La perrita faldera

Por Mario Andino López

Pequeña y crespa cual lana motuda, tenía la voz atiplada y estridente de un pito en emergencias. Su madre la llevaba a eventos sociales para hacerla un altavoz de su enconada crítica ajena. La vocecilla perforante cortaba el parloteo de fondo tal un flautín entre la orquesta. Arrimada a la falda materna con sus manitas nerviosas puntualizando cada insulto estrepitoso y puntudo que salía de su boca como un arma blanca cortara el aire.

Ya que en la comunidad donde vivían había poco que ver, pero mucho que oír y tal como ocurre en los lugares de escasa población, las familias oficializaban rumores vía la gaceta oral que formaban la madre de lengua reptante y su “perrita choca”, diminutivo para la hija.

Cuando la calumnia da una vuelta al pueblo, la verdad recién se pone los zapatos y los chismes del binomio lenguaraz detentaban más circulación que el matutino local.

La progenitora le susurraba a su heredera nuevas condenas para el círculo social, mientras le acariciaba la pelambre negra y ajustaba su coqueta cinta colorida sobre la melena.

Las víctimas de sus aullidos perforantes sabían, en su mayoría, que la presencia de ambas en eventos comunales significó comida indigesta para los comensales o las caras agrias por afrentas no lavadas. “No importa,” gruñía la perrita, “los dispépticos  son rumiantes como las vacas y saborean la comida varias veces.”

 Por ese mito de la solaridad social, las damas organizadoras no  dejaban de invitarlas a ambas, para no incurrir en la ira estentórea de la enconada falderita. Los comentarios ofensivos del dúo simbiótico iban desde “¿de qué marca es el tarro de donde sacaste la sopa, querida?”, pasando por “linda, me llevo parte de tu carne asada: está excelente para raspar el horno...” y hasta “cásate con un hombre de tu edad. Cuando tu belleza empeore, él ya estará corto de vista”, además de “la mejor manera de controlar tu peso es mirar si sube el agua del inodoro cuando te sientes para un baño de tina.” 

Las mujeres especialmente vacilaban en abandonar el ágape porque la conversación  degeneraba en chismografías acerca de los ausentes. Los hombres daban excusas falsas para no concurrir o farfullaban juramentos a media voz. Como la envidia es la madre del cotilleo, los nuevos chismes resultaban ser como los chistes viejos, siempre había alguien que no los había oído y eso estimuló la malicia de las cronistas de rumores, cada vez. Ambas malas lenguas filtraban enredos tal como el café se cuela en la cafetera automática. Tales periodistas sin auspiciadores, aseguraban que la última noticia sobre los vecinos nadie las iba a creer y por eso no podían repetirse. Cualquiera reconvención a aquella obsesión por la vida ajena, era confrontada con la aseveración de que, gracias a ellas, media comunidad sabía de la otra mitad. Además,  nunca chismearon acerca de seres sociales superiores a ellas,  simplemente porque no los tenían. Después de todo, ¿qué se podía hacer con una información de tal categoría sino repetirla?

Las víctimas aseguraban que en el BLABORATORIO de ambas, se concentraba el tráfico noticiero de telefoneadas, notas incógnitas, visitas “de pasadita” que superan la hora de duración y hasta por correo electrónico el que ellas llamaban “emilios”, en su código informativo. Los ítems noticiosos eran procesados como película fotográfica, con su correspondiente aumento de dimensión. Un fuerte sentido del rumor llevaba a la pareja de altavoces sociales, a aprovecharse de que mucha gente goza de escandalizarse con pecados ajenos. Sin embargo, ellas confesaban a los vecinos y no los pecadillos propios.

Admito que aquel fatídico dúo fue un factor para cambiarme a otra localidad más grande, donde podría olvidarme del escrutinio social perdiéndome en una muchedumbre.

Años después volví a visitar esa extraña comunidad casi controlada por las habladurías.

En una calle apartada, a algunas cuadras del centro, vi por última vez a una mitad del tan mentado binomio. La madre había fallecido “olvidada por la ingratitud”, según me aseguró su hija. La pelambre mustia y hasta con llagas en el cráneo, vestida apenas con una manta primitivamente adaptada a su cuerpo magro y rodeada de una media docena de críos famélicos y letárgicos.”Mi marido, que era abogado, se encargó de la defensa, pero nunca lo volvi a ver.”

Sentados en la vía pública y con restos de comida desparramados cerca de ellos, sus hijos miraban con la vista y estómagos vacíos. “La fortuna de mi padre se gastó en defendernos de injurias personales que dicen haber nosotras cometido contra nuestras relaciones sociales.” Después de deslizarle unas  compadecidas monedas a sus manos callosas y mugrientas, me alejé sacudiendo la cabeza como si viera algo increíble.

Algunos pasos más allá oí un gañido atiplado y penetrante, más de lo que se esperaba de un pequeño vástago tratando de recuperar la tradición familiar.  

Mario Andino López

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