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Motovoladores
Cuento de Rubén Lucero

Sólo el viento te hará sentir

El tema de este relato es un fenómeno local que tiene epicentro en la Plaza Mójica y que ya ha sido abordado por La Ciudad Ficcional. 

Desde su narrar urgente Lucero señala aquellos valores culturales que construyen una sociedad individualista y perversa que sostiene sus relaciones bajo las reglas exclusivas de la compra – venta.

Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago

En la tienda de Voladores las ofertas abundan. Con un salario te la llevas dice el vendedor de camisa blanca y corbata azul. Necesitas un certificado de ingresos o un recibo de sueldo. Es muy simple el trámite. Las motos brillan como los ojos que las miran. Son ángeles tan vírgenes. Mamá y papá creen que aún juegan a la rayuela. Los niños han crecido, sobre sus espaldas ya se ven las alas.

El lunes vengo. El lunes venís, presentás el recibo de sueldo que cada mes desde hace seis te entrega el patrón en la curtiembre. Vas a comprarte guantes y un casco que todavía hoy sigue en el celofán. Mamá Amalia insiste tanto con eso. Amalia está vieja, tiene miedo de todo.

Y vos con semejantes alas. La moto será el extracuerpo que le dará luz a tu vida. La calle Buenos Aires evade el control y los domingos por la larde, es apta para el despegue de los motovoladores. Te vas a sumar.

Los chicos son infortunados. La mayoría han descubierto el pago de fin de mes y también el aguinaldo. Trabajan con un horizonte reprimido, sin líneas claras y la moto es poder. Con ella es más fácil saltar el obstáculo de esta noche. La casa de Mirtha es viable y hasta cómoda porque es más cerca. Y Mirtha te gusta.

Ir al baile, detenerse a comer un pancho, encender el último cigarrillo del amanecer y sentarse pegadito a los pechos de Mirtha, todo se consigue con la motovoladora.

Mamá Amalia corre para decirte que te pongas casco, que conduzcas con precaución. Es tan vieja Amalia y siempre tiene miedo.

Vamos a ser amigos de este sueño instantáneo.

Una cuota imprescindible para los bolsillos flacos y el permiso para cabalgar entre los autos.

Una tarde noche te vas a juntar con los flamantes compinches del vuelo. Vas a correr sin límites hasta deglutir el aire iracundo del verano.

En uno de esos vuelos el desafío de volar más alto, más fuerte, te convocará. Vas a medir tu rodado, vas a comparar con los que ofrecen las tiendas de motos que invaden la ciudad, y sin darte cuenta alguien será tu contrincante. Se dirán apuestas en voz alta y desde el semáforo hasta la esquina de la verdulería conseguirás el record de los record.

Apenas unas pocas cilindradas forjan motos que van a mil. Los mercaderes no exigen saber manejar, solo venden y venden. Nadie controla a los no tan niños que se subirán al cabo de la primera cuota. Y el ruido, ese ruido que suena a concierto en los oídos jóvenes, viene a despertar el letargo de los vecinos. Los que hace una década se sentaban al borde de la vereda a ver pasar la vida. Ahora no pueden. Es imposible mirar el sonido que pasa intermitente en dos ruedas. Recurren al teléfono para quejarse a "ruidos molestos" y desde el tubo alguien contesta "ya vamos para allá". Una mentira compasiva entre vecino y funcionario, otra más.

Curiosa forma del capitalismo: mandarnos motovoladoras para facilitar el vuelo de los adolescentes del tercer mundo. Y también para matarlos tan frescos. Amalia corre detrás, loca, suplica que te pongas el casco.

El ángel se atreve y desconecta los frenos en el desenfreno de otra carrera en la madrugada. Un taxista se cruza entre las bandadas de motos. Un pájaro, el ángel y algún niño mariposa no lo han visto. Al taxi lo conduce un piloto automático, hace cien años que está al volante. El tropiezo apenas que despabila al hombre mal afeitado, mal alimentado, mal dormido, mal vivido...

El ruido del choque despierta a los perros abandonados en la Plaza Mójica. Es un golpe sordo, cabal, pendenciero; retumba en los laberintos de cemento. Tiemblan las baldosas de las veredas ausentes. Es un grito sonámbulo, permanece en el viento y llega al cementerio sin peaje.

La sirena viene en ambulancia a recoger y recorrer los cuerpos que aún huelen a lavanda de sábado a la noche. El asfalto es el nido donde la sangre pinta el mapa de otra vida perdida. No habrá domingo esta vez.

Una mano temblorosa atenderá un teléfono de madrugada. Se apagaran las luces esa mañana. El sol no saldrá. Mamá Amalia vendrá a rendir su ritual en la tragedia.

El fin de semana regresará en cinco días. El ángel ausente tendrá sustituto.

Otro pibe encenderá el aire licuado de las noches de la ciudad crispada. 

Los ilustrados debatirán en el plasma y las mujeres como Mamá Amalia sentirán el vacío de los sueños inútiles. La urgencia provocará más controles, pondrán tanques en el asfalto, los perros exhibirán subordinación y valor y al cabo del mes, se impondrá el otro extremo: zona liberada.

El mercader de la tienda de Voladores, con su camisa blanca y su corbata azul, venderá diez motos esta semana. Diez motos más, diez pibes más, diez pibes menos...

Rubén Lucero
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
28 de febrero de 2010

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