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Visitando la casa de Poe |
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Cuando
visitamos la ciudad portuaria de Baltimore me encontré con una urbe
encantadora, muy distinta a la que imaginaba por influencia de la prensa
como una guarida de rudos boxeadores. Camino a la Casa y Museo Edgar Allan
Poe y al cementerio donde se encuentra su tumba, pasamos por el inmenso
estadio de béisbol The Raven (Los
cuervos), transitando sobre calles desoladas en las que,
eventualmente, veíamos corrillos de negros. Al
bostoniano marginado ya me lo habían presentado algunos poetas de Medellín,
pero esta vez íbamos a visitarlo a su casa donde su espectro debía estar
en compañía de un ave agorera. Había nacido en Boston en 1809 por
cuanto allí estaba de paso la compañía teatral donde actuaban sus
padres David Poe y Elizabeth Arnold. El padre desapareció y la madre murió
un año después de tuberculosis en Richmond, de manera que el niño quedó
huérfano a los tres años. Una familia de apellido Allan se ocupó de
adoptarlo. Era
octubre. En una esquina estaba la casa museo, que abrió puertas en 1949,
compuesta de dos pisos, un sótano y una buhardilla. En frente de ella una
patrulla con dos policías parecía a la expectativa de lo que pudiera
suceder. La acera y la calle estaban salpicadas de hojas amarillentas,
indicio de otoño. Estacionamos el carro a unos cuantos metros detrás de
la patrulla. La fachada de la casa era de ladrillo rojo, tres ventanas
cerradas y una puerta blanca a la que se entraba por una escala de tres
peldaños cuyo verde hacía juego con el matiz de las ventanas. Tenía un
sótano con respiradero no abierto al público. En el techo de madera
rojiza, a dos aguas y con buena inclinación, sobresalía la buhardilla,
blanca como el papel, con una ventana de vidrio. A un costado de la
fachada, más cerca de la esquina que de la entrada, una especie de
retablo exhibía una inscripción en inglés que decía «Casa Edgar Allan
Poe»; una leyenda rodeaba la foto del escritor norteamericano. La
casa, construida alrededor de 1830 en una zona campestre, hacía parte de
un vecindario. Un año antes, después de su licenciamiento del ejército,
en medio de un verdadero apuro económico, Poe llegó a Baltimore a vivir
con la tía viuda Maria Clemm y la prima Virginia con la que se casara
contando ella trece años. Un
rubio ojiazul abrió la puerta, le pagamos la entrada, eran dos o tres dólares,
nos dio instrucciones y un documento en inglés con algunos datos biográficos
del poeta y la historia de la casa museo; a sus espaldas una pantalla
monitoreaba la pequeña casa, pequeña pero no tanto como la casa museo de
José Martí que yo había conocido en La Habana. Subimos
al segundo piso de una sola habitación con paredes blancas ornadas por
cuadros, más una cámara de seguridad. Allí había estado la cocina
donde a lo mejor el escritor condimentaba sus relatos esmaltados de un
horror que cae como un rayo para sacudir el tedio. Había dos sillas de
madera y dos cómodas con vitrinas que exhibían -si la memoria no me
falla- obras del escritor y otras publicaciones de su época. En una de
las paredes había un retrato de Poe con marco dorado, en ambos lados del
cuadro sobresalía un par de bifés con copas de cristal y piezas de una
vajilla de porcelana con vivos rojos. Poe me miró con sus ojos ígneos
como preguntándose si yo merecía poner los pies en su morada, y esto a
pesar de haber leído buena parte de sus relatos; mas él insistía en
decirme algo, por ejemplo que el mejor lector de mis obras probablemente
había de ser la chimenea. Para
llegar a la buhardilla había que subir por una escalera de caracol.
Tuvimos que agacharnos un poco para entrar al pequeño dormitorio de Poe,
dotado de una cama sencilla y un escritorio de gruesa madera rústica
frente a la ventana de vidrio. ¿Sería por aquella ventana que una noche
de tormenta entró el cuervo de uno de sus poemas, pájaro de ala negra al
que el poeta le abrió y fue a posarse solitario sobre el pálido y plácido
busto de Palas Atenea, en lo alto de la puerta de su estudio, donde
pronunció su única palabra, el estribillo «Nunca más», que repitió
con la más melancólica monotonía, respondiendo con esa lúgubre palabra
a las preguntas de un enamorado que soñaba con su amada muerta? ¿Dónde
estaban la hija predilecta de Zeus y el enigmático pájaro de ébano
cuyos ojos como brasas se convirtieron en un pico hiriendo el corazón del
poeta? Al
costado derecho del escritorio un pequeño mueble sostenía una lámpara.
Nada más. Me pregunté cómo haría para llegar incólume hasta allí
quien a menudo vivía ebrio, en su condición de poeta maldito de una vida
sellada por la pobreza, la tragedia y la enfermedad mental. Después
de visitar la casa partimos rumbo al Cementerio Westminster en el centro
de Baltimore. Será allí donde el poeta estaría con el ave de mal agüero,
con el pájaro de antaño «torvo, desgarbado, espectral, desvaído y
ominoso». Pensaba en aquel hombre que, no obstante prologar muchos de sus
relatos con algunas observaciones pasajeras, se le considera inventor del
cuento moderno. Atravesamos el centro de Baltimore entre cuyas
edificaciones se erigía la Torre del Bromoseltzer, coronada con una
almena, símbolo de la ciudad portuaria como el Big-Ben en Londres. Entramos
al cementerio por una puerta de rejas negras. Un hombre parecía vigilar
encaramado en uno de los muros de ladrillos ocres claros intercalados con
otros de tono más oscuro. Muy cerca de la entrada estaba el monumento a
Poe que tenía en el centro una imagen en relieve del busto del poeta, un
bronce circular, y cerca de la base figuraba su nombre en letras blancas.
Al otro lado se erigía un árbol expandiendo sus ramas de hojas rojizas,
verdosas y amarillentas. Luego
pasamos a otro patio donde estaba la tumba rodeada por un tapiz de hojas
de otoño. Sobre una base gris se levantaba una losa blanca rematada por
una media luna con la efigie en relieve de un cuervo en homenaje a su
poema emblemático «El cuervo». Encima de la efigie había una inscripción
de cuatro palabras borroneadas por el tiempo, pero se alcanzaba a leer The
raven (El cuervo) y Nevermore,
por lo que deduje que allí habían puesto el reiterativo estribillo de su
poema que decía «Nunca más», o sea el pivote sobre el cual giraba la
estructura del poema. En la losa estaba tallada una leyenda que traduce:
«Lugar de entierro original de Edgar Allan Poe desde octubre 8 1849 hasta
noviembre 17 1875»; 1849 fue el año de su muerte en Baltimore a sus
cuarenta años, luego de varios días de borrachera. Debajo otra leyenda
decía que allí también reposaban los restos de la tía Maria y de su
esposa Virginia Clemm, muerta de tuberculosis dos años antes que el
escritor y cuya enfermedad lo enloqueció llevándolo a recaer en el opio
y el alcoholismo. Al salir del cementerio resonaba el graznido del famoso cuervo, «Cuervo errante de la Noche sepulcral» cuyos «ojos se parecen a los de un demonio que sueña». Borges radiografía al poeta en su poema «Edgar Allan Poe»: |
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Como del otro lado del espejo |
Rubén López Rodrigué
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