Dos tazas de café |
Esta vez es cierto, me dice que se va, mira sombríamente a su alrededor, con una cara blanca y fija, una boca tierna, una fija expresión de terquedad, siempre me pareció una mirada idiota, Y si fuera hombre, en vez de llorar lo que tendría que hacer es romperle la cara, hasta en eso los hombres nos llevan la ventaja porque hay cosas que se arreglan así, solo a trompadas. Pero en lugar de reaccionar siento que se me mojan las comisuras de los labios, Dios, se me mojan los dorsos de las manos apretadas sobre la mesa y pienso que el café se va a enfriar y que maldito si me importa que el café se enfríe. —Me estás haciendo daño. —Te pasará. Pasa siempre. El mozo lo sabe porque revolotea cerca de nosotros, aunque disimulando y cambia de brazo la servilleta blanca. Debe haberlo visto muchas veces: una mujer llorando, ah, estas tristes, trágicas mesas de café: Yo nunca volveré a entrar en un café, te juro, sin ver tu cara aún cuando ponías esa cara extraña, con expresión Idiota, que no parecía tu cara. Pero una bisagra interior se niega a funcionar: se dice adiós, ha terminado todo, del mismo modo que podría decirse que uno ha renunciado a un brazo o a una pierna, pero la pierna y el brazo siguen allí y es inútil el renunciamiento porque se siente dolor, la circulación de la sangre y el movimiento. Entonces, aunque parezca extraño, me encuentro de golpe con tus ojos y es raro, porque son unos ojos amistosos, qué digo, son unos ojos llenos de amor que se lanzan a través de la mesa de café y no puedo sostenerles la mirada y es por eso que prefiero mirar al mozo, que tampoco sabe qué hacer; él mismo pensará: es ridículo que les pregunte ahora si quieren otra taza. No es la primera vez que nos pasa: Yo recuerdo, al final del verano, fue casi imposible mantenerse a flote con su histérica manera de ser, todas sus locuras, su fracaso a cuestas y ese desdichado aire del que le salen mal las cosas. Hasta me dijeron: te contagiará la "jetta", con esa crueldad que tienen los que ven las cosas desde afuera, sin el verdadero color, sin su dulce sabor a miel. Ven solamente lo sucio y sórdido de una relación cualquiera. Pero yo pensaba siempre que debían preguntarnos a él y a mí, tan lejos de esto que nos ocurre hoy, en que hay agravios infinitos y una separación honda, como un tembladeral. Yo les he dejado hablar (los que han sentido esto me comprenden), lo poco que le importa a uno que hablen los demás si las tardes llenas de cielo en una plaza son para nosotros y también algunas noches y el hilo del teléfono que ' trae fielmente la copia exacta de una voz. Pero entonces no había motivos suficientes porque al rato de decirnos las peores cosas, sentíase que la bisagra diminuta empezaba a funcionar, tironeando desde adentro, acercándonos. La piel y lo demás, ese terrible deseo de olvidar el por qué de la disputa, de mirar vidrieras en paz y después de besarse en una esquina. La reconciliación que nunca era dulce porque ni él ni yo lo éramos, demasiado viejos, demasiado hartos, era más bien un pagaré a corto plazo lo poco que podíamos pedir y que no era más que una tregua. Ahora se mueve en la silla, de perfil, miro la profunda arruga de su risa y la medialuna de sus uñas, pensando con espanto si las volveré a mirar. Y cruel mente denuncio la precariedad de este contrato porque al fin y al cabo no era más que eso nuestro amor, aunque yo caí como una "paloma inocente", a mis años, tras tanta vida, pero una paloma, al fin, un amor. . . . . .te das cuenta de que esto no es una aventura, me decía. Como si lo que la gente llama aventura no pudiera ser amor, a veces, o como si la palabra amor o palabra aventura significasen algo, en el fondo, si uno no quiere. Ahora tengo que decirle que él no quiso nunca pero me ha dado como un sueño espeso, como el sopor de una borrachera; y no es posible que llore en esta forma, los ojos se me mancharán de rojo y el mozo terminará por ofrecernos más café. Ha entrado una familia, de esas que van con chicos que son dos y feos y que piden modestamente una gaseosa porque de otra forma no podrían pagar lo que les cobran por comer o por beber, ni siquiera en este café modesto. Te juro que si es cierto lo que me decís, yo nunca más podré mirar a una familia que come helados en silencio, saboreando los veinte pesos pagados por cada uno con fervoroso recogimiento. No podré tomar nunca más una maldita taza de café. Me da risa este pobre del que estoy enamorada, su fracaso, su pobreza, esa trágica decisión de ser maravilloso a toda costa sin serlo casi siempre; me he preguntado muchas veces qué es lo que le encontré por fin, pero esa no es más que la pregunta que una se hace para conformarse porque lo cierto es que se le ha encontrado todo, más que todo, la exacta temperatura de la piel y el cansancio que es, acaso, la única manera en que se entienden los hombres y las mujeres. Yo hubiera merecido algo mejor y también él, algo que encajara en esa vida suya, que funciona a medias. Verdaderamente esto nuestro fue siempre más bien desastroso, un ahogado con respiración artificial pero también fue la cosa más parecida a la felicidad. Ahora, los lugares que recorrimos se me introducen dolorosamente bajo la piel. ¡Cómo va a dolerme Buenos Aires y qué ocurrencia haberla recorrido tantas veces, como si esto fuera a durarnos siempre! Pero si me digo que está sentado a esta mesa por algo, quizá por tenerme con él un momento más, por retenerme, quien sabe no hago otra cosa que encontrarme una salida. Que no me da. Estira el brazo, lo cruza y aprisiona mis manos enlazadas, apretándolas un poco, ahora resulta que me mira con amor, como si el principio de la conversación hubiera sido un sueño y esas palabras torpes que se empeña en pronunciar, una de las tantas peleas que se tienen, en las que no hay que reparar. Pero lo que dice, es diferente: —¿Cómo sacarme una muela? Y comparar el fin del amor con una operación de muelas es algo muy propio de vos que fuiste siempre un hombre al que llevé a remolque. Parecés enojado y ahora resulta que hasta me reprochás la manera de ser que te enamoró aunque te enamorases más por el amor mismo que por mí. No estás tampoco demasiado furioso, más bien lúcido e hiriente como son los hombres cuando les va mal, llevás una ráfaga de amargura en pos, una amargura ácida que me echa bocanadas a la cara, que me arruina los mejores días, los recuerdos y los proyectos. De pronto, en esta mesa de café donde se tejió el amor, aprendiste a descubrir mi pequeña farsa, mi cuota de vanidad y de infamia, a sostener la mirada sobre la lisa superficie de sus ojos, tan opaca que la mirada ajena salta, rebota, se pierde y ya no es una mirada, no hay caso —claro que¡ ya no lo hay— no hay forma de volver atrás. No sé. Ni siquiera tiene objeto preguntar, porque si decidieras responderme sería lógicamente una respuesta para vos, no para mí, que estoy sintiendo la madera de la silla contra la espalda, la mirada del mozo y el silencio de la familia vecina que termina con su helado. Porque aún así, todavía me parece que todo saldrá no digo bien, sino maravillosamente, que la rápida mirada de amor se fijará en sus ojos, y la mano subirá por mi muñeca, acariciará un poco el antebrazo donde brilla un inocente vello rubio, la mano de él se quedará no como quien la muestra a través de la ventanilla de un tren, para decir adiós, sino como el que ha decidido quedarse. Y noto, además, que tratando de hacer esas cosas raras en que son maestras las mujeres —enojarse, echarse atrás, dar por terminado— lo único que consigo es recordar una tarde en que me_ dijo: Madrecita. O la dirección de la casa donde llevamos el encendedor, que no encendía. Hay que ver: pongo en mis ojos toda la fuerza de que soy capaz, le pido un cigarrillo, como siempre cuando uno está desesperado, lo escucho hablar sin interés siquiera, pero al gritarle: por qué no lo decís si es que has dejado de quererme, ha contestado: —Aunque te lo dijera, no me lo creerías. Y entonces es cuando noto que está diciendo la verdad, con ese aire ligeramente idiota que pone a veces cuando quiere salirse con la suya. Mezclo todavía durante un rato estas imágenes a imágenes pasadas y a la leve esperanza de que todo no sea más que un mal momento, aunque por más ciega y sorda que una esté, hay que admitir que él actúa libremente, como aquel que llega a la casa y se quita, con alivio, los zapatos. Y no es consuelo saborear desde ya lo poco que será su vida sin mí porque de todos modos su vida siempre había sido poco y eso, sólo servía para quererlo más. Quizá todo esto no es más que un enojo del momento, un ataque de celos, me da por pensar, y en cuanto la familia termine de mirarnos, llame al mozo, pague los helados y salga a la calle, descubriré, sonriendo entre mis lágrimas, que todo ha pasado y que lo más que ha hecho es gritar una venganza que no tiene fuerzas de cumplir. Es por eso que contesto a su contacto —Dios, qué calientes y secas son sus manos— esta vez es cierto, titubea con una expresión de novio de barrio y me rechaza. Los dos nos conocemos demasiado aunque es posible que yo, como tantas cosas de su vida, no haya sido más que un pretexto para exaltarse ante sí mismo, pobre, él que tan pronto se cree un gigante como se ve un enano, más un gigante para decir verdad. Pensar que este extraño que no sabe qué decir, estuvo en mis brazos, la cabeza apoyada en mis muslos, que he conocido nítidamente el cambio del tono de su voz y el leve jadeo que sobreviene a la sorpresa de estar enamorado uno del otro, lo he conocido todo de él y ahora no podría jurar que es el mismo hombre. Pero aún intento una dulzura antigua, que apenas reconozco, arrullada por aquello que fue y es pasado, me decís, con una insensibilidad brutal, con un aire de chico que va a salirse con la suya pero lo malo es que no sos un niño sino un hombre y casi viejo, decidido a no tener piedad. Te oigo hablarme con delicadeza extrema y los ojos que amé se vuelven transparentes bajo la superficie. Nada de lo dicho es real. De nada sirve atormentarse porque uno no se separa de un brazo o una pierna aunque quiera separarse, salvo una dolorosa amputación y yo no he permitido que me amputen nada ni siquiera admito la existencia del dolor. De modo que es inútil. Seguramente todo esto no es más que una cruel lucubración de muchacha fácil, como también dijiste, a la que le pasará el dolor y la ausencia como quien se cura de un dolor de muelas. De la mesa que nos ha reunido y separado trato de obtener mi dignidad, cuando advierto que no es posible agregar una palabra más a lo que se dijo, que hay que levantarse, y me levanto a tiempo de escuchar: ¿Puedo acompañarte?, con el gesto de quien pide asistir a un entierro de segundo orden. Y mientras obedezco al movimiento y echo a caminar, casi lo veo dejar unas monedas sobre el mantel para seguirme. Vagamente acaricio el brazo que me pasa bajo el brazo, pero al empujar la puerta de vaivén, el espejo me refleja sola, con la bocanada de aire de la calle Corrientes. Miro sorprendida aún mi brazo libre, comprendiendo demasiado que te has quedado quieto frente a la mesa de café y que no hay tiempo a darte tiempo para que me sigas porque ya el ómnibus está encima del cordón de la vereda y pienso la cara que pondrás. |
Cuento de Marta Lynch
Publicado, originalmente, en:
revista
Setecientosmonos
Año I - Nº 5 - Abril de 1965
Setecientosmonos se
publicó en la ciudad de Rosario entre mayo de 1964 y octubre de 1967
Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/setecientosmonos-5/
Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas
Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte
Ver, además:
Marta Lynch en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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