Una tragedia
nacional. Hernanito, de Alejandro Acobino |
Enciendansé, las nuevas luces del viejo varieté / kuede volver el bailarín que initaba a Jred Astaire. / Hoy cono ayer, necesitanos del olvido y del klacer, / de ver a los artistas, esos ilusionistas… / que hacen al nundo desakareceeeeer…[1] Las obras de Alejandro Acobino han sido consideradas grotescos por los escasos comentarios críticos que se han ocupado de ellas. Sin embargo, nada se ha dicho con relación a un eje de interpretación más importante: que el teatro acobiniano se construye sobre preceptos trágicos. Sin dudas, la discusión acerca de los géneros y de sus límites es un problema teórico muy difícil de resolver. Las taxonomías artísticas tienen siempre una utilidad y aplicación limitadas y flexibles, en función de sus desarrollos históricos y de las particularidades propias de la innovación en el arte. Es en este sentido que propondremos una categoría híbrida para la dramaturgia de Acobino, en la que enfatizaremos el componente trágico: sus obras son tragedias grotescas. Una tragedia dada puede incluir entre sus recursos el grotesco, aunque ello no resulta indispensable. En el mismo sentido, el grotesco, como género, no necesariamente resulta en una tragedia. Es decir, la combinación de ambos no es el resultado necesario de la estructura característica de ambos géneros. Es menester que el autor haya decidido, consciente o inconscientemente esa mezcla: que a lo propio del destino y los dioses, se contraponga el humor producido por la mezcla de lo deforme y lo sublime. El grotesco es una variante de la tragedia, aquella que añade crueldad y realismo. Crueldad por la vía del humor; realismo por la naturaleza de sus personajes. Empecemos por estos últimos. Comparados con la tragedia clásica, los protagonistas del grotesco violan la norma aristotélica según la cual debe tratarse de individuos superiores al espectador: Edipo, Electra, Antígona. No cabe reírse de ellos. La risa, dirá Aristóteles, solo corresponde en relación a los inferiores. De allí que el grotesco no parezca encajar en esta preceptiva. Sin embargo, si se mira bien, Stefano, Mateo y, por supuesto, el J.J. de Hernanito, tampoco son individuos normales: inmigrantes que se juegan el futuro a todo o nada, industriales que empeñan sus ahorros por un sueño, no son el común de los mortales. Su factura indudablemente humana habilita el recurso humorístico que da la nota común de crueldad propia del grotesco. Nos reímos de esos hombres, pero sólo hasta el final. En ese punto, la risa se invierte en una profunda ternura hacia un personaje que evoca en su tristeza que el destino vale para todos, incluso para el espectador. La risa encubre hasta el final, la magnitud de la tragedia y la grandeza del protagonista. Es, si se quiere, la terrenalización de la tragedia, la tragedia del aquí y ahora. Hernanito y, como veremos en sucesivas entregas, todas las obras de Acobino, encajan perfectamente en este género y su variante: la tragedia grotesca. |
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Hernanito, o la tragedia de la industria La historia transcurre en un taller, pequeño y precario, en el que una novedosa máquina de origen japonés aparece como una presencia disruptiva. Hay también una oficina pequeña en el fondo a la derecha, espacio destinado al dueño, Juan Jorge Berrueta, “Jota Jota”. Esta PyME metalúrgica tiene, según su dueño, un buen nombre[2]: Sylpaf SRL. Pero esa máquina, “esa intrusión híper moderna en vetusto taller”, necesita de alguien que la opere y el dueño se encuentra, al comienzo de la obra, en trance de selección de personal. El favorecido con el empleo es Salinas, un obrero evangelista que trabaja con dedicación y seriedad. Hay un tercer personaje, Charulo, el muñeco que Jota Jota ha heredado de su padre, un ventrílocuo y un artista popular muy reconocido en su momento. Con sus giras por todo el territorio nacional y su presencia en televisión, había obtenido buenos resultados económicos, dato importante en la interpretación final de la obra. Charulo expresa la esquizofrenia de Juan Jorge, que tiene con su muñeco una relación de amor-odio de la cual no puede despegarse: Charulo es la segunda conciencia de este patrón de PyME. En el protagonista residen dos tendencias, la artística y la industrial. La primera está ligada a los ’90, época en la cual su padre hizo el dinero que sería el sostén económico de la apuesta del hijo. Los años menemistas aparecen con toda su carga de despilfarro y descomposición, pues el padre se ha gastado gran parte de los ingresos “en minas y merca”, pero también ha alcanzado para que su hijo estudiara en una escuela industrial, así como para financiar el pequeño taller y su maquinaria. Con ese taller, que materializa la segunda tendencia, el protagonista pretende sostener el sueño de la industrialización argentina a la manera pequeño burguesa, es decir, identificándolo con su propio destino: “un pequeño paso para la industria, pero un gran paso para mi recuperación personal”, afirma. Se trata de toda una redefinición generacional, porque el abuelo de Juan Jorge ha sido metalúrgico y el nieto cree posible, en la Argentina K, retomar ese pasado industrial. Veremos que en eso radica su tragedia. Contradictoriamente, la utopía industrial argentina se apoya en el mercado sojero, pues su máquina japonesa hace piezas “responsables de que millones de hectáreas puedan sojearse de manera moderna y eficaz.” Juan Jorge está obsesionado, como buen patrón, con la productividad, de allí su fijación con los paradigmas de trabajo japonés. Quiere que Salinas trabaje más, pero también quiere que trabaje mejor, idea corporizada en una escena en la que patrón y obrero juegan ping pong, una supuesta forma de mejorar la relación laboral y la producción a partir de los intercambios dialógicos inter-clasistas. Hay otro empresario en la obra, Mastronardi, cuya presencia fantasmal se revela a partir de las respuestas que recibe por parte de los que hablan con él por teléfono, Juan Jorge o Salinas, y de las apreciaciones políticas con que lo caracteriza el protagonista. Juan Jorge dice que es gorila, de derecha, explotador. De hecho, es el que compra todo lo que Sylpaf produce. Esa dependencia de JJ no es simétrica: Mastronardi, cuando la ecuación económica lo aconseje, condenará a la empresa del protagonista reemplazando su producción con la importación.
El otro frente de conflicto de JJ es con
Salinas. El obrero, que es evangelista, piensa el mundo como dicotomía
entre dos órdenes morales, el orden del bien y el orden del mal, y está
convencido de que el trabajo responsable forma parte del orden del bien,
de lo que se debe hacer. Cree que el trabajo asalariado es la única
forma de superación de la miseria y se opone a su hermano, quien se
niega a tomar tres colectivos para llegar a un trabajo donde será
“recompensado” con un sueldo indecoroso. En esa perspectiva dual de la
vida, ser un buen obrero es resignarse al trabajo con responsabilidad,
tal como él mismo lo hace; por oposición, el mal está personificado en
su hermano cuya opción es la delincuencia. Y aun cuando Salinas proponga
que los conflictos entre hermanos deben superarse, abandonando el
rencor, no puede perdonar a su hermano pecador. Ya sobre el final,
reacciona desesperadamente ante el inminente despido, pero lo que
aparece inicialmente un arranque de dignidad termina siendo una
expresión de la necesidad imperiosa: Salinas se rebaja a la altura de su
hermano, robándose una computadora como parte de pago.
Finalmente, JJ se reconcilia con Charulo
solo para permitir que el muñeco lo basuree públicamente, exponga sus
miserias y las de su obrero y constituya la voz lúcida y cruel que
resume la enseñanza final: en este país no se puede nada. Mastronardi y
su padre tenían razón: este es el país de la joda. Un industrial no
tiene ninguna tarea seria para realizar, hecho que se evidencia en la
acusación permanente que Charulo esgrime contra JJ: “onanista
esquizojrénico”, como adjetiva el muñeco a su “hernanito”, es la
condición propia de aquel que no puede volcar sus energías a la creación
real pues resulta imposible, quedándole sólo el refugio del delirio.
¿Podría la Argentina sobrevivir al
naufragio social con una clase dominante como la de JJ o Mastronardi y
con una clase obrera “incorregiblemente” peronista? Pues no. No hay
futuro posible. Solo podemos alcanzar esa conciencia lúcida de nuestra
progresiva marcha (eso sí, alegremente, como dice Charulo en el
epígrafe) hacia nuestra destrucción. Esta conclusión expresa al mismo
tiempo la conciencia del autor y sus límites, que veremos repetirse en
sus otras obras, Absentha, Continente viril y Rodando: si no hay salida
capitalista, no hay salida. No existe otra clase capaz de derrotar al
destino. Ese, creemos, es elemento indispensable de la tragedia
acobiniana, elemento que corresponde, no tanto a la realidad, sino a los
límites de su lucidez como intérprete de la realidad argentina. [1] Canción final de Charulo, el muñeco. [2] La cuestión del nombre es un problema para el protagonista. Considera que un buen nombre puede constituir un buen objeto o persona, como si en la denominación de ese algo o alguien estuviera cifrada su importancia y su valor; como si fuera posible imponer ciertas características a partir de un nombre que sea prestigioso o que suene rimbombante. Es por eso que se empeña en valorar la denominación que ha elegido para su empresa, así como también de rechazar el “apodo” que le impone Charulo: Hernanito. Juan Jorge no es el “hermanito” de Charulo y con ese gesto niega, asimismo, su ascendencia. Rechaza el pasado poco digno que no quiere heredar porque ya está inscripto en el apellido que le “ha tocado en suerte”: Berrueta (“berreta”). |
Rosana López Rodríguez
Gentileza de Razón y Revolución - Organización
Cultural
http://www.razonyrevolucion.org
Publicado, originalmente, en El Aromo Nº 79
Link al artículo: Una tragedia nacional. Hernanito, de Alejandro Acobino.
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