventanas de la casa de enfrente. Borges, con toda la fatiga de la jornada, pues era realmente un trabajador de primer orden, fue cerrando los ojos y entrando en el sueño, y la dejó en la oscuridad de la sala a solas consigo misma y con el descubrimiento que acababa de hacer. Todo parecía decirle a la dama que era verdad; pero esta verdad, deshecha la primera impresión de asombro, le trajo una complicación moral, de la cual sólo alcanzaba a conocer los efectos, sin encontrar los medios de discernir lo que era en realidad. No lograba entenderse, ni equilibrarse; llegó a pensar que lo diría todo al procurador; él, que lo echase al chiquilín. Pero, ¿qué era “todo”? Y en esto se detuvo: en verdad nada había, sino suposición, coincidencia y posiblemente ilusión. No, no, ilusión no era. Y en seguida rememoraba los vagos indicios, las actitudes del muchacho, la timidez, las distracciones, y rechazaba la idea de que estuviese equivocada. Dentro de poco (¡capciosa naturaleza!), reflexionando que sería maldad acusarlo sin fundamento, admitió que se engañaba, con el único fin de observarlo mejor y averiguar bien la realidad de las cosas. Ya esa misma noche la señora Severina se puso a mirar con disimulo los gestos de Inacio; no llegó a ninguna conclusión, porque el tiempo del té era breve y el muchachito no sacó los ojos de la taza. Al día siguiente, pudo observar mejor, y en los otros, óptimamente. Advirtió que sí, que era amada y temida, amor adolescente y virgen, retenido por los lazos sociales y por un sentimiento de inferioridad que le impedía reconocerse a sí mismo. La señora Severina comprendió que no había que temer ningún desafuero y concluyó que lo mejor era no decirle nada al procurador; le ahorraba a él un disgusto y otro al pobre chico. Y se persuadía a sí misma de que era un chico, y resolvió tratarlo tan secamente como lo venía haciendo sí se quiere, más. Y así lo hizo: Inacio empezó a sentir que ella desviaba la mirada o le hablaba ásperamente, casi tanto como el propio Borges. Algunas veces, es cierto, el tono de la voz se le escapaba suave, y hasta tierno, muy tierno; del mismo modo como la mirada, generalmente esquiva, tanto vagaba por todas partes, que, para descansar, venía a posarse sobre la cabeza de él; pero todo esto era fugaz. —¡Me voy!, repetía él por la calle, como en los primeros días. Llegaba a casa y no se iba. Los brazos de la señora Severina cerraban un paréntesis en medio del largo y fastidioso período de vida que llevaba, y esa oración intercalada traía una idea original y profunda, inventada por el cielo únicamente para él. Se dejaba estar y seguía. Por fin, tuvo que salir y para nunca volver; he aquí cómo y por qué. La señora Severina, en los últimos días, lo venía tratando con benignidad. La rudeza de su voz parecía haberse acabado y, más que suavidad. había en ella desvelo y cariño. Un día le recomendaba no exponerse a la corriente de aire, otro día no beber agua fría después del café caliente: consejos, atenciones, cuidados de amiga y madre, que le llenaron el alma de una inquietud y confusión aún mayores. Inacio extremó la confianza hasta reírse durante la comida, cosa que jamás hiciera; el procurador no lo trató mal en esa ocasión, porque era él quien contaba un caso divertido, y nadie castiga a quien le dispensa un aplauso. En ese momento la señora Severina se dio cuenta de que la boca del muchacho, graciosa estando callada no lo era menos cuando reía. La agitación de Inacio aumentaba sin que él pudiera calmarse ni entenderse. No se sentía bien en ninguna parte. Despertaba por la noche pensando en la señora Severina. En la calle, confundía las esquinas, se equivocaba en las puertas, mucho más que antes, y no veía mujer, de lejos o de cerca, que no la trajera a su memoria. Al entrar en el corredor de la casa, de vuelta del trabajo, sentía siempre algún alborozo, que en ocasiones se agrandaba, al dar con ella en el tope de la escalera, mirando a través de las rejas de madera de la puerta cancel, como si hubiera acudido a ver quién llegaba. Un domingo —él nunca olvidó ese domingo— estaba solo en la habitación, junto a la ventana, mirando hacia el mar, que le hablaba en el mismo lenguaje oscuro y nuevo de la señora Severina. Se divertía en contemplar las gaviotas, que describían grandes círculos en el aire, planeaban por encima del agua o revoloteaban solamente. El día estaba hermosísimo. No era sólo un domingo cristalino; era un inmenso domingo universal. Inacio los pasaba todos allí, en la habitación, junto a la ventana o releyendo alguno de los tres folletines que trajera consigo, cuentos de otras épocas, comprados por pocos centavos, bajo el puente de la plaza del Pago. Eran las dos de la tarde. Estaba cansado, había dormido mal esa noche, después de haber caminado mucho la víspera; se tendió en la hamaca, tomó uno de los folletines, La Princesa Mamalona, y empezó a leer. Nunca pudo entender por qué todas las heroínas de esas viejas historias tenían la misma cara y talle que la señora Severina, pero la verdad es que los tenían. Al cabo de media hora, dejó caer el folletín y fijó la mirada en la pared, desde donde vió salir, cinco minutos des-pues, a la dama de sus desvelos. Lo natural sería que se asombrara; pero no se asombró. Aunque tenía los párpados cerrados la vió desprenderse del todo, detenerse, sonreír y caminar hacia la hamaca. Era ella misma; eran sus mismos brazos. Era evidente, sin embargo, que la señora Severina de ningún modo podría salir de la pared, aun suponiendo que allí hubiese una puerta o un boquete, ya que estaba justamente en la sala delantera y oía los pasos del procurador que bajaba las escaleras. Lo oyó bajar; fue hasta la ventana para verlo salir y sólo se retiró cuando él se perdió en la lejanía, por el camino de la calle de las Manqueras. Volvió entonces y se fue a sentar en el canapé. Estaba como ausente, inquieta, casi loca; alzándose, se dirigió hacia un florero que estaba sobre el aparador y lo dejó en su mismo sitio; después caminó hacia la puerta, se detuvo, y volvió, al parecer sin plan. Súbitamente recordó que Inacio había comido poco a la hora del almuerzo y que parecía abatido, y pensó que podía estar enfermo; hasta podría darse que estuviera muy mal. Abandonó la sala, atravesó bruscamente el corredor y fue hasta la habitación del muchacho, cuya puerta encontró abierta de par en par. La señora Severina se detuvo, espió, dio con él en la hamaca, dormido, con el brazo fuera de la red y el folletín en el suelo. La cabeza se inclinaba un poco hacia el lado de la puerta, dejando ver los párpados cerrados, los cabellos revueltos y un gran aire de risueña beatitud. La señora Severina sintió que le latía con vehemencia el corazón y se apartó. Había soñado con él por la noche; tal vez él estuviera soñando con ella. Desde esa madrugada, la figura del muchacho bailaba delante de sus ojos, como una tentación diabólica. Se apartó una vez más, después volvió, miró durante dos, tres, cinco minutos o más. Parecíale que el sueño daba a la adolescencia de Inacio una expresión más acentuada, casi femenina, casi pueril. ¡Un niño!, se dijo a sí misma en ese lenguaje sin palabras que todos traemos con nosotros. Y esta idea le aplacó el alborozo de la sangre y le disipó en parte la turbación de los sentidos. —¡Un niño! Y lo miró lentamente, saciándose de verlo, con la cabeza inclinada y el brazo caído; pero en el mismo momento en que le parecía un niño, lo encontraba lindo, mucho más lindo que despierto, y una de estas ideas corregía o corrompía la otra. Súbitamente, se estremeció y se apartó asustada: oyó un ruido allí cerca, en la salita de planchar; fue a ver, era un gato que tiraba al suelo una vasija. Volvió despacito a espiarlo y vio que dormía profundamente. ¡Tenía sueño pesado el niño! El ruido, que tanto la perturbara, no le hizo siquiera cambiar de posición. Y siguió viéndolo dormir, dormir y tal vez soñar. ¡Que no nos sea posible ver los sueños de los demás! La señora Severina se habría mirado a sí misma en la imaginación del muchacho; se habría visto frente a la hamaca, parada, risueña; después inclinarse, tomarle las manos, llevarlas al pecho, cruzando allí los brazos, los famosos brazos. Inacio, enamorado de ellos, aun así, oía las palabras de ella, que eran lindas, cálidas, principalmente nuevas, o, por lo menos, pertenecían a algún idioma que él no conocía pero que lograba entender. Dos, tres cuatro veces, la figura se desvanecía, para volver en seguida, desde el mar o desde otra parte, entre gaviotas, o atravesando el corredor, con toda la gracia robusta que la definía. Y al volver, se inclinaba, tomábale otra vez las manos y cruzaba sobre el pecho los brazos, hasta que, inclinándose todavía más, mucho más, juntó los labios y le dejó un beso en la boca. Aquí el sueño coincidió con la realidad, y las mismas bocas se unieron en la imaginación y fuera de ella. La diferencia estuvo en que la visión no se alejó y la persona real, tan pronto cumplido el gesto, huyó hacía la puerta, avergonzada y miedosa. De allí pasó a la sala delantera, aturdida por lo que había hecho, sin fijar la mirada en cosa alguna. Aguzaba el oído, iba hasta el final del corredor, a ver si escuchaba algún rumor que le indicara que él había despertado, y sólo después de mucho tiempo el miedo se fue disipando. En verdad, el niño tenía el sueño duro; nada le hacía abrir los ojos, ni los estrépitos cercanos, ni los besos de verdad. Pero si el miedo se fue desvaneciendo, la vergüenza quedó y fue en aumento. La señora Severina no acababa de convencerse de haber hecho semejante cosa; se hubiese dicho que encubría sus deseos tras la convicción de que era un niño enamorado que se encontraba allí, sin conciencia y sin culpa; y, mitad madre, mitad amiga, se inclinaba y lo besaba. Fuera lo que se alguna mirada indiscreta, alguna fuese, estaba confundida, irritada, molesta, mal consigo misma y mal con él. El miedo de que Inacio pudiera haber fingido que dormía despuntó en su alma y le produjo escalofrío. Pero la verdad es que durmió todavía mucho tiempo y sólo despertó a la hora de la comida. Se sentó a la mesa ágil y bien dispuesto. Aunque la encontró a la señora Severina callada y seria, y al procurador tan áspero como en los otros días, ni la aspereza de uno, ni la seriedad de la otra podían disipar la graciosa visión que traía consigo, ni desvanecer la sensación del beso. No observó que la señora Severina llevaba un chal que le cubría los brazos; lo advirtió después, el lunes, y el martes también, y hasta el sábado, día en que Borges le mandó decir al padre que no podía quedarse con él; y no lo hizo enojado, pues lo trató relativamente bien, y todavía le dijo al salir: —Cuando necesite de mí para algo, venga a verme. —Sí, señor. La señora Severina... —Está allá adentro, con mucho dolor de cabeza. Venga mañana o pasado a despedirse de ella. Inacio se fue sin entender nada. No entendía la despedida, ni la completa transformación de la señora Severina con relación a él, ni el chal, ni cosa alguna. ¡Estaba tan bien! ¡Le hablaba con tanta amistad! ¿Cómo es que, de golpe...? Tanto pensó que acabó por atribuirse alguna mirada indiscreta, alguna distracción que la ofendiera; no podía ser otra cosa; de ahí la cara cerrada y el chal que le cubría los brazos tan lindos... No importa; llevaba consigo el sabor del sueño. Y a través de los años, en ninguno de sus amores, más efectivos y largos, logró jamás sensación igual a la de aquel domingo en la Rúa da Lapa, cuando tenía quince años. Él mismo suele exclamar a veces, sin saber que se equivoca: —Y fue un sueño, ... un simple sueño! |
Cuento de Joaquim María Machado de Assis
(Traducción de Valentina Bastos)
Publicado, originalmente, en: Ficción. Revista-Libro Bimestral Núm. nº 11 Enero - febrero de 1958
Ficción se editó entre 1956 y 1971 - Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires
Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-11/
Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.
Ver, además:
Joaquim Maria Machado de Assis en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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