El ratoncito asomó sus dos ojos fuera de la cueva. Miró hacia un lado y luego hacia el otro, con gran cautela. No se veía vestigios del señor gato. Por eso, despacito, sacó la cabeza, el cuerpo y por último la cola. Sin hacer el menor ruido se deslizó hasta la cocina, donde luego, con asombrosa agilidad, trepó hasta el armario. Allí, mordisqueó un trozo de queso el que le supo a gloria. Cuando se sintió satisfecho, descendió con la misma celeridad, escurriéndose por los rincones en dirección a su cueva.
Mas, hete aquí que el señor gato que abría los ojos en ese instante, lo vio y se lanzó en su persecución. El ratoncito temblando de pavor, corría en zigzag sintiendo muy cerca las garras del felino.
En un impulso final logró, de un salto, penetrar en la cueva pero con tan mala suerte que fue aprisionado de la cola por las garras gatunas. Y mientras el ratón forcejeaba hacia dentro, el gato tiraba hacia fuera; la lucha seguiría de ese modo quien sabe por cuantas horas, si de pronto el rabito del ratón no fuera arrancado.
Como el gato tiraba con todas sus fuerzas, cayó hacia atrás quedándose con la cola entre sus zarpas, mientras el ratón allá dentro de su cueva, chillaba de dolor.
Pasaron muchos días y mamá ratona que todo lo sabe, le confeccionó a su hijo una cola tejida con lana gris. Luego le pidió al caracol un poquito de su pegamento y con mucho cuidado, se la colocó.
A partir de entonces, el ratoncito sale acompañado de su mamá, por si al señor gato, se le ocurriera atacarlo.
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