El anillo |
Gustavo:
cuando recibas esta carta,
ya no estaré. Ahora lo sé. Mientras
miro a través de los visillos, rememoro nuestra intimidad en mitad del
revoltijo de tu dormitorio. En un rincón la ropa tirada; envases de
refrescos por doquier, cajas de chicles, las sábanas con agrio olor de
cuerpos húmedos y más que nada, tus vaqueros desteñidos. Nos
conocimos en barra, como todos los gurises y la primera noche de
discoteca, amanecimos en tu cuarto. No fuiste el primero y eso no importa. ¿Te
imaginás qué diría tía Emilia si lo escuchara? Pobre
tía, ella que se ocupó de mí desde los tres años, cuando mamá se fue
con otro hombre. Sé
que no lo entiende. Pese a sus cuarenta y tantos, no lo entiende. Su
mundo fue otro, donde cada cosa era como debía ser, donde las muchachas
iban vírgenes al matrimonio. Antiguallas. Pobres.
Qué vida aburrida llevarían. Sin discotecas, cigarrillos, motos, ni
champioes. Me parece que vivían en otro planeta, tedioso y vacío de
emociones. Y sin embargo, tía Emilia cuenta que fue muy feliz en su
matrimonio. Quedó viuda y sin hijos, claro que yo soy como hija suya. Pero
la pobre se ve tan ridícula con sus ojos tristes y siempre vestida de
negro. Cuando en la tele, aparece una escena de amor, baja la mirada y se
pone colorada. No
puedo imaginarme como era a los dieciocho años. Como no estudió, después
de la escuela se quedó en su casa esperando que el destino le trajera un
novio. Fíjate
qué maluca... Rosa
se levanta. Va hasta su dormitorio. Abre
el cajón de la mesita y saca un cigarrillo. Lo enciende, aspira el
humo con fruición, camina a lo largo y ancho del comedor contando
mentalmente los pasos. Uno, dos, tres, cuatro. Retrocede. Mira la hoja y
el lapicero. Se sienta y continúa escribiendo. No
sé Gustavo, como fue la primera vez. Creo que inhalamos los dos, el
polvo. Sentí náuseas y tú también; pero nos acostumbramos. Solo que
cada vez más, necesitábamos más cantidad, más y más. Luego, decidimos
pincharnos. El vértigo y la locura se apoderaba de nosotros, hasta que caíamos
exhaustos. Ayer
lo supe. Fui solita al médico, porque me sentía rara. Me mandó a otro.
Y el otro me hizo análisis. Estoy embarazada, Gustavo. Pero eso no es
todo. También tengo sida. ¿Te imaginás esa locura?, tan luego yo, que fui
siempre como una yegua. Mirá
que hemos leído, escuchado y mirado en la tele, millones de avisos.
Claro, uno no piensa que un día también le va a tocar. Parece que eso
ocurre con los otros. Los otros...que sé yo, gente que uno no conoce y
que vive a mil kilómetros. No
pienses que estoy asustada. Nada de eso. Hasta me sorprendo de esta calma
que me invade. Por
suerte, tía Emilia fue a pasar la tarde con una prima. Voy
a llamar a Pedro para que te lleve esta carta. Le diré que es un trabajo
de informática. No
sé si te quiero; trato de entenderme, pero no puedo. Te
dejo porque llamé a Pedro por teléfono y me está tocando timbre. Ah,
me olvidaba. Con esta carta, te devuelvo el anillo que me diste, aquel que
había sido de tu abuela. Rosa. Abrió
la puerta, le sonrió a Pedro y alcanzándole el sobre, le dijo: -Perdoname,
no te hago pasar porque estoy terminando una monografía.- Le
besó la cara y cerró la puerta. Luego,
con mano segura, destapó el wisky, vació en la palma de su otra mano
todas las pastillas de un frasco y las fue tragando una a una, a sorbos. Hecho esto, se arrojó sobre la colcha rosada y cerró los ojos. |
Soledad López
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