El fin |
"Por los sometidos a las manos de hierro" |
Un hilo de sangre brota de mi frente. No puedo seguir el paso. Me desplomo. En un esfuerzo inútil por levantarme caigo y quedo entre los escombros humanos y mis nostalgias. Mi pierna se ha desprendido de la carne de mi propia carne. Se abre la herida más profunda, más oscura y más certera: huella imborrable y latente como vestigio del dolor. Lloro como en la hora de mi nacimiento, punto de partida y fin, alfa y omega. Lloro siempre por el letargo de mis días. Lloro por mí. Me apago y eso basta para llorar. Estoy aquí, abatido por la futilidad de los hombres, me han humillado, por eso tengo el dolor de todos y ninguno. Me encuentro en el absurdo umbral de la nada, no hay retorno. En el silencio decanto mis demonios a la hora de mi muerte. Recuerdo a los dulces amigos, los días de fiesta, la complicidad de mi amada, el jardín de la casa y los regateos de mis padres que aún esperan mi regreso. Minutos antes, el cielo se iluminó por una emisión de bengala, quedé absorto en aquel fuego artificial, seguí su marcha y me perdí en el contorno de su trayectoria. Al ubicarme nuevamente en la realidad me enfrasqué en el tumulto como una mariposa ciega para escudarme de la mancha humana. Corrí la misma suerte de mis compañeros y hoy somos un muro sometido a la humillación y al desprecio. El espacio se llena del sonido de los bazucaos y las metralletas como simulacro de la peor de las ignominias. Después, el alto al fuego, el toque de queda, y entonces la estirpe se enciende en el infortunio. Los grandes edificios son tumbas a la vida y bajo ellos los dioses de bronce nos miran con el torbellino de sus ojos, en el instante, en el caos, ante las mismas guerras. La noche de Tlatelolco se repite imborrable y perenne: como ayer, como hoy, como siempre. El sol moribundo y la luna crece hasta mostrar su belleza otoñal en el hedor de nuestras sombras mientras la tierra se desgarra. Escucho el golpe seco producido por las botas de los soldados que caminan de un lado a otro. No cesan, no se vencen; maldicen, gritan y golpean. Tengo miedo. Me desangro y el dolor fortifica mi sed de amor y de distancia. Despierto de la pesadilla cuando un extraño con guante blanco reconoce signos de vida en mí. Sigiloso se acerca, se arrincona como un lobo a la caza de su presa. En una danza de luto me ha elegido entre todos los hombres. Su rostro esconde sus ojos fulgurantes y rotundos, cierro los míos para que no penetre su odio en mis entrañas. Frente a frente y el frío sepulcro recorre mi cuerpo. Contengo la respiración, estoy hambriento, despojado, herido de muerte. Corta cartucho, me profiere palabras obscenas, sólo alcanzo a escuchar: "Órale cabrón comunista, ora sí te cargó la chingada". Ríe sin piedad, al tiempo que una bala sale del ovillo de su pistola, el proyectil se desplaza en el vacío mientras vuela una paloma sobre la línea de fuego. |
Lady
López
Las dunas y otros relatos
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