Jules Michelet: La horrible poesía de la hoguera
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¿Por qué solemos llamar brujas a las señoras y señoritas que nos caen mal? Discriminación femenina por medio, no nos fijamos tanto en cuantos brujos nos rodearían, no en el sentido librepensador de la palabra, sino en el de malignidad. Y hablando de lo maligno, ¿toda bruja que se crea legítima en verdad lo es? Famosas curanderas (esoterismo por medio) hacen el bien solamente, y no dejan de tener contactos con lo que llamamos brujería, con dosis de parapsicología y ocultismos de todo tipo. No siempre sabemos bien qué es ser una bruja, un brujo. Para esto nos ayuda un libro famoso de alguien célebre: el francés Jules Michelet (1798-1874), con La bruja (1862). Todavía en el siglo anterior a la escritura de este volumen tan lleno e interesante, se quemaban en Europa a posibles herejes, brujos, brujas, «posesas» o «hechizadas», en época en que «el exceso de desdicha deprava» y conduce a «los fangosos subterráneo del alma». Michelet llenó su ensayo de cuentos, de breves historias y leyendas populares, buscando el significado de un mito: el de la bruja, que luego ve convertida ya en hada, inmortalizada en esa figura femenina llena de: «la vieja poesía del hogar y de los campos, al duendecillo, al gnomo, al hada». No está mal hoy decir de una dama que es un hada, que no es lo mismo fruncir el ceño y decir: «es una bruja». Con esta última frase se yergue en el cerebro una hoguera y parece que aún vivimos, como escribió Michelet: «la salvaje poesía del cabrero». Michelet fue un historiador, escribió en varios tomos una Historia de Francia (1844), una Introducción a la historia universal (1831), varios volúmenes de una Historia de la Revolución francesa (1857), redactó monografías sobre J. B. Vico y sobre los templarios y obsequió una serie de al menos ocho volúmenes entre los que se cuenta La bruja, y sumando a: El pueblo (1846), El incesto (1857), El amor (1858), La mujer (1859), El mar (1861), La montaña (1868), Nuestros hijos (1869). Se diría que Michelet pudo ser un antecedente para Gaston Bachelelard (1884-1962). Michelet estaba de parte del ámbito femenino, porque: «En cuanto la mujer sueña, aparece el verdugo» para sancionarla, por ello realizó una rápida excursión por el Medioevo, y advirtió que el inicio de las ciencias estuvo en manos de la brujería, pues: «Todas la novedades han sido Satanás, no ha habido ningún progreso que no fuera un crimen», y: «Nombradme una sola ciencia que no haya sido rebelión». Celebró a la dama por encima del caballero: «El iluminismo de la lucera lúcida que, según el grado, es poesía, segunda vista, penetración aguda, palabra audaz e ingenua, ante todo la facultad de creer sus propias mentiras. Don ignorado por el brujo macho. Con él nada ha comenzado». Así, para él la bruja tuvo un papel enorme en el desarrollo al menos de la medicina. Un leve trasfondo al parecer anticlerical, o al menos en contra de la ignorancia eclesial y de los prejuicios y malas interpretaciones bíblicas, hacen del libro un texto de rotundo interés, claro que no solo por ello. Por ejemplo, advierte la muerte de los dioses: «El gran Pan ha muerto […] Osiris muere, Adonis muere, para resucitar, es verdad», y sigue observando cómo los misterios conducen al esoterismo, y luego aparece el Demonio en todas partes, sobre todo a través de la muy degradada mujer del medioevo, que, en medio de tanto dolor, habría de rebelarse y entrar al bosque por un poco de hierbas, por el panal de abejas, lo cual le donó una gradual sabiduría en materia de remedios, mientras en torno se henchían las leyendas de la bella durmiente, del pájaro azul, del príncipe encantado. Michelet observó que: «Una ternura infinita hay en todo esto». Cuando ya el saber de la vieja fea o de la bella bruja se hizo insoportable para la Iglesia, surgió la condena, la persecución, la tortura y el fuego. Michelet vio hogueras hasta su propio siglo xix, no alcanzó a ver las hitlerianas del siglo xx. Quizás aún la chamusquina de la pira no ha desaparecido y un día retorne como hizo con los libros el chileno Pinochet. Pero él indagó en el mundo de la Edad Media e indicó el abuso contra los pobres, contra el pueblo, ejercido desde el castillo y secundado por seglares y religiosos. De esos abusos del poder surgió el llamado «acto de fe», de modo que la existencia de las brujas y la posesión del Demonio se convirtieron en obsesión entre los siglos xiii al xvii, con diferentes gradaciones inquisitoriales. De pronto, como otros Dios adorable o no, se elevó: «el príncipe de los aires, de las tempestades y, también, de las tempestades interiores». Conventos e iglesias vieron a Satanás por todas partes, sobre todo entre las reclusas histéricas, pues los monasterios y conventos eran fuentes por igual de santos y de posesos, y en el propio pueblo que rodeaba castillos y abadías surgían propensiones al aquelarre, pues en medio del aburrimiento de la fe dicha en latín, los gritos, el hablar «en lenguas», las comelatas, la música estridente y los coros frenéticos eran un esparcimiento magnífico. A la larga aquella competencia contra la «verdadera fe» iba a ser incorporada al propio culto religioso, pero ello ya sería razón «carismática» del siglo XX y del XXI, pues cuando Michelet se ocupó de tales asuntos, el frenesí pasó hacia el lado punitivo y aparecieron aquellos tristemente célebres Martillos de las brujas, y otros manuales que apuntaban casi siempre a la tortura y a la hoguera. Recuerdo un cuento de Grimm en que a la bruja se le metía dentro de un tonel erizado de clavos y se le lanzaba por una colina hacia abajo. Aquella crueldad lastimó mi infancia lectora de cuentos de hadas. Michelet descubrió que: «Bajo la sombra vaga de Satanás el pueblo no adoraba más que al pueblo», lo cual era desviar la veneración que requería el culto divino. ¿Qué habría malas mujeres y hombres crueles? ¿Qué la brujería hizo estragos a la hora de impartir venenos y supuestos hechizos? No hay dudas, ocurrió, pero la persecución alcanzó dramas llenos de absurdos y crueldades aún mayores. Una mujer como Juana de Arco era santa para los franceses y demonio para los ingleses, los cuales no dudaron en quemarla tras lo cual los primeros la canonizaron. Michelet muestra cómo su proceso fue un punto de inflexión en torno a la hoguera. Pero aun en los siglos xvi y xvii la crueldad y la cruenta fogata predominaban en regiones europeas como en los Países Vascos, en Provenza o en Normandía. El asesino ángel de Sodoma prendía la llama, y crujían a la vez decenas, centenares de damas y algunos caballeros, pues nada detenía al inquisidor. El horror y la intriga llegó a convertirse en una suerte de novela policial ya en el siglo XVII, cuando Michelet, casi precursor de tal subgénero narrativo, relataba los sucesos de la hechizadas Madeleine Bavent en la zona de Rouen y sobre todo se detiene en el sur francés con el padre Girard y su abusada Catherine Cadiére, de la que relata parte de su vida, su leyenda y el proceso sumarísimo civil y eclesiástico que le siguieron. La cacería de brujas revistió desde el siglo XVIIIi otras tragedias, otros objetivos, a veces sexuales y también ideológicos. Reaparecen según las conveniencias del poder. Todavía en la Segunda Guerra Mundial se prendía el gas asfixiante o se deportaba a campos de concentración, donde el exterminio podía ser racial. La «horrible poesía de la hoguera» se ha ido transformando con los tiempos y no dudemos que reaparezca de modos diversos. Quizás la Humanidad no ha entrado en la era definitiva del amor, concordia y progreso en las ciencias del bien y de la belleza. Quizás aún somos el Ayer de la era de las hogueras. Quemar lo que no nos gusta o nos contradice sigue siendo un extraño placer. |
ensayo de Virgilio López Lemus
Publicado, originalmente, en: Cubaliteraria. Portal de la Literatura Cubana Columnas, Virgilio López Lemus noviembre 26, 2020
Cubaliteraria. Editorial digital, Portal del Instituto Cubano del Libro. Es la ventana al mundo sobre el acontecer de la literatura cubana.
Link del texto: http://www.cubaliteraria.cu/jules-michelet-emla-horrible-poesia-de-la-hoguera-em/
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Virgilio López Lemus en Letras Uruguay
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