Mariposa
Lady López

Siempre me llamaron la atención las mariposas. De chica huía con ellas tras el viento y el humo. Al vuelo, mi cabello era un torrente y mis ojos no tardaron en devorar la víspera.

Las mariposas rondaron mi camino: livianas, en círculos, ligeras, al galope, siempre al galope. Y sí, me enseñaron amar la vida en tonos de fiesta.

El parque se convirtió en el andén de mí vida al lado de los abetos o del polen de las estrellas.

Fui testigo del afecto que una mariposa le profesaba a una flor, quizá la más bellas del jardín pero también la más petulante. Aquella abría en primavera, desangraba pétalos en invierno y de mañana lucía destellos de rosa.

Compartí los temores de la mariposa, su inquebrantable paciencia y el terrible desasosiego al sentir el desinterés de su amada, no obstante jugaba a sombras y luces mientras sus membranas se extenuaban con el ocaso.

Un día el destino le jugó una mala pasada al insecto en cuestión.

Al acorde de mayo con el primer despunte del sol, en un acto inusual, la princesa miró a quien tanto le insistía y entre coqueteos, sonrisas y flores, aprobó el cortejo de la crisálida que con vuelos de danza, de forma, camuflaje y coloridos, atrajo a su presa. Así, el jardín se tornasoló de rojos brillantes, naranjas y amarillos y tonos de blanco. En el espejo, un brillo especial cubrió la estilizada figura de la mariposa.

Todo iba a pedir de boca hasta que un maldito chiquillo le lanzó un balde de agua. La mariposa por más intentos que hizo no pudo ocultarse de su depredador. Ya con las alas mojadas, el angelito se le acercó deliberadamente y de un salto se lanzó sobre ella.

La pobre mariposa quedó sobre el frío cemento. Las luces se apagaron y la flor nunca más abrió.

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