La isla sitiada: espectralidad y brujería en "La desesperanza" de José Donoso

The besieged island: spectrality and witchcraftin La desesperanza by José Donoso

Ensayo de Paulo Andreas Lorca Fuentealba

Cornell University

pdl59@cornell.edu

RESUMEN

El siguiente trabajo reevalúa La desesperanza (1986) de José Donoso en atención a ciertas lecturas críticas sostenidas en procesos aparentemente irreconciliables, como son la ficción y la historia, el realismo y la fantasmagoría. A partir de las figuras del espectro y el brujo, atendiendo a diversos planteamientos teóricos de cada uno, como los de Jacques Derrida, Giorgio Agamben y Gilles Deleuze, se plantea una lectura de la novela que examina las operaciones narrativas que unen ambas figuras. En dicha unión, que se articula como una pregunta sobre la espectralidad, dichos polos o procesos sin reconciliación son revelados, en cambio, como realidades inseparables acerca de lo que la novela—y el autor—plantea tanto como su contemporaneidad como de su poética.

Palabras clave: Chiloé, Fantasma, Espectralidad, Brujería, Donoso.

          The besieged island: spectrality and witchcraftin la desesperanza by José Donoso

ABSTRACT

The following work reevaluates José Donoso’s La desesperanza (1986) in light of certain critical readings that have seen in it apparently irreconcilable processes, such as those of fiction and history, realism and phantasmagoria. Drawing on the figures of the specter and the sorcerer, and considering various theoretical approaches to each, such as those of Jacques Derrida, Giorgio Agamben, and Gilles Deleuze, this work proposes a reading of the novel that examines the narrative operations that unite both figures. I propose that in this union, which is articulated as a question about spectrality, these poles or unreconciled processes are revealed instead as inseparable realities, both from what the novel—and the author—pose as their contemporaneity and from their poetics.

Key Words: Chiloé, Ghost, Spectrality, Witchcraft/Sorcery, Donoso.

Introducción: Tradición de la isla

Salvada la distancia, no es caprichoso hablar de La desesperanza (1986) como un texto que se ubica dentro de las grandes narrativas peripatéticas del siglo XX, a contraluz, incluso, de Ulysses de James Joyce -novela ostensiblemente diurna- en la que uno de sus personajes, Stephen Dedalus, esputa una sentencia que bien podría haber sido el hipotexto[1] de la novela noctámbula de José Donoso: “History, Stephen said, is a night-mare from which I am trying to awake” (27). Un antecedente posible de este dictum, igualmente pertinente a este caso donosiano, es Karl Marx en The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte (1897), quien escribiera “The tradition of all the dead generations weighs like a nightmare on the brain of the living” (15). Así, la historia y tradición son uno y el mismo enclave psíquico que acecha el andar de los vivos. En efecto, La desesperanza enuncia el retorno de Mañungo Vera—su protagonista, un cantante de protesta de origen chilote, autoexiliado en París—al Chile de 1985 a la manera de un paseo desde el ocaso en el Barrio Bellavista, en donde se vela el cuerpo de Matilde Urrutia (viuda de Pablo Neruda), por una “noche urbana mutilada por el toque de queda” (LD 119), y de ahí hasta el camposanto a la mañana siguiente, en donde terminan las exequias. En ese enclave temporo-espacial -Santiago “en pleno estado de sitio” (LD 70) durante casi veinte horas- no dejan de penar los fantasmas de la tradición y de la historia.

A casi cuatro décadas de su publicación, y atendiendo a lo que el propio autor llamara la centralidad de lo político en La desesperanza, parece necesario reordenar las coordenadas de lectura de una novela que, bajo lo que provisionalmente podemos llamar el embrujo del lenguaje, se sitúa a la deriva de esa pesadilla fantasmática de la historia. En la interrogación de esas coordenadas, que se encuentran, como se verá, tanto dentro como fuera del artificio, es posible, quizás, llegar a una manera de comprender el significado de la provocadora afirmación que hizo Mary Lusky Friedman a propósito, esto es, que el manejo donosiano de la imaginería y una narrativa compleja movería a sus lectores mucho después de que Augusto Pinochet estuviera en su tumba (“The Artistry of La desesperanza 24). Vale decir, si el mensaje de la novela es un mensaje que sobrevive a todos sus muertos, ¿cómo hemos de entender la singularidad de su carácter intempestivo en relación tanto a su forma como a su tópico?

Es posible que la singularidad de una novela como La desesperanza dentro del itinerario donosiano nos haya sido dada por la sentencia con que el propio autor la presentó en 1986, a saber: como una novela que “no tiene nada que ver con las otras novelas mías,” cuyo título trataba sobre “una desesperanza actual que siente hoy un chileno.” (Swanson 997, el énfasis es mío). A ello hemos de asociar la acogida que la crítica ha hecho de lo que Mauricio Wacquez llamase las “etapas” de la obra de José Donoso, y en virtud de cuya segmentación La desesperanza aparece como el emblema tanto de una ruptura con la “Segunda Etapa” manierista de Donoso -situada por Wacquez entre 1962-1980, los años del autoexilio durante los cuales se escriben obras como Tres novelitas burguesas o La Marquesita de Loria- cuanto del lento retorno al lenguaje y al mundo chilenos de ese hoy en el que coincidían la vuelta biográfica y ficticia del autor (Wacquez 142-143). A contrapunto, ambas lecturas se presentan como premisas igualmente plausibles aunque inconsistentes, es decir, como la aporía del retorno -en el presente de 1985-86- a un tiempo perdido. Por un lado, está el regreso a un país que no puede ser el mismo, y por otro, la vuelta a una poética que no podía sino transformar la realidad en metáfora[2].

Dicha aporía, cabe apuntar, ha suscitado otros problemas metodológicos en cuanto ha dado paso a diversas lecturas críticas ancladas en una serie de dicotomías, las cuales encuentran aparente solución, a la postre, en la predisposición por uno u otro polo[3]. Ya al cierre de lectura de Wacquez, por ejemplo, lo ‘mítico’ (representado el corpus myticum chilote) se contrapone a un “falso realismo” (144) que es simplemente subsumido en esa primera modalidad: “la utilización simbólica de un ámbito cultural cerrado puede permitir que lo que es mera realidad se transforme una vez más ... en una cadena que nos ate para siempre a la poesía” (145). La trama coyuntural, entonces, puesta al servicio de una urdimbre que la sobrevive; el “ámbito cultural cerrado,” que Friedman apunta como el “second setting” de la novela compuesto por el “folklore” chilote (15), transforma la ‘realidad’ (relegada) en poesía. ¿De qué se trata esta postergación? Cualquiera sea el motivo de estas lecturas al despolitizar una novela en la que el elemento político, según el propio Donoso, “es central y es explícito.y es inescapable” (Swanson 997), parece necesario atender a esa ‘otra centralidad’ que Chiloé ostenta en la novela para así poder elucidar la manera en que en esta conjuga también una pregunta por la temporalidad que la crítica ha movido a segundo plano. Esto es: ¿En qué consiste ese hoy que señalaba el autor? O, en otras palabras, ¿cuál es la naturaleza de la contemporaneidad de La desesperanza, tanto para sus lectores inmediatos como para los postrimeros? Y sobre todo: ¿Cómo entender “los fantasmas acechantes de la escritura de José Donoso” (Wacquez 144), es decir, sus brujas y espectros, particularmente con relación a la cuestión política -de desapariciones, asesinatos, centros de tortura y toques de queda- de la obra? En lo que atañe a este “universo fantasmal” (Soto 390) de La desesperanza, baste decir por ahora que la respuesta ha de buscarse no simplemente en un gesto tributario de los trabajos anteriores de Donoso, sino justamente en la potencialidad que adquieren en el seno de la coyuntura. Antes de confrontar estas preguntas, es necesario distinguir el campo semántico que Chiloé, como geografía imaginada, suscita en la narración, así como su sitial en la cadena poética que nos sugiere la lectura de Mauricio Wacquez.

Chiloé es una figura fugitiva en el relato de La desesperanza. En sus primeras páginas, la novela articula la acometida del signo como un punto de desencuentro entre una imagen nostálgica y un presente inasible en el cual el destino es una referencia desorientada y fuera de lugar:

El chofer iba a parar frente a un mendigo cortado de la cintura para abajo, un cuchepo con el calañés torcido sobre un ojo, que desde encima de su patín pedía limosna. Mañungo indicó, un poco más allá, la figura sin duda más efectiva de una púber de minifalda que sorbía la anilina venenosamente lila de un chupete de helado: en Chiloé los chupetes color lila eran de falsa canela, creyó recordar de su infancia, y asomando su cabeza por la ventanilla le gritó: —¿Por dónde se va a la casa de Pab...? (LD 10).

Sin duda, el lector versado identifica la continuidad del universo esperpéntico donosiano en la figura del mendigo “chuchepo,” quien más tarde es identificado como Don César, cobrando un papel secundario, suerte de informante nocturno en el trayecto de Judit Torres hacia la concreción de su venganza privada contra el torturador de sus compañeras, quien le diera además a ella el perdón que aún resiente. Ante lo que nos concierne, sin embargo, en este pasaje se configura una dialéctica entre Chiloé como espacio mnemónico de la nostalgia y un presente que sólo se vislumbra como pregunta (interrumpida) por la dirección, literal y figurada, de un rumbo suspendido en la ciudad de Santiago. Se sugiere además aquí una advertencia; la imagen infantil ha de tomarse como tal, es decir, suscrita al artificio de un saborizante -“falsa canela”- que cuestiona el carácter fidedigno del recuerdo. A lo largo de la novela, la repetición de ese artificio falseador opera sobre una imagen de la chilenidad, ora en los ponchos y cortinas de sabanillas convertidos en “moda folk-chilota en atavío único y exportable” (LD 18), signos vacíos de post-hipismo y estética de la canción de protesta, ora en su máxima expresión reduccionista, el “país juguete” en el Parque O’Higgins, Chile en miniatura, en el que Chiloé aparece “escondido e insignificante” (326). Donoso problematiza esa capitalización cultural al ponerla en directo contacto con el proceso de construcción de una autenticidad artística. Así, mediante Fausta Manquileo -escritora costumbrista, consagrada en lecturas escolares (LD 158-163) y presunta candidata al Premio Nacional “en cuanto cambiaran las condiciones políticas del país” (42)- nos enteramos de que Mañungo es, en parte, culpable de cierta banalización, toda vez que fue él, “Cuando llegó del sur [quien] puso de moda al Caleuche y a la Pincoya y al Imbunche, de los que todos hablábamos, y la ropa chilota” (85). No obstante, la Isla devenida en producto no es otra cosa que el resultado de su status como desiderátum, como vía a la inmortalidad por el arte, una posteridad a la que nadie en la novela -con la excepción de Pablo Neruda- parece siquiera dar fe o atreverse, dado el estado de un Chile en el que, en palabras de Judit, “No vivimos. Sobrevivimos” (LD 127). No arbitrariamente se le da a Neruda, en diversos puntos, los apelativos de “brujo” e “inventor de geografías” (Isla Negra, Temuco, Valparaíso, etc.), entre las cuales no se cuenta Chiloé, dejándola -como su Fundación y legado material en disputa- a los aspirantes, como Fausta, que al improvisar un relato sobre el Caleuche y Chiloé, conjetura la posibilidad de narrar “todo esto, repetido y oído tantas veces, pero que nadie sabía contar como se debe hacer” (329), o el propio Mañungo, que sueña con cantar sobre Caleuche y “la equivalencia chilota entre brujo y artista” (128). A partir de este punto, la Isla se abre a la tradición.

La figura de Chiloé como tradición, en su acepción canónica, incluyendo los mecanismos de su configuración dentro de un corpus más antiguo, adquiere un sentido que, lejos de ubicar a La desesperanza “entre proyectos antagónicos e imposibles [i.e.,] ficción e historia,” como afirma Román Soto (390), la sitúa justamente en el espacio de las letras chilenas en la que dichos proyectos son, de hecho, inseparables. Como recientemente Alejandro Fielbaum ha apuntado, Chiloé, desde el cierre de La Araucana en el que Ercilla, soldado y poeta, signa y fecha (febrero, 1558, a las dos de la tarde) la entrada de la isla a las letras y a la historia, sucede “como si la historia de la isla, incluso en sus datos que parecieran ser más positivos, no pudiera dejar de convivir con ciertos modos de la ficción, propios de una naturaleza en la que quizá no es tan segura la posibilidad del dominio humano.” (90-91). Aquel derrotero, para Fielbaum, incluye notables proyectos como los de Charles Darwin, Mariano Latorre, Francisco Coloane y más recientemente Alvaro Bisama con El brujo. Vale añadir a éstos aquella novela laureada por el propio Neruda, Gente en la isla (1938) de Rubén Azócar -a la cual regresaremos- y, por supuesto, La desesperanza. No es este el lugar para tratar la manera en que Donoso, en los dos períodos sostenidos de gestación de la obra -el año de diciembre 1980 a diciembre 1981 y enero-agosto de 1985 (Friedman)-, se trasladó a la isla en un estudio cuasi-etnográfico que incluyó lecturas sobre el proceso a los brujos de la Recta Provincia en 1880 (Donoso “Fragmentos” 386), una silenciosa visita a una machi (Trujillo 266) e incluso la detención en Castro del autor (Trujillo 232-236). Todo esto se encuentra bien documentado[4].

Para efectos de este trabajo, el rasgo más particular lo constituye el remanente de ese episodio y la manera en que se manifiesta efectivamente en la novela. Pues en su forma primigenia, titulada anteriormente “El regreso,” sabemos que Chiloé figuraba como su propia “parte” (“Fragmentos” 383, 386), que en las páginas-ficha se describe como “fantástica, feérica” (399), proyecto que para 1985 queda “casi eliminando, en flashbacks. el artista, el brujo, el barco de arte” (400). El lector de La desesperanza no puede sino notar que aquella fragmentación de la parte no escrita -imagen especular de la geografía del archipiélago, esa “la fracturación de las islas” que en la mente de Mañungo aparecen como el resultado de “antiguas catástrofes no muy diferentes a ésta” (LD 212), es decir, al temblor metafórico y real de su noche noctámbula en toque de queda- queda diseminada en la narración al modo de un espectro. De modo tal que ya no es tanto ese lugar, que en palabras de Donoso, en fichas anteriores, estaba “poblado de fantasmas y residuos de mitos” (Notebook 53:9), sino que la isla en sí, en el intento fallido de narrarla, la que se transforma en un fantasma, y acecha el proyecto escritural: “Tengo, de pronto, terror a Chiloé,” escribe Donoso en 1985 (“Fragmentos” 400).

En suma, esta arremetida, o riada, de la isla, como su entrada traumática -de puño en las armas y las letras- en la historia y la literatura, hace eco en el fantasma de Chiloé, tematizado en la novela como la promesa de un giro estético, una oportunidad artística, no sólo en Mañungo que se debate entre lo explícitamente político de sus canciones y el deseo de cantar sobre las tradiciones chilotas, sino también en Fausta, como hemos dicho, quien ve en esa promesa la renovación de su “pasaje a bordo del buque del arte” (328). Surgen, entonces, dos modalidades inteligibles, la del espectro (Chiloé) y la de su fantasmagoría (Caleuche, brujos, imbunches), en cuya articulación es posible comprender la manera en que Donoso codifica una apelación directa al universo fantasmagórico real generado por el régimen cívico-militar, incluso en una jornada incompleta de 1985, a la vez que mantiene suspendida la pregunta sobre la relevancia de novelar realidades “fantásticas y feéricas” en un estado excepcionalmente horroroso.

Espectros

Hoy, resultaría deshonesto abordar la espectralidad como idioma crítico sin detenemos en una de sus iteraciones más influyentes. En la pluma de Jacques Derrida, primero con la conferencia “Wither Marxism?” en la Universidad de California en Riverside, luego expandida en el libro seminal Specters of Marx (1993), el espectro hace su entrada a la manera de una alteridad radical y alternativa a las dicotomías clásicas del pensamiento occidental (idea y materia, la Otredad de Levinas, presencia y no-presencia, etc.). Lo hace, además, desde un plano eminentemente político, como punto de encuentro entre la ontología y la ética, en lo que el neologismo derriadiano designa como hantologie, aludiendo tanto a la ontología clásica como a hanter, hantise, hanté(e), referentes al asedio fantasmal que encuentran a su vez solidaridad semántica con el verbo to haunt en inglés, y su acepción fantasmal de “haunted” (Espectros de Marx 24). Al incluir lo ausente y lo no presente, la fantología es “más amplia y más potente” que la ontología, permitiendo un entendimiento del espectro tanto como virtualización -del pasado y del futuro- como devenir-carne en su apariencia (144). Desde la figura del espectro del rey Hamlet y la puesta en escena de un tiempo desquiciado (“time is out of joint”), se plantea una “lógica del asedio” como reacción ante la clausura de la historia, planteada anteriormente por Francis Fukuyama, que Derrida ve como una celebración del fin de la utopía comunista (Berlín, 1989) y la aceptación global de las democracias liberales. “Después del fin de la historia”, afirma Derrida, “el espíritu viene como (re) aparecido, figura a la vez como un muerto que regresa y como un fantasma cuyo esperado retorno se repite una y otra vez” (24). La clausura, entonces, es asediada por un acontecer espectral, que expone un clamor de justicia por la deuda de una historicidad incumplida (ora utopía interrumpida de la revolución, ora justicia para las víctimas) y contiene una promesa emancipatoria aplazada hacia y desde el futuro, la pura “eventualidad” del “evento mesiánico”, su apertura como horizonte imposible, y no como nueva historia ni como nuevo proyecto (89).

Haciendo frente al diagnóstico derridiano, La desesperanza, incluso en el marco de la obstinada contemporaneidad aducida por su autor, se lee como un reservorio de prospecciones que prefiguran no sólo los afectos y melancolías de los derrotados políticos media década antes del acontecimiento epocal que inspira tanto a Fukuyama como a Derrida, sino también aquella lógica del asedio con que el filósofo de Gramatología explica su fantología. A partir de ese eje argumental que es la muerte física de Matilde, que “señalaba como pocas el fin del mundo” (LD 26), se articula una relación entre muerte, política y arte. Así el relato, focalizado en Mañungo, llega a declarar explícitamente: “Hasta aquí llegaba la historia” (69), es decir, en la muerte simbólica de lo que él mismo representa para la juventud: el compromiso político de sus canciones, el pasado revolucionario de la izquierda, en suma, “esa mítica Edad de Oro que para la juventud de la izquierda fue la Unidad Popular” (71). Es un epitafio, además, que llega luego de uno de sus persistentes episodios de tinnitus, en el que Mañungo cree oír, entremezclado con el rugido de las olas (de Isla Negra, de Chiloé), “un gemido que salía desde el interior del féretro y saltaba como una alimaña desde ese reducto de la muerte para prenderse con garra de fierro a su garganta, destrozándosela para que no volviera a cantar, porque no se podía cantar después de la muerte de Matilde” (68). Esta reclamación del espectro, temprano en la trama, es leída (¿mal?) por Mañungo como una proscripción o censura, puesto que la muerte de Matilde adquiere los matices de esa clausura histórica que, en el caso del Chile de Pinochet, se cierne como una derrota política y cultural en la que “la desesperanza, por desgracia, no tiene música” (16).

Con atención a aquella parálisis creativa podemos ofrecer una reflexión en vistas a lo que el historiador Enzo Traverso ha apuntado en Left-WingMelancholia sobre el totalitarismo soviético y los espectros que generó: “Not only was the prognostic memory of socialism paralyzed, but the mourning itself of the defeat was censured. The victims of violence and genocide occupy the stage of public memory, while the revolutionary expe-riences haunt our representations of the twentieth century as “larval” specters” (19). La memoria, como objeto falso de la melancolía[5], configura el duelo como universo cerrado, incapacitando a sus dolientes, tanto más que la polis “estrangulada por el nuevo estado de sitio” de 1985 (LD 11) no da lugar siquiera a la revisión colectiva de dicha memoria, en un estado autoritario que aún no ha visto su fin en las urnas. Es preciso sumar a esto las palabras del propio autor, al menos en el entendimiento de la cuestión política del país y la revisión de su propio corpus en comparación a la centralidad tópica de La desesperanza, cuando afirma que, si bien en la superficie del texto el referente no era inmediatamente reconocible como político en novelas como Coronación o El obsceno pájaro de la noche, “En el fondo eran novelas políticas esas.. .¿Por qué no decirlo? Yo creo, pues, que puede ser cierto, a un nivel: es decir, que la solución en todo caso se encuentra en la polis y no en el individuo” (Swanson 997). De ahí, entonces, que los fantasmas penen y sus presagios se desfiguren en el aislamiento neurótico del individuo. Se trata, en definitiva. de una pregunta que apercibe no sólo la novela, sino que la propuesta derridiana de la espectralidad en sí, a saber: ¿Con qué autoridad está investido el intelectual (o el artista, dado el caso) para poder hablar por y a los espectros y establecer el alcance de esa justicia irreconciliada?

La voz de ultratumba desfigurada de Matilde acaece como advertencia, o como apunta Traverso, a la manera de un espectro larval. En efecto, dicha especie satisface una articulación diferente a la derridiana, propuesta por el filósofo Giorgio Agamben. En el ensayo “De la utilidad y los inconvenientes de vivir entre espectros”, Agamben definía el espectro como algo hecho no de signos, sino de signaturas, “aquellos signos, cifras o monogramas que el tiempo inscribe en las cosas” (57). El espectro acarrea como signatura una fecha de caducidad, habla en lenguas muertas, en susurros y murmullos. La signatura viene a ser un tercer elemento que ha de ser añadido a la lógica dual de la significación lingüística, para que así el lenguaje pase al habla, o de lo semiótico a lo semántico. En la medida en que las signaturas hacen las veces de materia prima de un espectro, éste es “a la vez lábil y exigente, mudo y cómplice, resentido y distante” (57). De ahí que algo le debemos al espectro: “el muerto es tal vez el objeto de amor más exigente, respecto al cual siempre estamos desarmados y en falta, distraídos y en fuga” (58). Al igual que Derrida, Agamben articula la espectralidad como una fuga de la dialéctica clásica. Sin embargo, Agamben advierte que somos siempre los vivos los que fuerzan la permanencia de los muertos; por ello cabe una distinción entre dos tipos de espectralidad: por un lado, una elusiva y discreta, espectros de vida póstuma que comienzan “cuando todo ha terminado” (59), y, por otro, una espectralidad que llama “larval” o “larvada”, “que nace de no aceptar la propia condición, de removerla para fingir a toda costa que se tiene un peso y una carne” (59). El espectro larvado busca obstinadamente a esas perniciosas consciencias que los crean, para habitarlas como íncubos y súcubos y manipularlas con hilos de mentira (59). ¿A quién habla el espectro? Para Agamben, no a nosotros, y hacerlo hablar o pretender que se habla por éste, suerte de fetichismo, es propio de una violencia que lo torna larval. Por tanto y en concreto, aquello en lo que coinciden Agamben y Derrida, además de situar al espectro en tercer elemento irresoluto, es en la vía de una filosofía de lo inoperativo: en Derrida como el imposible mesiánico, eternamente diferido; en Agamben como la atención al reclamo de amor, reverencia y olvido del espectro (58). Y aún así, no es difícil distinguir una clara divergencia. Mientras para Derrida la apertura a los fantasmas es una condición de la justicia, como él mismo insiste, “más allá del derecho y de la norma” (17), para Agamben es la clausura y la aceptación lo que trae paz a los muertos. Pero ¿cómo ha de verse una justicia fuera de la norma sino como una ley espectral similar a la de aquella ley suspendida del Estado de Sitio? ¿Y, en cambio, cómo concebir una clausura de la historia que no esté subsumida a la exigencia de olvido y fijación de la memoria del liberalismo? No podemos aquí abarcar la complejidad de la praxis de estas dos propuestas de espectralidad. Sin embargo, basta decir que dicha aporía se nos presenta justamente como una clave de lectura, toda vez que, como catéxis lúdica y a la vez profunda, distintos avatares de esa interrogante sobrevuelan el mundo asediado de La desesperanza.

A través de la novela, y siempre teniendo en cuenta el catalizador de las exequias de Matilde, se actualiza el campo político a modo de un foro en el que se improvisan las maneras de hacer hablar y acallar a los fantasmas individuales y colectivos. Es la voz testamentaria Matilde, de hecho, la que articulada privadamente genera especulación pública. Como ya ha analizado Meléndez-Paez, las figuras paradigmáticas del mundo político se dan cita a causa de la divulgación de esa voluntad póstuma; por una parte, a través de la “misa de difunto” que Matilde confiesa a Ada Luz como su último deseo y, echando sombra, los planes de la viuda para que aquello que en dos ocasiones se nombra como “el detritus nerudiano” se transforme en la Fundación Neruda, “otro pilar más para la inmortalidad del poeta” (LD 46). Así, concluye el crítico, al divulgarle Ada Luz a su marido Lisboa -ferviente militante comunista- esa primera voluntad de la muerta, el rito funerario católico “adquiere un matiz netamente político” (Meléndez-Paez 68). Es el Partido y no la Iglesia, dictamina Lisboa, la que puede hablar por los muertos (LD 36).

Bajo el lente de lo discutido acerca de los espectros, podemos agregar que el carácter ritual se torna indefectiblemente en algo abyecto y larval durante el spannung del texto narrativo, es decir, el cortejo fúnebre en el cementerio y la muerte de Lopito -personaje arquetípico de la derrota abyecta y el resentimiento del llamado insilio. La determinación de Lisboa de asir la oportunidad política resulta en el arrebato del ataúd a manos de los “muchachos de camiseta roja,” quienes, entre el clamor de las consignas que conjuran el nombre de Allende y los versos de La Internacional, son descritos como quienes detentan la situación: “Matilde les pertenecía, Neruda les pertenecía aunque nunca hubieran leído ni una línea suya, esta ocasión, sobre todo, les pertenecía porque ellos salvarían al país, ya que El pueblo unido jamás será vencido, y ellos y Pablo y Matilde eran el pueblo, o por lo menos así lo parecía en el momento de gloria cuando el féretro iba pasando ante sus ojos” (LD 271). Es en el ultraje del cadáver o, más bien, la manera en que las juventudes comunistas hacen confluir el cadáver con el espectro larvado de Matilde, donde, siguiendo a Agamben, no queda amor, sino, como sospecha Judit, que es parte de ese “horror” junto a Mañungo, un “harapo que queda de la Matilde” (LD 275). Asimismo, la muerte de Lopito en las secuelas que deja la euforia del cementerio, “por una causa totalmente privada” -al tratar de defender a su hija del ridículo-, no puede sino derivar en “peligrosa trifulca política,” a ojos de Mañungo, quien se da cuenta de que “el amor y la canción y la risa” sólo son traducibles como violencia y protesta política (LD 301-302).

Pero si la respuesta partidista a la pregunta por el fantasma no genera más que adefesios y más muertos -ya no ritos, sino “trámites” (274)-, la respuesta individual no es mucho más certera. Es el caso de Judit Torres, procedente de la alta burguesía, otrora militante del MIR, que se ve en la encrucijada de ejercer una venganza privada -justicia fuera del derecho- a nombre de cinco compañeras torturadas junto a ella, quien, por su condición social, “no sufrió la totalidad del martirio” (93). Ese martirio interrupto se encuentra a la sombra de otro, el de su excompañero y padre de su hija Luz, Ramón, “una especie de héroe popular, “que efectivamente murió en la tortura y cuyo cuerpo nunca apareció (39, 145-147). Pero incluso ese martirio parece intrascendental en ese Chile desesperanzado si consideramos que el golpe militar del 73 puso fin al ciclo de “gloriosas derrotas,” no sólo chilenas sino latinoamericanas que hicieran alguna vez martirologio de los caídos de izquierda (Traverso 38). Todo martirio es ahora obsolescente y Judit, al haberle sido negado el suyo, recurre movida por esa culpa de clase a un gesto personalí-simo que no llega a la postre a actualizarse. Judit no ajusticia al torturador en el encuentro que comparten con Mañungo, ni material ni simbólicamente. En la escena de la leva, que cierra la parte de “La noche,” Judit se identifica con una perra en celos que es hostigada, pero en lugar de disparar contra los hostigadores, dispara contra la perra y pasa el resto de la noche con su cadáver entre brazos. ¿Cierre del duelo? No lo parece, puesto que, si traemos a colación aquella escena en que Judit muestra a Mañungo su mausoleo familiar, nuevamente confluyen el espectro y el cadáver, cuando ella lee su propio nombre “Judit Torre Fox, mil novecientos cincuenta y dos.,” en el nicho de mármol que su padre le ha reservado. No el espectro de Judit, sino el de Ramón, cuyo nombre aparece por última vez en la novela interpolado con otros signos a los que Judit intenta aferrarse para apartarse de ese “nicho con su nombre que la esperaba desde siempre con las fauces abiertas” (284). A este punto, el dictamen que Judit daba a Mañungo según el cual se sobrevivía y no se vivía -“no existía la vida privada,” concluirá él luego de la muerte de Lopito- adquiere un matiz más ominoso, en cuya umbra la muerte no sólo resta, sino que resta a los demás, en cuanto en ella residen los vencidos que dan lugar a ese “duelo imposible” derridiano, en cuyo trabajo “tan sólo se puede desplazar, sin borrarlo, el efecto del trauma” (Espectros de Marx 105). Por ser el tiempo de los fantasmas, entonces, ese hoy tan inescapable, y tan político, donde no hay otra conversación ni vida posible, esa fecha (estrangulada por el toque de queda y su ley espectral; ni siquiera un día), tiempo del duelo, en tanto tiempo-otro, es anacrónico, o incapaz de coincidir consigo mismo. O así parece; mas el espectro, como hemos repasado, no es unívoco, y es necesario analizar otra más de sus facetas antes de delimitar cómo la pregunta por ese hoy se articula finalmente en La desesperanza.

Sería momento, entonces, de regresar a Chiloé, a su fantasma y su fantasmagoría, en un intento de examinar la manera en que Donoso deja plasmada en esta novela la que sea quizás la más compleja de las reiteraciones de la pregunta espectral, que oscila con toda su fuerza sobre la figura de su protagonista, Mañungo Vera, en la que brujo y espectro parecen coincidir.

Brujería y espectralidad

“Pero ella es, sobre todo, la gran Metrópolis de los brujos,” nos recuerda el verso de Enrique Lihn con el que cierra su poema sobre la Isla Grande representada como Ciudad de los Césares. En Chiloé, los brujos, de honda raíz mítica, han sido siempre entendidos como detentores de un poder; material, a fuero de veneno y maleficio, mal tirado y enfermedad; y lingüístico, en tanto son ellos los poseedores de un secreto y ‘dignos’ del silencio de los otros: no ha de hablarse de ellos (Los brujos de Chiloé). Desde la sociología y la historia, los brujos son personas reales, y la brujería “el conjunto de ideas y percepciones presentes en una comunidad que atribuyen a una persona determinada, o grupo, la capacidad de generar males a sus semejantes, utilizando para ello poderes y conocimientos antiquísimos” (León 64). Es decir, la instrumentalización efectiva de un saber y una práctica -a la que en Chile desde Alonso de Ovalle se le ha llamado “arte”- para producir daño en el sujeto psicosomático. Es sabido que, por su vínculo con la enfermedad, los brujos chilotes son ininteligibles fuera del campo semántico y material de la muerte. Más aún, como apunta el estudio de Marco Antonio León con respecto a una creencia en Cucao, el brujo es aquél que hace hablar a los muertos, profanando sus tumbas: “por medio de su arte o conocimiento, los hacían levantarse y los llevaban caminando hacia un lugar apartado, donde los desnudaban y colgaban de los pies” (71). O dicho de otra manera, los brujos son productores de larvas, muchas de las cuales han ido formando una singular y rica cadena de significantes sin parangón de la brujería chilota, como lo son, el macuñ o chaleco confeccionado con la piel de un cadáver o el cachín, que es a la par veneno y las ulceraciones que produce, así como el famoso imbunche, guardián de la cueva de los brujos y el Caleuche, nave fantasma. Dado el verdadero tesauro de aquellas fantasmagorías, resulta motivo de indagación la manera en que La desesperanza hace eco de la brujería chilota, que, si bien constituye un tema obstinado, casi no se narra como tal.

Ya hemos planteado que Chiloé, cual fantasma genésico de la escritura y motivo y figura reiterada, asedia, cual espectro, el texto narrativo. A tono, la innegable importancia de la isla se deja ver en las imágenes del pasado que arremeten contra Mañungo y en el hecho de ser la única geografía fuera de Santiago que Donoso decide narrar estratégicamente en la segunda parte, “La noche” (Capítulo 23). Entre ambas modalidades, el punto intercardinal es la brujería, entendida como arte, en su despliegue de luces y sombras.

En el primer caso, en el deseo fantasmático de Mañungo de hacer su segundo regreso (ya no a Chile sino a Chiloé) y concretar así un cambio en su poética, la brujería se manifiesta principalmente bajo el paradigma del Caleuche y, sobre todo, de sus connotaciones referentes a la metamorfosis:

Caleutún, transformarse. Che, gente, en la vieja lengua olvidada como los nombres de los dioses y los volcanes. Caleutún-che: posible origen de la palabra Caleuche, que significa «gente transformada o cambiada». Cuando era niño, desde las dulces costas verdes del archipiélago, Mañungo escudriñaba la cerrazón de neblina soñando con las luces del buque de arte que llamaban Caleuche, tripulado por brujos que se lo llevarían a otra parte para transformarlo en otro. Buque de arte: artista, brujo, vocablos equivalentes para los isleños que así designan a los que practican la seducción, la venganza y las transformaciones (LD 113).

Ca: otro. Calén: ser otro. Caleún: transformarse en otro ser o en otra cosa, sostiene un entusiasta de las etimologías como para demostrar que la magia de los isleños no es impotente para efectuar metamorfosis (LD 122).

Ambos pasajes, posicionados cada uno al comienzo de los dos primeros capítulos de “La noche” (15,16, respectivamente), representan una construcción en abismo no sólo porque en ella se encuadra el universo semántico de lo que la novela, focalizada en Mañungo, ha de entender por “artes de la hechicería” (i.e., metamorfosis, a fuero de una transgresión violenta y del quehacer artístico), sino también por la elección del discurso etimológico -centrado en el étymos o “l’élément véritable, authentique d’un mot” (Chantraine 381)- que establece un simulacro de origen ubicado exclusivamente en el lenguaje, aplicado aquí a esa “vieja lengua olvidada”.[6]. Los pasajes a la vez remiten al proceso que empieza para Mañungo en la primera parte crepuscular, en la que se afirma tajantemente: “Había llegado el momento para Mañungo Vera de transformarse en otro. No utilizando las viejas artes de la hechicería . sino por medio de un cambio voluntario de las circunstancias que habían llegado a hacer engañosos sus propios contornos” (LD 13-14); de tal manera que las coordenadas de dicha transformación no quedan del todo claras y se configuran, más bien, en un hacer al andar en el que la brujería misma deviene bien en un proceso tiránico (en contraste con una transformación voluntaria, y así, más cercana al sentido original de la brujería chilota) o en esa potencialidad de un giro estético que permitirá al artista abordar, una vez más, el buque del arte “con los demás brujos, Pablo y Matilde como pasajeros principales entre tantos ilustres mascarones” (LD 116).

De un momento a este punto, lo que todavía no se ha materializado, sino simplemente virtualizado, sin apariencia de carne, ha sido nada más que un sueño benigno como los brujos que desde la distancia capitalina imagina Fausta que puede narrar. Por esto es que Mañungo confiesa a Judit cuando aún la noche no ha llegado a su punto álgido: “Sueño constantemente con barcos embrujados, sirenas, enanos voladores, niños con los orificios del cuerpo cosidos, sobre todo con esa extraña equivalencia chilota entre ser brujo y ser artista, de la que quisiera cantar” (LD 128). Se trata de una lectura literal del mito, en virtud de la cual la brujería simplemente deviene en poética[7]. Es, en definitiva, el desiderátum utópico que Donoso efectivamente difiere, puesto que Mañungo no regresará -como sí lo hacía en sus planes originales para la novela- a su isla natal. La acarrea nada más consigo, mediada por el tiempo y la distancia y los fantasmas.

Ahora bien, la veta tiránica de la brujería se torna siniestra al encontrar raigambre en el sujeto psicosomático, toda vez que los ecos de Chiloé son somatizados en el tinnitus del protagonista, “anunciando desde el océano que se avecinaban cambios” (190), a través del cual parece “oír la voz de la vieja.llamándolo a la isla” (68), o se oye como “huracán capaz de tragarse al buque de arte” (23) hasta alcanzar incluso una ideación suicida, como la de los “fantasmas auditivos” de Schumann en Paris (18). Parte de esa somatización es el sintagma “la voz de la vieja” (15, 16, 18, 20, 68, 139, 180, 185, 190), a modo de una iteración isotópica del embrujo o encantamiento -en el sentido amplio que Umberto Eco le da al concepto de Greimas, es decir, como “constancia de un trayecto de sentido” (144)- que se actualiza en el ya mencionado Capítulo 23, en el que la narración se sitúa geográficamente en la Isla Grande. Se trata de una viñeta organizada en dos momentos: la llegada de Petronila Quenchi una “temida artista,” es decir bruja, en una lancha al caserío de Cucao, e inmediatamente, la conversación que allí tiene con Ulda Ramírez, antigua iniciadora de Mañungo en las artes musicales y amatorias. Petronila le confiesa a Ulda que al cruzar el lago ha compartido lancha con un joven, a quien la bruja identifica como el doppelgander o doble siniestro freudiano del cantante a quien Doña Petronila apercibe con la pregunta: “¿Eres Mañungo Vera?”, a lo que responde negativamente el doble (LD 185). Al relatar el avistamiento, la bruja busca incitar el deseo de Ulda, y ofrece “llamar” al Mañungo “en carne y hueso” mediante un hechizo. El narrador advierte en todo caso: “mintió doña Petronila, que como artista tenía el don de transformar sus mentiras en verdad, y de joven, murmuraban, anduvo embarcada en el Caleuche” (187). Y luego agrega:

decidió hacer esa misma noche su embrujo más potente para que el tal Mañungo volviera del norte a ver a la pobre Ulda.. .Canelo. Piures. Miel de ulmo. Pelo de pudú. Caca de choroy. Y uña del pie de su hijo mayor, que le cortaría esta noche durante su sueño, cuando sin saberlo el muchacho estuviera duro con visiones de las mujeres desnudas que frenéticas bailaban en el Caleuche (187-188).

El regreso -título inicial, recordemos, de la novela- queda signado en una visión que constituye una anticipación simulada, mero simulacro del regreso a la isla que no acontece, un futuro como ausencia o fantasma. Y la representación de la brujería chilota donosiana queda supeditada con minimalismo a la cadena metonímica de unos cuantos signos, como la alternancia entre bruja y artista, topónimos chilotes de Cucao y Curaco de Vélez y los ingredientes del embrujo.

Ya que Mañungo sólo asiste imaginariamente a esa embarcación, la posesión no es concluyente, y las imágenes de Chiloé son en sí objeto de mutaciones semánticas a la marcha de la narración. En estado de sitio avanza la noche, y entonces la pregunta surge: “¿Era simplemente la desdichada historia contemporánea, y en ella, inseparable, el capítulo de su propia historia, lo que había llegado a ensombrecer para Mañungo la imagen gentilicia del Caleuche de arboladura de oro, transformándolo en otro?” Y la respuesta es incisiva: “en estos tiempos que corren el Caleuche sólo lleva a sus pasajeros al exterminio” (LD 122-123). Ad portas de la violencia de estado que causa la muerte de Lopito hacia el final del relato, todo adquiere una “infinita transparencia,” y vuelven a confluir en ese “tiempo transparente,” a la manera de un “anillo de vocablos que definían su identidad,” la “tinnitus de Schumann seduciéndolo al suicidio,” “las rompientes del Pacífico,” el Caleuche y la visión de Doña Petronila, de quien escucha una declaración -“Tú eres Mañungo Vera”- en lugar del modo interrogativo del episodio onírico de Cu-cao (303-304). “Su identidad quedaba asegurada con esa pregunta,” alega la narración, si bien la frase está claramente en el indicativo -el espectro, recordemos, siempre declara el estado de las cosas en un tiempo fuera de quicio. Debido a que nadie lo reconoce en la comisaría, Mañungo conjetura que ya ha de estar transformado “debido al Caleuche” (304). A todas luces, no se trata sin embargo de la transformación estética que esperaba, la cual le permitiría abordar el idealizado buque de arte. La lectura literal del texto ya no basta, sino que es necesario acudir a un arraigo en lo real.

Con respecto a las secuelas autodestructivas del embrujo del protagonista, dos acotaciones resultan esclarecedoras. Primero, con motivo de exposición de una filosofía del devenir -como la diferencia con uno mismo-, Deleuze y Guattari han sometido a consideración la figura del brujo exactamente con respecto al suicidio: “Si el escritor es un brujo es porque escribir es un devenir, escribir está atravesado por extraños devenires que no son devenires-escritor, sino devenires-ratón, devenires-insecto, devenires-lobo, etc.. Muchos suicidios de escritores se explican por estas participaciones contra natura, estas bodas contra natura. El escritor es un brujo, puesto que vive el animal como la única población ante la cual es responsable por derecho” (Mil mesetas 224). Permútese paradigmáticamente animal por espectro o fantasma y la estructura de apertura -al otro muerto, por quien se acarrea una responsabilidad, a saber, de justicia- se desenvuelve claramente como una potencialidad de no ser, es decir, de auto aniquilación en la aceptación irrevocable y total del espectro. Con relación al Caleuche, esto se ve explícitamente confirmado en otras lecturas del mito, como en la noticia otorgada por León en su estudio de Chiloé y la cultura de la muerte, según la cual allí “aún se cree que quienes escapan de las garras de sus tripulantes (brujos o ánimas), pierden la razón, quedando encaleuchados” (70, énfasis en el original). Reveladoras son las menciones de una garra -en cuanto es una garra metálica lo que asfixia literalmente a Mañungo ante el asedio de su tinnitus- y, ante todo, de las ánimas, o fantasmas. Pues la manera en que el fantasma desmembrado de Chiloé, de sus fiordos y tempestades y fantasmagorías, trata de hacerse presente -de hacerse presencia, en el sentido derridiano- es justamente a través de la somatización, es decir, de la encarnación en Mañungo.

Hemos de preguntarnos en qué consistiría entonces ese “anillo de vocablos” que expresa la manera en que la brujería acontece en la novela. Si bien el sintagma se actualiza en el Capítulo 23, no podría afirmarse sin peligro de reducir la novela, que se trata de una síntesis. Antes bien, la cadena narrativa de La desesperanza, incluso en su estructura clásica en tres actos, disemina dicha efigie, la desperdiga, a través de una de aquellas modalidades que es quizás uno de los modos más distintivos de la magia maléfica: el contagio. Es a James George Frazer a quien le debemos la exposición de los principios de la magia simpatética, llamada así al establecer “que las cosas se actúan recíprocamente a distancia mediante una atracción secreta,” es decir, ellas poseen “una simpatía oculta” (35). La magia admite dos ramas, según Frazer: “magia homeopática,” regida por la ley de semejanza según la cual “lo semejante produce lo semejante, o que los efectos semejan a sus causas,” y la “magia contaminante o de contagio,” regida por la ley de contacto en virtud de la cual “las cosas que una vez estuvieron en contacto se actúan recíprocamente a distancia, aun después de haber sido cortado todo contacto físico” (34-35). Más allá de la validez de la ideología heredera del atavismo positivista que subyace al trabajo de Frazer, es innegable que la acogida de estos principios ha tenido una resonancia en los estudios de la magia, antropológicos (desde Marcel Mauss) sí, pero asimismo lingüísticos y literarios. Basta mencionar a Roman Jakobson, que en su estudio sobre la afasia y la estructura bipolar del lenguaje que este trastorno revela, acoge a la magia, entre otras diversas manifestaciones como el cine y el psicoanálisis, como otro proceso simbólico en el que se “manifiesta la competencia entre el modelo metafórico y metonímico” (141), o lo que es lo mismo la semejanza y el contagio o contigüidad de las leyes de Frazer, que Jakobson cita a modo de ejemplo. Al hablar de tradición literaria, fue Stephane Mallarmé quien en un ensayo de 1893, a fuero de una novela de J.K. Huysmans, declaraba que el verso era un encantamiento y el poeta un brujo, por evocar con vaguedad el objeto mudo, utilizando vocablos alusivos, reduciendo todo a una suerte de silencio. Jorge Luis Borges, en “El arte narrativo y la magia,” concluía, Frazer mediante, que ante la causalidad natural del universo, la “única posible honradez” de la novela era la causalidad mágica, “donde profetizan los pormenores, lúcido y limitado” (91).

Dado los casos anteriores, es notable que José Donoso, ante ese fantasma de la tradición chilena que es Chiloé, eligiese los principios compositivos de la magia, antes que su representación fantástica y feérica, especialmente frente el presentismo de la realidad dictatorial, y que lo hiciese, principalmente, a través de esa modalidad contaminante y sinuosa de la metonimia, sólo acaso recurriendo a metáforas, como el Caleuche. El llamado a la tradición chilota -que nadie ha sabido narrar, nos dice el relato focalizado en Fausta-es una simple resonancia biográfica en Mañungo: en la historia con la que se explica a Mañungo la muerte de su madre, un maremoto y un incendio son la causa. Pero de dicha catástrofe sólo quedan “una pestaña de palafitos de bordemar” y “un almacén, el de don Basilio: el fuego lo perdonó, se cuchicheaba, porque don Basilio, agente de brujos, le había regalado su hermosa hija al Caleuche” (LD 115). Un recuerdo que pareciera evocar la saga generacional de los Andrade en Gente en la isla de Rubén Azócar, en la que un prestamista y yerbatero es también reputado brujo, de quien se cree tiene relación con el Caleuche. Es justamente el último de los Andrade quien amenaza con una partida sin retorno -“me iré lejos, a bordo de una barca -había expresado-; y que me lleve el diablo” (GI 299)- que se cumple en la escena final del último capítulo de la novela, titulado “El buque de arte,” que cierra justamente con un incendio y el clamor de los isleños que creen reconocer en la barca de escape “El Caleuche, el Caleuche” (418). No obstante la intencionalidad de dicho intertexto, el hecho es que con La desesperanza, Donoso se instala en la tradición como mago de las letras o, más bien, como brujo, particularizando ese sistema universal de crear símbolos contaminantes y homeopáticos en la tradición más siniestra de su propio país.

Lo que es más, a través de esa diseminación y de ese contagio, la dialéctica de la presencia y la no presencia, del fantasma y de su encarnación, se mantiene siempre en suspenso, sin completarse en una respuesta a la pregunta espectral, manteniendo su ambivalencia ontológica, o más bien, fantológica. Así, hacía el final del relato, dicha ambivalencia queda de manifiesto, a través de la focalización en Fausta nuevamente. Pues lo que en un momento, al ensayar la potencialidad narrativa del corpus myticum chilote, ante su propia necesidad de “renovar su pasaje a bordo del buque de arte,” son “brujos benignos,” en el acto son sobreseídos por (328-329) “un brujo maligno” que ha cambiado “tan dolorosamente” el rostro de Mañungo. De cierta manera, la veta tiránica y ominosamente ambigua de la brujería chilota original queda restituida en el rostro de un artista que ha decido quedarse, si bien su segundo regreso no es más que una virtualidad asediante, en el silencio de un rostro afectado. El retorno, entonces, no ha sido más que fantasmal: la declaración de la bruja es una con la del espectro, que profetiza, predice y declara el estado de las cosas, en un enunciado aparentemente descriptivo, que en realidad crea la condición de incumplimiento de una deuda, de la justicia, de la historia, de la tradición.

Conclusión: La isla sitiada

Sin mencionar La desesperanza, aunque sí refiriéndose expresamente a la leyenda del Caleuche, el historiador Alfredo Jocelyn-Holt ha hecho un diagnóstico agudo que nos concierne. Plantea Jocelyn-Holt que al hablar de narrativas como la del Caleuche no hablamos de libertad, puesto que ésta es posible “robándoles el falso poder, su capacidad de encantamiento, a los espectros y fantasmas. Vale decir, la libertad es posible, desengañándose, pero sin que ello ... impida volver a ilusionarse” (68). Todo consiste, entonces, en saber interpretar el desengaño, ese falso poder, para destilar así la ilusión o la esperanza. La brujería transformadora, una vez aprehendida por Mañungo, se manifiesta cómo una imposibilidad de seccionar la realidad del mito, la ficción de la historia, el arte de su tradición, a la vez que identifica perfectamente el engaño, la fantasía feérica del individuo ensimismado que no entrega verdadera libertad. A la postre, podríamos plantear que la brujería, asumiendo su faz siniestra, vuelve a resurgir como aquello que nunca dejó de ser, una forma de necropolítica, ese poder de dar muerte que ostentan tanto brujos como estados, sobre todo en un Santiago que es tanto el buque a la deriva como la isla sitiada. Con La desesperanza entonces, Donoso grava la cita impostergable entre la ficción y la historia que ya se prefiguraba en sus otras novelas, como él mismo reflexionó en retrospectiva. Es por esto que no se trata de una inversión de la anterior Casa donosiana, ejemplo de su poética, a través de la cual un edificio material devenía en metáfora; aquí, el devenir queda suspendido, como la pregunta espectral sin retorno concluido, o si se quiere, como una hauntedhouse, que no admite en español otra traducción que casa embrujada. En eso consiste la contemporaneidad de lo político, ese insistente hoy donosiano de la desesperanza. Es quizás eso lo que hace de La desesperanza la novela más propiamente contemporánea del autor, si recordamos que lo contemporáneo es, a decir de Agamben, una relación con el tiempo “que adhiere a éste a través de un desfase y un anacronismo,” en un acto de división e interpolación de los tiempos, que permite “responder a las tinieblas del ahora” (“¿Qué es lo contemporáneo? 18, 29). Y aquí cabría cerrar citando una imagen que esgrime con elocuencia el crítico Sebastián Schoennenbeck al hablar de esas novelas de Donoso escritas desde el destierro: visitar donosianamente el país de origen, como afirma el crítico, es “visitar el país como un fantasma para recorrerlo y representarlo con un lenguaje más cercano al silencio de los muertos” (42). Quizás, en la pesadilla de la historia, o en la novela de la presencia que es La desesperanza, el despertar no puede sino seguir esos pasos afantasmados.

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Notas:

[1] De hecho, Donoso había utilizó dicha cita como epígrafe de El jardín de al lado (1981).

[2] Una casa, por ejemplo, dice el autor en el documental Pepe Donoso, “se transforma en fantasía... en metáfora... [que] no es un retrato fidedigno de esto, sino un material opaco y con vida propia.”

[3] Por ejemplo, Román Soto ha visto la necesidad de “una lectura bizca” (389) que atendiese, por un lado, a la superficie del relato, a su contingencia o “las noticias de la prensa” de la época, que hace de La desesperanza una novela “dramáticamente realista” (390); y por otro, a su trasfondo ficticio, meramente insinuado, por medios de sus referencias diferidas a los fantasmas—máscaras, perras, brujería, esperpentos—que hacen de la novela “una versión más” de su “estética del exceso” (390, 397). Asimismo, manteniendo la dicotomía de la ficción y la historia, Mary Lusky Friedman se ha inclinado por una lectura displicente ante la topicalidad del texto, tratándola como un elemento provisional en comparación con las técnicas verbales y estructurales de la novela (13), privilegiando así ficción sobre historia.

[4] Mary Lusky Friedman ha escrito dos estudios que tocan el proceso genésico de La desesperanza: “The Artistry of La desesperanza by José Donoso” y “The Genesis of La desesperanza by José Donoso.” Recientemente, Cecilia García-Huidobro ha publicado un comentario sobre las «páginas-ficha» que el autor utilizó durante la escritura de esta novela en “La factura de La desesperanza, de José Donoso. Una novela elaborada a través de «Páginas-Ficha».” Por otra parte, el relato de la visita del autor a Chiloé durante la escritura de la novela puede leerse en “José Donoso en Chiloé y la escritura de La desesperanza” de Carlos Trujillo.

[5] Lejos de ser una categoría improductiva, la melancolía de izquierda, que Traverso distingue como melancolía crítica, sino el “efecto transformativo” ante la utopía perdida (20), en un proceso aparece como la premisa necesaria de resistencia, duelo y rehabilitación del ideal.

[6] Donoso no nombra como tal esta lengua, pero sin duda se trata del mapudungun de los Huilliche de Chiloé, también llamada lengua villiche. Aunque los alcances de esa omisión lingüística exceden el foco de este trabajo, cabe mencionar que en el acto homologado de subsumir el sustrato indígena de las artes mágicas a un genérico “saber chilote,” puede ser leído como participante de la folklorización como contínuum colonial de la demonización de las religiones indígenas (Romero Flores). Aquello se ve reforzado al considerar las lecturas que ha hecho Nick Morgan sobre la representación de lo racial en relación con lo estético en La desesperanza. Con respecto a las descripciones que Donoso hace de la “bruja” chilota, Petronila Quenchi, como una señora “gorda y corta,” de “tez amarilla,” “ojos chinos” y “abultado rostro asiático,” Morgan concluye que: “ésta es una perspectiva eurocéntrica, sobre una raza y cultura radicalmente diferentes, que ve a la gente local no como los habitantes originales de Chile, con sus propias características raciales particulares, sino como colonizadores asiáticos o incluso polinesios. En otras palabras, hay que explicar su apariencia física con otras razas, suficientemente exóticas” (96).

[7] Este punto ya lo ha tratado sucintamente Jacques Joset (181), aunque desde una lectura meramente emblemática del Caleuche, en el cual el crítico ve una metáfora que engloba todos los aspectos de lo insular, la metamorfosis, la brujería, etc. Es una lectura que, a mi juicio, reduce la poética de la brujería a la metáfora, ignorando, por ejemplo, su eje sintagmático o metonímico, y sobre todo histórico. Para Jaset, el Caleuche sólo tiene un origen “folklórico,” y en su calidad de emblema meramente formal es una meta-imagen de la novela.

 

Ensayo de Paulo Andreas Lorca Fuentealba

Cornell University

pdl59@cornell.edu


Publicado, originalmente, en: Anales de Literatura Chilena Año 25, junio 2024, número 41, 329-347 ISSN 0717-6058

Anales de Literatura Chilena es una publicación del Centro de Estudios de Literatura Chilena de la Pontificia Universidad Católica de Chile (CELICH)

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