Vástagos

Por Mario Andino López

Los árboles me recuerdan la evolución de las familias. En otoño los vástagos dejan caer hojas de varios colores que pasan a contribuir con la función fertilizante que será parte de la nutrición para la generación siguiente. En invierno, los vástagos ya desnudos simulan un brazo semiestirado protegiendo el árbol de los rigores invernales, en una actitud agresiva. La mirada se fija en una hoja que muestra de verdes y pardos, que asocio con mi nieto de cinco años. Los niños, en la edad madura de los abuelos, son como las flores en invierno y una primavera constante concentrada en un verdor asociado con la esperanza. Por haber visto a mis hijos y sobrinos crecer, especialmente durante los veranos, muchos niños cambian del verde otoñal a un color más oscuro, al percatarse de lo que su propia persona significa en la familia y con la pérdida gradual de la inocencia.

A los cinco años, mi nieto pregunta cosas como “¿dónde vive la oscuridad?”

Casi le contesto “está dentro de cada uno”, pero decidí que era todavía muy niño para eso. Al viajar en coche con nosotros comenta que los limpiaparabrisas se mueven como “una pelea a espadas;” ¿un escritor en cierne? Tal vez, pero primero pasará por la etapa en que sentirá vergüenza de expresarse de una forma distinta a los demás. En esta etapa del desarrollo infantil he contemplado a mis hijos, y ahora a nuestro nieto, mientras duermen. Parecen un fruto posado en una hoja verde con la tranquilidad de un día sin viento. La frazada es verde y envuelve al niño tanto por encima de su cuerpo como por debajo y se me ocurre que es una pequeña muestra de la primavera. La respiración es suave y acompasada y el aliento tiene un leve aroma de dulzura. A tal edad, parecería que todos sus pensamientos son así.

Por supuesto que cuando crezca y deba entreverar su personalidad con la de otros, pensamientos no tan dulces se alojarán en su sueño. Luego ya será  consciente de su ropa, peinado y aspecto personal. No querrá ropa complicada para vestirla y se quejará de que nada le calza bien. Para deshacerse de obligaciones como el aseo de los dientes, hará más buchadas que escobilladas. Enseguida, su abuela intentará dominar su cabellera café claro y tozuda como sus porfías y que, bajo cierta luz, muestra vetas doradas. A la merienda pide una cuchara pequeña para que dure más su postre que es verde oscuro, típico del pistacho.

Mientras él come, veo por la ventana una hoja muy verde que se bate en la brisa voluntariosamente. Mis ojos gozan de los últimos colores del otoño y los contemplo en pequeñas porciones ya que se irán con el invierno como los vástagos de una familia, para no volver hasta la próxima generación.

Y empieza otro ciclo, otra vez, con los colores propios de cada sucesión. 

Mario Andino López

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