Los niños trepados a la cantera, buscaban entre los desperdicios algo que sirviera para comer, vestir o jugar, cualquier cosa. No en vano allí se depositaba por parte de algunos camiones, montañas de basura, la que se convertía en la maravilla del mundo consumista, para mucha gente.
Estaban todos, y cuando alguno de los más experimentados metía las manos hasta el codo para hurgar hondo, otros quedaban a la expectativa.
-Miren...gritó Pedrito, está bárbaro....- y mostraba un robot al que le faltaban las piernas y una mano.
-Es inválido – gritó Quique, y los demás rieron a coro.
Juanón el mayor de todos, cojeaba al caminar, tenía una pierna más corta, por eso la barra lo llamaba “el inmortal”. No obstante, ello no le impedía participar en la búsqueda afanosa de comida, pedazos de muebles o alguno que otro par de championes, en medio de aquella inmundicia. Solía ser diestro en el arreglo de los “tesoros” encontrados, algo así como el hacedor de milagros. Tal vez por eso muchos le obedecían, porque sabían que tarde o temprano necesitarían de su ingenio componedor.
Luisa había sido la única niña del grupo hasta entonces, si niña puede llamársele a quien, a los ocho años, fumaba, bebía y se levantaba la raída pollera para, según la barra, practicar cosas del sexo.
A no ser por ese atributo, podía confundírsela con una criatura bisexual, alguien a quien se mira detenidamente tratando de entender si es un varón vestido de niña o realmente una niña.
Llevaba el pelo revuelto y sucio y cuando reía desaforadamente, mostraba los dientes torcidos y llenos de caries. El basural era su mundo y allí convergían sus esperanzas, alegría y asombro ante el hallazgo inusual. Era su rutina y habituados estaban al hedor de materia descompuesta, a la mugre y los microbios. Cada uno apartaba y hacía montoncitos con los hallazgos y cada montoncito constituía propiedad privada.
Carloncho apartaba cartones, papeles, cajas, los que más tarde vendería su hermana. Julián coleccionaba latas; grandes, medianas, cuadradas o en pedazos. Se había ganado por eso, el apodo de “latero”.
Esa mañana no todo iba bien, la basura menguaba y los tesoros disminuían. Para disimular, Roberto silbaba fuerte mientras, enterrado hasta la cintura, hurgaba bien hondo, tanteando con sigilo.
Quizá, debido a ello, nadie vio a Juanita. Descalza y escuálida, se acercó. Dos trenzas oscuras colgaban tiritando, de su cabeza y el vestido desteñía sus ojos marrones. Inclinada, procuraba aquí y allá algo para comer. Escarbó con ahinco hasta hallar parte de una manzana. La frotó contra el vestido para quitarle el barro y ansiosamente se la llevó a la boca. Fue ahí que Luisa se percató de su presencia; saltando por sobre la basura se acercó y de un manotazo le quitó el botín. Luego, agarrándola de las trenzas la empujó hacia atrás, volteándola de espaldas.
-Qué te creés, mugrienta, ladrona, que vas a invadir nuestro lugar para quitarnos las cosas?-
No conforme con eso, sentóse a horcajadas sobre ella castigándola por todos lados.
La barra, mientras tanto, reía y aplaudía alrededor de ellas.
Magullada en el rostro, cara arriba, tratando de esquivar los golpes descargados con furia sobre su escuálida estructura, Juanita callaba.
-Gritá loquilla, gritá – le decía su verdugo.
Solo sus ojos desteñidos se abrían estupefactos ante la consumación del castigo.
Una mujer de pronto, surgió desde el otro lado del montículo; desde lo alto contempló la pelea desigual. Entonces, como una fiera herida, se abalanzó sobre Luisa y arrastrándola de la melena, la arrojó entre las latas de Carloncho, las que se aplastaron con un cloqueo chillón.
Levantando a la magullada Juanita, bajó su vestido, acomodó sus trenzas deshechas y mirando a toda la barra, gritó sollozante:
-¿ Por qué le pegan, no saben que es muda? - . |