La noche envolvía aquel bosque húmedo, espeso. El ruido de la motosierra había espantado a las guacamayas y apagaba la caricia melodiosa de la corriente de agua. Mariano apresuró los esfuerzos, debía terminar antes de que el amanecer lo delatara talando en la zona prohibida.
La carne del cedro agonizaba acuchillada. El tronco crujió, lanzando un alarido de sufrimiento.
Se detuvo la motosierra, Mariano sintió un dolor fuerte en la espalda, luego sangró su vientre, una herida más en el hombro... La oscuridad le impedía ver de dónde provenían las lanzas: eran los habitantes ancestrales de la selva amazónica.
Mariano hizo varios disparos al azar, mientras, el árbol cayó sobre la tierra.
Una lágrima del joven taromenane sudó por la mejilla al escuchar el estruendo del cedro muerto, y se mezcló con la sangre que le escurría por la pierna herida; su cerbatana apuntó al cuello del saqueador, atinó.
Los balazos alertaron a otros taladores, tomaron sus armas y salieron del campamento ilegal con rumbo a donde se escucharon los disparos. Al llegar sólo encontraron el cuerpo de Mariano y un rastro de sangre indígena que se perdía entre la hojarasca del corazón de la selva. |