Pluma en Ristre |
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Como
el concertista listo para interpretar, así el Escritor se sentaba, pluma
en ristre, frente a la hoja de papel.
Daba inicio la sinfonía. Una tras otra, las palabras contaban una
historia fantástica e inherente. Nada
alrededor tenía sentido cuando las palabras escritas en la hoja se
iluminaban a fuerza de los fogonazos de leños montañeses.
En solitario, con su lanza en mano, el Escritor evocaba la unión
de un hombre con una mujer, sin importar si el amor en la vida real se
arropaba con harapos y vivía en una choza del bosque, ahumado por el frío
pero tibio gracias al calor del hogar. Así, hacía tiempo que el Escritor
había superado las ansias de notoriedad; por amargura o por la extrema
dulzura que provoca la liberad del espíritu, el Escritor no pensaba en el
editor, ni mucho menos en el crítico y, menos aún, en el imaginario
emolumento que sólo serviría para que el mundo no lo sacara del bosque,
de la choza, de la fogata y de aquella Musa que, como fantasma, se
acercaba para traer una taza de té de hojas del limonero que creció
espontáneamente en la entrada del sitio. Las hojas de sus historias perdían
vigencia en cuanto escribía sobre ellas la última línea y empezaba la
siguiente, que igualmente, moría al dejar de ser una hoja en blanco.
El
mundo urgía, no su literatura que lo tenía sin cuidado, urgía eso sí,
que pagara las cuentas acumuladas desde hacía mucho tiempo.
Era entonces y sólo entonces, cuando el Escritor lejos de
arremangarse la camisa para palear arena de río, se asustaba y se distraía
pensando en poner un negocio fantástico que redituara no solamente para
pagar sus cuentas, sino las de su madre y sus hermanos. El negocio se
agrandaría por sí mismo y, entonces, resolvería la situación económica
de sus amigos los poetas que se gastaban el tiempo oyendo su propia obra,
intercambiando sus poemas y criticándose entre si. Resuelto el asunto
financiero, enviaría a uno de sus compañeros que dedicaba su tiempo a
escribir novelas policíacas, a que contratara a los justicieros que le
cobrarían lágrimas y anonimatos a la editora más connotada del lugar.
Una que sin importar la cantidad, y sobre todo, la calidad de páginas
nacionales escritas, sólo publicaba aquellas de poetas de bosques
lejanos. Sin
darse cuenta, el Escritor ya había armado mentalmente otro argumento. Aún
con miedo por la carencia, empezaba a escribir otra historia de amor
irremediable. Pero al igual que el concertista, en cuanto escribía la
primera línea perdía el miedo a la boca del lobo y seguía ejecutando su
sinfonía. No había, una vez más, lugar para negocios fantásticos que
remediaran la precaria situación económica; sino en su lugar, había un
incontenible arremetida de pasión que desbordaba cuando la pareja de su
historia llegaba al río y, sin prisa ni pudor, se quitaba la ropa e
iniciaba el juego sacrosanto del amor.
Era sutil en esta parte el Escritor; no que no pudiera narrar un
acto sexual a secas, era que no quería que pareciera amor de canción de
temporada; luchaba pues, por tenderle enramadas al juego del amor, hasta
lograr que los amantes disfrutaran de la fusión de sus labios y llegaran
a sentir, pecho a pecho, la locura de sus corazones redoblantes. El
día llegó, cuando la Musa, también en solitario parió una cría. La
Musa caminaba silenciosa, tanto que la única forma de ubicarla en la
penumbra de la choza, era por el olor lácteo de sus pechos.
Ella, la pobrecita, no pedía nada y procuraba que el niño se la
comiera a pausas, antes que interrumpir al Escritor. Pero cuando se
acababa la leña del hogar y la vela yacía a goterones sobre la mesa,
entonces la idea de mandar a ajusticiar a la editora connotada cobraba
vigencia una vez más. No hacía más que mover con un palo las brazas aún
rojizas y buscaba con el olfato la tendalada en donde la Musa y el crío
se calentaban mutuamente. El Escritor se sumaba, como última línea del día,
al poema del hogar. Levantaba las enaguas de su amada y lloraba un orgasmo
prematuro que no se parecía en nada al juego del amor que solía narrar
en sus historias. La Musa, por su parte, gemía condescendiente una parábola
de llanto y hambre. Intentando
vivir su realidad, se prometía a sí mismo que en cuanto amaneciera
seguiría el consejo de su amigo; quien más de una vez, le dijo que fuera
a buscar trabajo con el dueño del hotelazo aquel de la entrada de su
pueblo. Ya para cuando agarraba valor para ofrecerse como lavaplatos, el
sueño lo vencía y entonces, armaba los más impresionantes argumentos
novelísticos. Con todo, el llantito del niño lo despertaba y lo enojaba
porque lo obligaba a volver rotundo al aquí y ahora. En fin, volvía a
recordar el consejo de buscar empleo que le había dado su amigo el de las
novelas policíacas. “No creo que sirva de nada”, le contestó molesto
un día y debatió en defensa propia: “Conozco a un sureño que vendió
su única posesión; un gallo capón que heredó de su hijo guerrillero y
la venta no le sirvió para nada más que sentirse el traidor de la
memoria de su hijo”. El
amigo entonces, escritor al fin, le respondió: “Al Coronel talvez no le
sirvió de nada vender al gallo, pero al escritor que lo puso hacerlo, si
le dio para trasladarse a vivir a México”.
Nuestro escritor, escritor al fin,
respondió: “Touche, aunque no estoy muy seguro de querer
irme a vivir a México, y en todo caso, yo ni a gallo capón llego”.
Ambos se rieron. Pero
llegó la luz del alba, y vio parada en la puerta de su choza a su Musa,
desaliñada, flaca y enferma. Dio
un salto de hombre verdadero, se lavó aprisa la cara y enfiló hacia la
entrada del pueblo. Esperó, como otros muchos, que llegara el señorón
propietario del hotel. Pero,
cuando los otros hombres no aguantaron más la tortura de los aromas que
salían de las chimeneas, el Escritor se levantó de la acera, recompuso
su saco y vio hacia arriba; al percatarse de que el humo de las chimeneas
seguía siendo negro, se rió consigo mismo y espetó: “No habemos
Papa”. Entonces, se cercioró
de que su pluma posaba sobre su oreja y volvió a su choza, armando
mentalmente, el argumento de su vida. Encontró
la choza barrida y ordenada. Un frío invernal se encapsuló en su médula
espinal cuando no vio sobre la silla el reboso de su Musa. Le temblaron
las piernas y los dientes al mismo tiempo. Recogió de sobre la mesa una
hoja que solamente contenía tres líneas de despedida. “¡Madre mía,
se dijo, ahora si comí mierda para siempre!”. Lloró en la vida real.
Los
escritores tienen algo a su favor que el resto de los humanos no cuentan.
Los escritores pueden escabullirse del mundo cruel y del destino ilegal
que los relega con solamente tener frente a sí una hoja de papel y
suficiente tinta en la pluma. Por lo demás, si les alcanza para un trago
o un cigarrillo; entonces por Dios que el escritor, se convierte en el dueño
indiscutible del mundo. No requiere de comida ni siquiatras, ni de
vecinos, ni de amigos, y si le hace un poco de fuerza, ni de Musa con su
cría. Acto seguido, escribió una historia breve que contaba la irredenta
diatriba de un hombre que se encontraba una valija llena de dinero sin
lavar. El hombre de la historia, de la nada, se convertía en un
inversionista eficaz de la Bolsa Nacional de Valores; muy pronto, era dueño
del hotel de la entrada de su pueblo. Ya habiendo saciado todos los
placeres, enviaba por el mundo a su antiguo amigo que dedicaba la vida a
escribir novelas policíacas, en busca de la mujer que parió al hijo de
sus entrañas; a quien sabía viva, porque la conocía mujer de sobra para
sobrevivir con dignidad. Fue aquí donde nuestro escritor se echó a
llorar. Deliberadamente dejó
que las lágrimas llegaran a la historia y la borraran, si no del todo,
cuando menos, en la parte conducente; hasta que vio reducirse la
historieta a solamente un manchón negro. El Escritor pensó clavarse la
pluma en el corazón y morir otra vez, pero atinó a sonreír tristemente
mientras decía: “No, este no es mi estilo, el de las novelas policíacas
vive por allá por el Manchén”. Sin darse cuenta, la noche arremetió más gélida que nunca. Buscó la leña y encendió la hoguera. Tomó del mal café que acostumbraba; uno que ni siquiera era café, sino una mezcla de cebada y maíz amarillo. “Es impropio, se dijo, beber esta agua shuca en un lugar en donde se cultiva el mejor café del mundo”. Pero algo había dejado la historieta melodramática que había intentado escribir, esto fue que pensó en recuperar a su Musa y a su crío cuando consiguiera el empleo de lavaplatos en el hotelazo de la entrada. De momento, no pensó en ningún otro argumento, en tanto, no se viera a sí mismo recogiendo el pelo de su amada hasta coronar la sufrida frente con las trenzas. Con este pensamiento en mente, se durmió y tuvo sexo asqueroso con la protagonista de la telenovela de moda, una que para lo único que le servía el embarazo, era para exhibirlo impúdicamente en la portada de las revistas para caballeros. Los
días subsiguientes no pudo escribir. Había papel y tinta en la pluma,
pero simplemente, no pudo escribir. Tampoco pudo leer. A medida que releía
sus manuscritos les fue agarrando un odio insoportable. Sí en lugar de
ser un bardo no publicado, hubiese sido trailero como su hermano mayor o,
quizá, sastre como su hermano menor.
Recordaba con amargura insomne, cuando su madre lo urgía a que
buscara trabajo en lugar de vivir empapelado, como ella llamaba a sus
escritos de púber. Pero no, él se había perdido desde niño en la
literatura. Cuando niño, no robaba dulces sino libros. Así era, siempre
supo que el patrón guardaba sus libros debajo del colchón. Una vez, muy
lejana en sus recuerdos, se atrevió a preguntarle al dueño de la finca
por qué guardaba sus libros debajo de la cama, y aquél le contestó:
“No los guardo, los escondo de los ladrones, cabrón”.
Avergonzado, se juró a sí mismo que no volvería a tocar los libros del
patrón; pero cuando siendo adolescente, el patrón diabético y medio
ciego le pidió que le leyera su historia favorita, ni lerdo ni perezoso
sacó de dentro de su camisa, una edición de bolsillo de “Cantaclaro”
del venezolano Rómulo Gallegos.
Pasaron
los días hasta convertirse en meses, nadie trajo más leña ni se ocupó
de colectar agua en el tonel. Se terminó la alacena y en el bote del café
de cebada ya no había otra cosa que no fuera la servidora despuntada. Al
borde de la locura real, veía para el patio y los lazos del tendedero no
secaban más la ropa pobre de la familia. Vio, entre la bruma, a la Musa
jugando a verse los pies descalzos a través del vientre embarazado. Acto
seguido, la oyó reír sostenida del tendedero vacío. Entonces, se
restregó los ojos ante esas imágenes irreales y se supo íngrimo. Sí no
escribía, ni tampoco leía y ya no había nada de comer, ni siquiera había
combustible; supo pues, que había llegado el momento de ir a ver el humo
de la chimenea del hotelazo. Y así fue, cuando llegó se informó que en
la cocina lejos de contratar estaban despidiendo gente; sin embargo, si
había trabajo temporal de jardinero. No preguntó, ni tampoco le
informaron sobre el salario. No se permitió, a sí mismo, renegar de
nada. Ni del Sol, ni de las miradas remilgosas de algunos de los
camareros, que eran un grupo de homosexuales que le `tiraban los tejos´ a
cualquiera que supusieran su subordinado. Pero el día se alegró, cuando
vio sumarse a la fila de jardineros emergentes a sus compañeros
escritores, incluido su amigo el escritor de novelas policíacas.
La tarea, aunque temporal, consistía en trasladar un jardín íntegro
del lugar en el que estaba, sobre el que harían una importante remodelación
del hotel, a otro lugar, un tanto más distante pero tan tierno y tan
florido como el mismísimo edén. Mientras
trasportaban las “aves del paraíso”, hablaban sobre la novedad
literaria del día; la que, generalmente consistía, en un excelso
hallazgo en los versos de tal o cual autor.
Allí surgió la discusión, al ver que en una hoja de periódico
en la que venían envueltas las lilas, había una sección de libros que
informaban sobre los libros más vendidos. “Malditos escritorcillos y más malditos editorcillos”,
concluyeron. “A un mandilón se le ocurre compilar las recetas de la
dieta de la Luna para una vida saludable y al desgraciado, le renta para
irse a México a comer frijoles refritos”, dijo uno.
“¿Quién lee a un idiota?”, preguntó el escritor de las
novelas policíacas. “¡Otro más idiota!”, contestaron al unísono. Cierto día, al novel del grupo se le ocurrió ponerse a cantar un poemilla de su propia autoría, algo que decía: “Margarita, rosa de poma/ quién te ama/ si no yo como lirio solitario/ que desde el estanque te reclama/ y te llora cual salterio/. Lo callaron sus colegas y nuestro Escritor lo regañó: “Hay mucho camino que te toca recorrer, amigo mío. Lo primero, no rimes a la fuerza porque pateas a la poesía; segundo; en el jardín, la poesía ya fue escrita, así que si quieres estar aquí, sólo siéntala; no intentes traducirla porque eso te excluye y te desmedra. ¡Entendiste!”. De quien menos se esperaba en materia de madrigales y sonetos, se levantó la voz pausada y grave del más abstraído de los jardineros poetas quien declamó: “Ella, La Poesía” del gran Luis Alfredo Arango E. Y que dice: “La poesía es ese río/ que va de pueblo en pueblo,/ retratando a los que pasan,/ por los puentes;/ hombres y mujeres/ de medio cuerpo/ de cuerpo entero;/ los que quieren se desnudan y se bañan en sus aguas, los que no, la dejan ir/ sin saber lo que se pierden/. Una ovación y luego el silencio estremecedor de cuando alguien obtiene un verdadero hallazgo en el mundo de las letras. Suficiente, nadie más improvisó dentro del jornal. Ahora que, ciertamente, a la hora de comer los concebidos fideos y frijoles cocidos, los escritores armaban sus propios talleres literarios y seguían discutiendo acalorados sobre los libros más vendidos. “En este país nadie lee poesía”, decía uno. “No leer poesía, de suyo es mala cosa; pero al final, se disculpa, puesto que para ello es imprescindible tener espíritu libre, y estos son una pila de indocumentados espirituales que para que les cuento; pero no leer novela que no requiere más que el interés en abrir un libro, eso si es inaceptable”. Así las cosas, tarareando “Las Bodas de Fígaro”, declamando los “Cien Sonetos de amor y una Canción Desesperada” de Neruda, los escritores le encontraron la poesía a la jardinería. Contentos y agradecidos, a la hora del atole, seguían debatiendo sobre la obra de propios y extraños, de buenos y malos, de publicados y sobre todo, la obra de los “Poéticos-Peripatéticos”, refiriéndose así a ellos mismos. Así nació, como por encanto y pordiosería la “Sociedad de Jardineros Poetas”, cuyo primer proyecto consistió en ir a visitar al maestro poeta, que languidecía en un hogar de ancianos del lugar con todo y su excelsa poesía “El Frontispicio del Amor”. Este acto, le dolió en el corazón a la poesía. El excelso y no laureado Poeta Aguilera, soltaba al viento su emoción truncada, cuando al despedirse jadeante expresó su última ilusión: “Díganle a mis amigos que aquí estoy”. El Escritor lloró por dentro, a sabiendas de que los amigos de los poetas de este pueblo, son inhumanos e irremediablemente olvidadizos... Pero
bueno, las exigencias de la construcción del hotel los convirtió, de la
noche a la mañana, de jardineros a media cucharas de albañilería, aún
poetas. No a todos se los llevó el Maestro de Obras, sino justo a la
mitad. Ciertamente, la distancia a la que iban los ayudantes de albañil,
no eran más de veinte metros, pero para la “Sociedad de Jardineros
Poetas”, era una distancia insalvable. No iban a poder seguir hablando
de libros y poesías, mientras trabajaban. Por supuesto, la poesía se susurra y no se grita, sí es
realmente poesía. Así que el grupo de poetas, se separó con lágrimas
incomprendidas por el Maestro de Obras, que no tardó en tratarlos de
maricones, por decir lo menos. El
escritor que nos ocupa, quedó para su fortuna del lado de los aún
jardineros poetas, pero su entrañable amigo, el escritor de novelas policíacas,
fue uno de los trasladados. Para
su intimidad, cosa que no dejó de asustarlo, al Escritor le dolió más
que lo hayan separado
de su amigo, que lo que le dolió el hambre y la soledad de sus afanes. En
fin, aún teniéndose al alcance de la vista, preferían no verse y al no
coincidir en el horario de comidas, muy pronto terminaron por no verse, ni
hablarse, ni tampoco criticar su propia obra.
A
los ayudantes de albañil poetas, se les agrietó el espíritu a fuerza de
estar oyendo malas palabras y porquerías en doble sentido, lenguaje de
uso corriente dentro del gremio de la albañilería. Llegaron a sentirse
como presidiarios en campos de trabajos forzados y, solamente después de
una semana, no volvieron a reportarse en la planilla.
Así las cosas, las rosas y los amarantos, las hortensias y los
kikuyus, las magnolias y los cartuchos fueron sembrados sin sentimiento ni
ilusión; hasta el día en que se inauguró la nueva obra civil. El
Escritor y sus amigos, se vieron, se abrazaron y supieron que hasta ahí
había llegado la “Sociedad de Jardineros Poetas”. Esto porque ser
jardinero y poeta al mismo tiempo es redundar y, además, lo que podían
ofrecerse a sí mismos con certeza, era que solamente podían con el título
individual de “Poéticos-Peripatéticos”; sin importar cómo les fuera
la vida a cada uno.
Los
escritores, el nuestro y su entrañable amigo, se vieron alguna vez,
justamente durante un acto cultural muy bien montado en uno de los
conventos del siglo XVIII. No tuvieron que explicar nada a nadie; cuando dejaron las
bandejas de los tragos sobre los manteles blancos y se abrazaron con
entusiasmo y sin ningún respeto por las normas de etiqueta. Nadie advirtió
la bivalencia de estos seres, quizá porque los asistentes eran en su
mayoría extranjeros, acostumbrados al bien amar y al mejor demostrar sus
emociones. Luego del acto,
devolvieron al bar tender los uniformes de pingüino que vistieron
para desempeñar su papel de meseros, cobraron la paga de la noche y se
fueron a platicar las cosas de los dos, allá por el Calvario. El escritor
de novelas policíacas, le contó que creía que el excelso poeta
Aguilera, recluido en el hogar de ancianos, había encontrado una familia
que lo amaba. Lloraron como hombres el barrunto. Le contó también, que
el novel a quien apodaban “el chirís”, había conseguido un mecenas
que salió de los huéspedes del hotel cuando eran jardineros poetas.
“Para todo hay público”, se rieron; aunque el abrupto les resultara
inadmisible. Más la pregunta ineludible llegó, ¿Qué pasó con la Musa,
mi hermano?”. “Vive con su mamá”, le respondió.
“¿Y qué hubo del amor de ustedes?”. “Lo mismo que con la
poesía. Nada”. “¿Y el niño?”, prosiguió el amigo. “Ya tiene
nuevo papá”. El amigo, entonces, pensó muy bien lo que diría; armado
el argumento, se atrevió: “Mi hermano, lo tengo como hombre de a de
veras; perdone pero no es de hombres dejar a un hijo abandonado”. El
Escritor, estaba esperando la embestida, más bien, para sacarse aquella
espina respiró profundo y respondió: “Una sola vez lo fui a buscar,
pensaba reclamar su custodia; determinado iba yo para su casa cuando
aparecieron, el hombre y el niño, a la vuelta de la esquina. Supe que el
crío no estaba abandonado porque vi al hombrón ponerse de rodillas para
atarle las cintas del calzado. Lo vi recomponerle la visera. Lo vi tomarle
de la mano para cruzar la calle. Lo vi cargarlo en hombros y, contentos,
enfilar para el estadio. ¿Abandonado?”. Aún lloroso, prosiguió: “¿Y
usted mi Broso, cuándo se engancha?”. “No me cambie el tema, compañero”,
jugó, pero enseriado concluyó: “No me atrevo. Ya ve lo que pasó con
Usted. Tanto amor, tanto juramento y la Musa se fue”.
“La Musa se iba ir de todos modos”, le confió y prosiguió:
“Es sólo que se dio una nueva oportunidad. A pesar de lo que parezca,
yo le estoy agradecido al hombre que la rescató y, con ella, al crío.
Además, se conocieron después del año de que ella partió de mi lado.
Conmigo se hubieran muerto de hambre”, se conformó. “¿Y el
amor...?”. La respuesta llegó revestida de argucia filosófica: “¿Alguna
vez ha matado a alguien en la vida real?”. “¡No, claro que no!”;
respondió el amigo. Entonces el Escritor le contestó: “Pues yo tampoco
he amado a nadie en la vida real”. Como suele ocurrir con los amigos
verdaderos, se separaron sin palabrearse. Un abrazo fuerte y un apretón
de manos transmite lo no dicho, aunque no alcance para concertar la nueva
cita. El
Escritor, volvió a la choza del desencuentro. Aunque no quisiera, el
momento de reiniciar su sacro oficio había llegado. El papel viejo y
seco, después de humedecido, se resistía a aceptar la huella de la
pluma. Sin embargo, necesitado como estaba, le dio a su escritura, el
mismo tratamiento que el formón le da a la madera. E inició: “Querúbico
el caballero se presentó frente a su amada. Nada, podría impedir que la
tomara esta noche en el portal de la casa de sus padres. Ella, un poco
confundida porque el verso que la había enamorado, esta vez ausente y
embustero, fue transfigurado por la sangre. Aún incómoda, la Niña se
dejó llevar hasta el sillón mimbroso. Allí, el hombre desató con los
dientes el corpiño y supo que la Niña lo esperaba, cuando no encontró
el corsé que suponía el verdadero reto al desnudarla. En cambio, el
pecho virginal sin protección, lo provocó al punto, de que no siguió
acariciándole los senos, como ella esperaba, sino arrancó la falda virándola
hasta el suelo. A esta
altura, la orquesta que tocaba en el fonógrafo, interpretaba los altos más
ardientes de una sonata, y ninguno de los dos dio cuenta entera, sino a
refulgentes pedazos de recuerdo...” .
Este
era el escritor que nos ocupa. No
era otro más que la fusión mística entre el amor, la tinta y el papel.
No era un buscador de palabrillas, ni un contenedor mental de
argumentazos. Era eso, un recóndito sentir que no se abruma, aunque falta
le hiciera el argumento. Entonces, detuvo el capote de brega y dio cabida
en su cerebro a la idea real de enriquecerse. Se dio cuenta de que era él
quien complotaba en contra suya. Supo que pretender vivir en la poesía,
no era por mucho y para nada, lo mismo que vivir de la poesía. La verdad
se hizo frente a sí: “Resulta blasfemo intentar reescribir el Cantar de
los Cantares, si a Dios mismo, ha de resultarle incómodo haberse
permitido incluirlo en el código moral de las naciones”, reflexionó
mientras bebía agua llovida. “Nadie quiere saber como se aman los
ajenos, sino intenta cada uno a su manera, escribir su propio libro de
poesía”. Le hizo falta un cigarrillo, aunque no fumaba de continuo.
Pensó tomarse un trago en la cantina, pero como dirían sus amigos
escritores, “no hay divisa”. Entonces, entendió que nadie puede
adquirir algo si no tiene cómo pagarlo. “Lo que yo siento, se dijo, no
se lo lleva el viento, sino se queda en mi adentro. En un lugar de mi
pecho. ¿Mínimo?, pero cierto”. Encontró el contrasentido de su vida,
escribir para ganarse la vida, era tan inválido como cortar leña para
rehacer un árbol; ajeno además. “Este árbol, no se vende”; se rió
en el bosque a carcajadas. “Este árbol no se corta porque ya no tiene
contrapesos y fue creado para aguantar a un sólo ahorcado. Yo decido si
me guindo o si me caigo, más como tengo que vivir para ahorcarme, mejor
me busco un quehacer de los que rentan, sino mucho, sí lo suficiente para
comprar en la librería bastante papel, aún ya escrito, para vivir la
vida que me gusta”. Así
la vida, el escritor volvió a su mesa de trabajo y continuó:
“Para ese tiempo, el gentil caballero de levita, había
perdido sus dotes de donjuán. No sabía ciertamente si la pérdida de sus
encantos tenía que ver con este amor que le dio la sacudida de su vida.
Ni entendía, cómo, después de tantas camas, era ésta, la más informe
de todas sus visitas, la que lo había aparcado de por vida. No volvió a
presentarse a la casa de la Niña. Le temía a esa casa; esto porque allí
se respiraba el olor del compromiso y él, no sabía maniatarse como
preso. No era la Niña, no que va, si la chica era linda; y no por haberse
entregado a la pasión dejaba su aire sacrosanto. La Niña, mientras
tanto, seguía cristalina a la espera del amado. Gastaba la muchacha su
mirada, mirando desde el dintel de la ventana, bordando mientras tanto,
hasta que llegara el momento de llorar. El momento llegó pronto y fue
durante el torneo de verano, ella más delgada que de costumbre, pálida y
llorosa; vio al amado sobre un potro; y al sentirlo tan ajeno, supo por qué
el muchacho no volvía su mirada hacia su palco. La verdad cayó completa
como rayo. Entonces, parca y abrumada, resolvió olvidar la triste escena,
sacando los añicos del engaño de gota en gota de su propio llanto”. “¡Caramba!,
se dijo el Escritor, estoy describiéndome a mi mismo”; pero igual que
siempre, retó al anonimato y se justificó: “Pero que más da, nadie
leerá esta epopeya”; pronunció de una vez el veredicto. Se siente
delicioso el desahogo, pensó. No que el amor se tronche como tallo,
porque al final de qué puede servir un lirio muerto; sino más bien,
sacarse por el cauce de la pluma este veneno fatal que lo recorre. “Mis
amigos escritores, mis únicos y valiosos lectores, pensarán que la pieza
es cursi. Y sí que es cursi; tan cursi como el amor verdadero. Tan cursi,
que si no lo sufres te mueres sin vivir. Tan rematadamente cursi, que ya
muerto, provoca llanto en aquellas bien amadas y, también, en las no
tanto. Es por ello que los hombres nos quedamos con el amor de nuestra
madre; deliberó, ése es siempre perfecto y
siempre fiel. Los otros, los vivimos de continuo, viendo en todas
las doncellas de la villa, nada más y nada menos, que unos senos a veces
grandes y rellenos; otras, pequeños e indulgentes; esto sólo si nos
falla el argumento y no podemos percutir nuestro censor”. Con la
adrenalina fluyendo, continuó escribiendo: “Mas las cosas que
empiezan deben terminar, y aunque el caballero no recibió ninguna nota de
reclamo, y no volvió a ver al infortunio del amor encarnado en la Virgen
de dolores, el desasosiego llegó al punto que no quería afeitarse y ni
siquiera levantarse de la cama. Es cierto, que buscó en el lupanar del
callejón, la forma más tribal de sanar su sinrazón. Pero es bien sabido
que esa práctica, no arranca golpes ya bien dados, además de empobrecer
al susodicho y, quiérase o no, atenta en directo contra el buen nombre.
Pensó pues, recorrer de rodillas el camino y llegar, disminuido como
estaba, hasta la puerta de la Niña. Pero, igualmente no lo hizo, porque
pensó que la falta de reclamo, no podía ser otra cosa, que la Niña no
volvió a recordarse de sus versos, y que por tanto, su amor debió ser,
no cabe duda, uno de los no correspondidos. No se puede, se dijo, vivir
sin el amado. ¡Ah!, que imbécil es el hombre no buscado. Sin embargo,
una noche estrellada del estivo, caminando a la deriva por la playa, vio
como una pareja de amantes se refugió dentro del faro.
Le pareció al triste haber oído la risa virginal del desencanto.
Entonces, proveído de un madero de esos que abandona la marea sobre la
costanera, se atrevió a entrar en el instante en que los amantes se
juraban envejecer juntos. La pareja grácil y enternecida, no lo vio sino
lo oyó, pensando que se trataba del farero. Él, mientras tanto, no se
supo capaz de irrumpir, no fuera que en verdad se convenciera, que la niña
del ensueño no vivido, fuera aquella a quien clavó la daga de por
vida”. Pues
bien, nuestro escritor se confortó: “No hay como sacarse la doliente
muela”, dijo triunfante mientras se acomodó el cuello de la camisa. No
sabría nunca el Escritor, qué tan buena acogida debió tener la
piecezuela de marras, esto porque de todo lo escrito fue lo que nunca llegó
a la mesa de un editor. Ciertamente, como los escritorios de los
editores, más parecen almacén judicial en el traslado; bien pudo existir
la posibilidad de que lo publicaran, aunque fuera elegido al “tin-marín,
de do pingüé, cúcara, mácara, títere fue”. Esto no porque el
editor le tuviera mala fe, sino porque son miles de manuscritos no leídos
o casos judiciales no resueltos. En todo caso, le sirvió al Escritor su
manuscrito como la catarsis de la que es poseedor absoluto. Ese don que
consiste en vivirle la vida a otros. En hacer las cosas que hacen otros, y
a ultranza, en vivir la vida que le gusta. Qué es la vida, sino la
parodia de la poesía. Por cuanto en la vida real, se convenció el
Escritor, nada hay que se parezca a la preciada sensación del poema.
Versos, hay en la vida real. Más, antes que después, aparece
puntual la sensatez para echar a perder, cuando menos, la métrica y nada
que decir de la rima, que termina apostada en el andén de la vida.
Historias de amores verdaderos, a diario; siguió elucubrando el Escritor.
Pero claro, verdadero el instante de la mirada, de un beso maltrecho por
la prisa, o bien, con la entrega total del sentimiento. El sexo, muy poco,
sino nada, abona en sutileza. Es cierto, que ningún tatuaje dura tanto,
como aquel que nos deja la piel ardiente; pero tal, no es amor del
verdadero: es más bien, la forma como el hombre acaba con placer sus
parabienes. Amor del verdadero, el que se prueba cuando el dueño del amor
se aleja de nosotros, austero; sin más razón que aquella que aduce: “por
tu bien, mi bien, vuela lejano”. O aquel que dura hasta el otoño de
la vida, aunque no haya junto a nos vivido nunca. O quien luego de haber
sido la sombra de la vida, debe irse al más allá, o quizá no tan lejos,
por causa de la guerra o el dinero.
Habiendo
descarnado al amor, el Escritor enfiló libremente al mundo literario de
otras épocas, aquella que le habían heredado, sin bien es cierto, una
corriente literaria concreta; ciertamente para el tiempo presente,
inoportuna. De todas formas, desconociendo la corriente de la moda
literaria, se sintió a tono con la novela indo americana que había
heredado de José Eustasio
Rivera y su única y ¡Única!, novela: “La Vorágine”.
La leyó por septuagésima vez, encontrando nuevos senderos en la
Selva colombiana que llegaban directo al corazón de los latinoamericanos.
“Todos, se dijo, tenemos nuestro Valle del Cauca, todos tenemos, insistió,
caucheros que mueren por las mordidas de las hormigas asesinas que pululan
en la selva. Todos, huimos del padre que nos busca plañidero después de
darse cuenta, que no es hijo, quien no haya sido padre”. Nuestro
escritor, fue instruido en la tórrida, por ecuatorial y por ardiente,
fila de los antiguos escritores criollos, aunque fuera a tras tiempo; es
decir, ya cuando a nadie le importaba “Por quién doblan las
campanas” y; más bien, cuando el plañir atormentado fue sustituido
por la metralla y por la muerte. Entonces, alegando defensa propia, o lo
que es lo mismo, mecanismo de defensa, el Escritor compuso una oda al
trabajador latinoamericano. Exitosa,
por cierto, porque aparte de la calidad de la poesía contenida, coincidió
con los movimientos guerrilleros latinoamericanos que blandían la bandera
del trabajo como componente popular de sus batallas. Ensartado,
literalmente entre periódicos de épocas ya idas, se enteró de muchos
hechos históricos que sus contemporáneos, ni en sueños. Vio de primera
mano, en una publicación periodística de 1935, el mapa del ataque a
Normandía. Esto, por Dios, que lo espantó; porque en su mente asustadiza
revivió la inclemencia de la guerra. Pero vamos, una cosa es conocer la
Historia en letra de imprenta, que deviene a convertirse, de la manera más
patética, en letra muerta; y otra muy distinta es vivir la historia de la
Patria. De ese sentimiento de
impotencia, nació una triste historia de amor entre una estudiante de
medicina y un oficial de la guerrilla guatemalteca. “Te quedó bien”,
le comentó el editor a quien la envió; pero igual, el novelete no llegó
a ver la luz; porque antes de la publicación, la obra cayó en manos
sanguinarias. Este hecho, lo colocó en su propia Línea Maginot. Lo
tildaron de comunista solapado, aún sus propios amigos los Poéticos-Peripatéticos.
Nunca más le dirigieron la palabra
y al encontrarlo de pasada, se hacían los zopencos. “Pila de locos
fracasados”, se dijo a sí mismo. “Se prefieren a sí mismos, bajo el
prisma existencial de Unamuno; que les ´duela la Patria´, no
lleva el pan hasta la mesa; pero eso sí, hablan incesantes de Capital y
Socialismo. Sí la Patria se desangra entre sus hijos, más ellos como
buenos borreguitos, no la defienden siquiera con la pluma, por temor y no
por otra cosa, del esbirro que arranca a dentelladas una parte de la
tierra bien amada, terminando de llevarse entre las fauces, el sublime
ideal de libertad. Más como ocurre siempre, uno de todos saca la casta y
eleva a manera de plegaria una invitación casi suicida: “Vamos Patria a
caminar”; gritaba valeroso desde los Altos, Otto René Castillo;
mientras Roque Dalton alegaba que era el “Turno del Ofendido”. Pero
igual, a las ilustres voces, las silenció el innombrable; mientras que
sus pueblos, siguen sin recibir cuentas del adeudo intelectual. Habiéndose
bautizado en varias pilas, el Escritor midió fuerzas con sus letras. Por
un lado, él no podía pasar inadvertido la arbitrariedad de la historia
verdadera. No tenía a la mano otra herramienta que su pluma no conclusa.
Sin embargo, juntamente con el día del honor, también se presentó
frente a su puerta, su hijo. Púber,
el muchacho era su imagen. Su
piel limpia del color del barro, sus ojos negros de felino petenero, su
cabello hirsuto y su sonrisa de soñador empedernido. Ese día fue feliz
el Escritor. No había causa ni delirio que contara, más que abrazar al
producto de su amor y al cúmulo filial
de sus entrañas. No debía probarse nada más. No tenía que verse
publicado, ya era de la mano de su hijo, el insigne escritor de la verdad.
“Sos, hijo mío, mi mejor página, mi excelso verso”, le dijo
al muchacho el Escritor. Ya se sabe que el llamado de la sangre, no
requiere sino el roce de un abrazo para echar por tierra los embustes.
“Estoy orgulloso de usted, papá”, le respondió su hijo
sollozando. “Al padre que
me crió lo quiero mucho, no puedo desmentirlo frente a usted; fue ejemplo
para mi y compañero fiel para mi madre; además, él fue quien me trajo
hasta aquí”. “Y
yo que me esforcé buscándole sentido a mi existencia”, se dijo ya solo
el Escritor. “Suficiente
fue saberme padre, para que todo haya quedado en el olvido. No que no
vuelva a escribir, si por eso vivo, sino para saber por qué escribir. Si
alguna vez, la editora engreída tomara en serio mis escritos, no sería
por ninguna otra razón que por mi hijo. Si otra vez, del tiempo
incomprendido, se ampliara mi círculo de amigos, a sabiendas que no tengo
otros que no sean, mis lectores encarecidos; no sería para que en la
gaceta del pueblo, describan ensayos de mi obra, sino más bien, para que
el pecho de mi niño, lata enorgullecido. Y que diga con dignidad suprema;
fue mi padre quien escribió estos versos”. El
día de la cita con su hijo, lavaba y planchaba su camisa. Planeaba
llevarlo a barranquear o llevarlo a algún acto cultural, de los muchos
que se organizaban en la ciudad y después de la función, comprarle un
panecillo de mazapán mientras lo oía hablar hasta el cansancio. Pero el
muchacho no llegó. Desesperado, fuera de sí mismo, enfiló hasta la casa
de su hijo. Una guirnalda negra en la puerta, lo hizo entorcharse de
pavor. Hizo un supremo esfuerzo para calmarse y entró. En la esquina del
salón, distinguió un féretro yacente. No conocía a nadie del entorno
y, al no ver a su niño, lloró desconsolado en un rincón. Lo levantaron
unos brazos fuertes, eran los del compañero de la Musa; atrás de él oyó
la voz del niño: “Mi madre se fue al cielo”, le informó. El Escritor
llorando a carcajadas abrazó a su muchacho. Pasada la impresión primera,
sin soltar al motivo de su vida, se dirigió al compañero de la Musa. “¡Cuánto
lo siento!”, le dijo. El hombre disminuido, respondió: “Fui feliz con
ella, y murió por darme un hijo de mi sangre.
Le dije que yo ya tenía uno; el suyo, aunque fuera compartido”.
El Escritor, inusualmente perdió la pista de las palabras. “Este
muchacho, es más suyo que mío”, le dijo, le estrechó la mano y se
fue. “Cuánto
se parece la mala literatura a la vida real”, dijo una vez, talvez
desesperado, García Márquez. El Escritor cambió la frase, mientras
desandaba el camino hasta su casa: “Cuánto se parece la vida real a la
literatura”. Se refugió en sus recuerdos de antaño, de tiempos cuando
se encontró casualmente con la Musa, durante los juegos florales de la
Feria Patronal. Era entonces la muchacha, una bella mujer. Tenía
presencia de heroína. Una mujer, de aquellas que los hombres quieren
amar; con quien se quiere vivir, con quien se está dispuesto, a partes
iguales, a llorar y a reír. La mujer a la que se le puede confiar la
vida, por mala que parezca. La que, connotada veía al horizonte e
invitaba a ir con ella. La que no reprochaba, la que no pedía nada, pero
igual estaba dispuesta a darlo todo. Una de aquellas mujeres que
inadvertidas por el resto, le dan sentido universal a la existencia. Otra vez solo; el Escritor sin un centavo entre la bolsa, ni siquiera para ir a desahogar las penas al mesón. Sin más recurso que su pluma; volvió a lo de siempre; a su mesa de trabajo. Para rendirle un homenaje a su Musa muerta, escribió un sentido recital que iniciaba así: “Sonó la nota de la última campanada, repetida tres veces, por el eco de una noche trastornada./ Resolló la fría nariz, de una que se iba a morir. Y que quizá habrá pensado, ruletear la última vez por el pasado.../ La última flor de temporada. Por un ilusionista conservada, se apartó del tallo muerto, en una primavera ya olvidada./ El último verso, se escribe; sin ser inspirado siquiera: Ni por amores fervientes, ni por batallas ganadas, ni por copas ya sorbidas, ni por siembras cosechadas./ El timbre, última llamada, de la obra de teatro que es mi vida, motiva a parientes y amigos; a llorar. Quizá una lágrima sentida. Quizá una tormenta de lágrimas fingidas. Escasas o copiosas, da lo mismo; las hubiese querido en vida./ Y yo, me río. Porque ni el aviso trasnochado de la campana./ Ni el soplido de mi nariz ya vieja./ Ni la flor argeñada de mi sexo./ Y tampoco la melancólica tonada... de un verso, sin medida; ni poesía./ Ni el acto postrer de mi existencia, anuncian muerte./ Antes bien, ANUNCIAN VIDA”. Recreando poéticamente a la muerte inmiscuida en el amor, y viceversa; escribió de una sola vez, cerca de quinientos versos. Quería publicar este trozo de su alma, a manera de homenaje póstumo a su Musa. Resuelto, se gastó las últimas monedas que tenía en tinta china y pergamino. Lo trascribió con su mejor caligrafía y lo envió al editor. Por toda respuesta, recibió de regreso sus folios, con una notita escrita al margen que decía: “Hoy si se te fue la mano. La pieza está reverendamente cursi”. No hizo caso del desatino de editor. Tomó los folios y con sumo cuidado borró el vituperio, acto seguido los empastó artesanalmente y fue a dejarlos a su hijo. Al paso del tiempo, fue solo al cementerio y una lágrima rodó por su mejilla, cuando leyó en la lápida de la Musa, el epitafio: “Ni el acto postrer de mi existencia, anuncia muerte. Antes bien, ANUNCIA VIDA”. En
fin, capítulo cerrado el de la Musa; no así el de su hijo y, lo que es más,
el del compañero de la Musa. De
tiempo en tiempo, se reunieron los tres a conversar. Si bien es cierto, no
hubo barranqueos, ni panecillos de mazapán incluidos en las citas; alguna
vez, los tres hombres se tomaron un trago alrededor de una mesa de
cantina. Ahora
que, la manera más cercana que estuvo de los escribidores criollos, fue
cuando lo convocaron a una reunión subrepticia. Allí, los afligidos
notificaron al gremio que los apoderados de la Patria, estaban haciendo
redadas en contra de los pensadores. Dijeron, que los verdugos habían
secuestrado al Maestro de escuela y de la vida, el insigne Luis de Lión
quien había narrado: “El tiempo principia en Xibalbá”. Del Maestro
De Lión, nuestro escritor recordaba cuando en una reunión casual de sus
tiempos de jardineros poetas, les había contado riéndose, el apuro que
había pasado cuando para la lección del aula primaria, había traído
para la lectura colectiva la fábula “La tentativa del León y el éxito
de su Empresa”. Como buen didáctico, el buen maestro trajo un trozo
de leña de su casa. Cuando escenificó con mano propia la fabulilla, su
mano derecha se quedó trabada entre las dos rajas del leño. No hubo
modo, según les contó desternillado de la risa, de sacar la mano sino
hasta que el maestro carpintero, ante la mirada asustada de los niños;
serrucho en mano, lo liberó del trance. Ni el Escritor, ni sus compañeros
jardineros poetas, le encontraron la gracia al apuro del Maestro; pero
igual lo celebraron, no tanto por congraciarse, sino porque les dio gusto
ver reír tan sueltamente, a alguien a quien tenían por conspicuo; no que
no lo fuera, sino porque era extraño ver reír al punto de las lágrimas,
a un hombre que hacía de la paz literaria, la más honrosa espada de la
guerra. “Bueno;
yo...”, expresó el Escritor, “no tengo nada que me puedan achacar”.
Susurró casi avergonzado: “Aunque me ha llevado la tristeza, solamente
le he cantado al amor”. Pero
le recordaron un poemilla de nombre “El Catecismo”. Sin darle tregua,
le endilgaron haberlos puesto en alto riesgo cuando trató de publicar su
novela: “Los Ochenta una Historia Paralela”. “Sólo, es una
piecezuela”; se disculpó. Aún así, su angustia íntima iba en
aumento. El caso es que en la reunión de escribidores, decidieron dos
cosas. A saber: Que gente como nuestro escritor era el responsable de la
manida forma de expresar las ideas patrióticas; y que ese paroxismo había
hecho que los malos los tuvieran en la mira. Y que solos o en
grupo, había llegado el momento de salir huyendo para México. Nuestro
escritor, encendido por el acto de cobardía, habló de manera repostada:
“¿Ir a México? ¿A qué?”, es más, prosiguió: “¿Con qué?”
Asumió una actitud parlamentaria y continuó: “No dudo, que haya
compatriotas que deban salvar distancia para guardar su vida; pero ninguno
de los aquí presentes, que yo sepa; ha hecho nada para merecer persecución”.
La turba se puso virulenta: “¡Ellos tampoco, poeta!”,
le gritaron; entonces el Escritor enodrido por el título de poeta,
no atinó más que ponerse a cantar el Himno Nacional.
Nadie más coreó. El
tiempo, cómplice aplastante de la dictadura uniformada, le demostró al
Escritor que la lista de muertos y desaparecidos, tuvieran que ver o no
con los movimientos nacionalistas centroamericanos, constituyó un número
de muchas cifras. De aquella época nefanda, sólo quedaron el llanto y el
silencio. Fue de esta manera y no de otra, como la Patria lloró a sus
mentes más preclaras. Por cierto, el resultado inusitado fue que la
Patria perdió su soberanía, su libertad, y por sobre todo, su derecho a
expresar el desafuero. El silencio apuntaba en el olvido a valientes
piezas regionales. Roque
Dalton en el Salvador, Irma Flaquer en Guatemala que escribía “Lo
que otros callan” encabezaron la lista de desaparecidos;
mientras José Coronel Urtecho en Nicaragua, irreverentemente criticaba la
doble moral de la supra-dictadura Somocista. El eufemismo `desaparecidos´
era el subtitulo que le fue conferido a un sinfín de pensadores, a cambio
de no reconocer que después de secuestrarlos y torturarlos los habían
asesinado. Pues bien, en los tiempos denodados, desbordó el torrente de
escritores, estudiantes universitarios, políticos revolucionarios,
obreros y campesinos, con cuyos nombres se escribieron las páginas más
represivas de la historia de la Patria Centroamericana. Un fenómeno
indescifrable fue el hecho de que muchos de los contestatarios
centroamericanos, sobrevivieran a dictaduras de carrera enraizadas y que,
sin embargo, lograran sobrevivir en humillante exilio; para cuando
volvieron, solamente lo hicieron para llorar a sus muertos, viéndose
precisados a cambiar su identidad. Era
eso, o el estigma de la guerra sucia los hallaría más tarde o más
temprano. No
habiendo otra cosa, más que “ver, oír y callar”, más
insomnes que los monos; este y todos los demás escritores, dedicaron sus
vidas a otra cosa, y casi ya no se escucharon entre corrillos, las liras
de poeta. El lugar contestatario de las plumas, fue entonces ocupado por
las arengas estudiantiles. El resultado fue el mismo: la muerte.
Sin
embargo, sería un acto de injusticia social no dejar constatado que la
población centroamericana, cada uno a su manera, en su qué hacer;
reconvirtió aquel capítulo insondable de su vida. Así, sí bien
callados y asustados, los connaturales resistieron como robles los embates
desnaturalizados del destino y no detuvieron para nada su andar. De
rezagados, los han tildado los vecinos; sin dudas, rezagados pero vivos.
Empobrecidos, pero dadores de lo poco que tenían. Enlutados, pero
honrando, puerta adentro, la memoria de los mártires; a la busca, en
definitiva, de una “Nueva primavera”.
Ahora
bien, el que hacer de los escritores es algo que no se descompone con el
pasar del tiempo. Cada uno de ellos elige, si seguir sacándose el veneno
por el cauce de la pluma; o seguir cantándole al amor ya muerto, o bien,
si inventan historias fabulosas que los saquen a horcajadas de la triste
realidad en la que viven. La deuda con la Patria no se paga; pero igual,
esa inquina no se paga con la muerte. Ser mártir, no es encomienda que se
lleve con gusto hasta el sepulcro. Entonces, nuestro escritor; dedicó su
vida a leer, y muy de vez en cuando, a cantarle al amor una tonada. Se
volvió lector de tiempo completo. Llegó a tener un programa de lectura
que organizó, sin darse cuenta, por regiones. Devoró, literalmente, los
libros empolvados de la biblioteca. Leyó Historia Universal, como el que
más. Leyó filosofía griega, helenística y moderna.
Leyó biografías, algunas noveladas, de insignes personajes de la
vida. Leyó sociología, matemática y ciencias naturales. Y por supuesto,
leyó de bellas artes. Ahora
que, la ira incontenible hacia sus “compañeros” que lo habían
traicionado lo corroía. Las horas de silencios y persecuciones mentales
lo estaban desquiciando. Hubo un tiempo, en que loco y asustado, juntaba
piedras debajo de su cama, previendo la defensa; para levantarse en la
madrugada a ponerlas al alcance de sus manos. Dispuso no dormir. En la búsqueda
incesante de documentos que pudieran comprometerlo, encontró unos cromos
de pinturas clásicas que había comprado en un tianguis de México.
Aquí se apasionó, al punto de encularse con los desnudos de Goya. En un
ejercicio desquiciado, a La maja desnuda la puso de culumbrón, le
amarró las canillas levantadas y le aplastó los senos con un plato. A La
maja vestida, por supuesto la desvistió. Al mismo, El David de
Miguel Ángel, le pintó partes que su anatomía no tenía. Al principio
sabía que estaba imaginando las escenas sexuales, pero después de dos días
se aficionó y ya veía a las mujeres abatiendo sus cuerpos con
movimientos angulares sobre la secante empastada de los varones. En fin,
hizo cosas con las pinturas que no había hecho nunca, ni haría jamás
con alguien de carne y hueso. De la etapa anal revivida, sólo salió
porque halló el cromo de La Piedad del mismo Miguel Ángel. Esto
último, lo interpretó como un mensaje Divino y, efectivamente, lo fue.
Fue el momento en que escribió su trascendental poema: “Cuántos
clavos de tu Cruz, clavó mi pluma”. Del devaneo ya narrado,
solamente lo sacó la poesía. La Santa Poesía... Volvió
pues, al amor de sus amores; cuando encalló en la Literatura Universal.
Había, concientemente eludido el tema de los autores nacionales. Temía
volver a su mesa de trabajo. Tenía miedo de volver, como amante amañado
a los brazos de su pluma; como el adicto a la dosis que lo mata; como la
cabra tira al monte o las ranas van al río. Sin embargo, por increíble
que parezca, ya no había material para leer; entonces, inició el
dificultoso camino de buscar hasta encontrar a los autores nacionales.
Inició con Rafael Landívar y su “Rusticatio Mexicana”; sin
ceder a la tentación de escribir su propia versión, mientras leía los
hexámetros latinos de Landívar, que retrataban de forma abstracta a la
misma Patria que nos dolía a todos; los antiguos y los modernos; los
buenos y los no tanto. Los publicados y los inéditos. Cuando tuvo que
elegir, le apostó a la poesía de Máximo Soto Hall; aunque escasa le
pareció de una esplendidez incomparable. Leyó al nica Rubén Darío,
aunque no viniera a cuento; esto porque notó que la influencia romancesca
de Darío, estaba presente con puntos y comas, mares, Margaritas y demás
eróticas figuras; en el paisano cronista del modernismo: Enrique Gómez
Carrillo. Para
cuando abordó en la calle del ensueño, a Rafael Arévalo Martínez; lo
prefirió en “Ecce Pericles”, la biografía del dictador
Estrada Cabrera, que en el alucinante relato de “El Hombre que Parecía
un Caballo”. Del mejor narrador de los albores del siglo XX, Flavio
Herrera, además de El Tigre, encontró algunos fragmentos de sus
novelas La Tempestad y Caos; recreándose una vez más al
releer los Haikai del célebre autor, como aquel que refiere a los
zopilotes cuando dice:“Hojas de papel quemado, que arremolina el
viento”. Como hace el alquimista en el laboratorio de ensayo, como
buen ensayador el Escritor escribió su propio Haikai de la araña: “Por
qué arrastras a tus títeres, sedoso titiritero”.
Aquí le surgió la idea de escribir un compendio, que no una
antología, de los narradores nacionales del principio de la vida; sabía
nuestro buen escritor, que el pueblo que los vio nacer, no haría nunca un
esfuerzo serio por conocer, ni promulgar a su literatura.
En fin, la empresa se quedó en un utopía más, porque requería
patrocinio y él no lo encontró; quizá no lo buscó con el ahínco que
debía, pero es que buscar patrocinio para las letras nacionales, es más
castrante que pretender la lectura obligatoria. En la alucinante lecto-aventura
de su vida, volvió a encontrar a la Patria herida, en manos; esta vez, de
Luis Cardoza y Aragón, en: “Guatemala, las líneas de su mano”.
A Miguel Ángel Asturias, con el perdón de la concurrencia y con todo y
su Premio Nóbel de Literatura, no lo aguantó. “En gustos se rompen géneros”;
se justificó ante sí mismo. De allí en adelante, solamente se tomó el
tiempo para volver a “La Patria del Criollo” de don Severo Martínez
Peláez, esto para terminar de entender, por qué los escritores
nacionales y, en general, de América Latina, seguían con sus plumas,
mortificando a la Patria al recordarle las heridas aún vivas por
coloniales que estas fueran. De
ahí en adelante, leyó a los escritores nacionales por generaciones. Al
fin y al cabo, unirse en grupos para expresarse, que no en generaciones;
se volvió la forma de defensa de los escribientes, como una sociedad
mercantil anónima; nadie en particular tira la piedra, pero de que la
pedrada hiere, hiere y bien profundo y si no, que lo digan los nicaragüenses
de la `generación Traicionada´ ó los ultra polémicos salvadoreños del
grupo `Octubre´. En Guatemala, conoció pues, a los Tepeus, de donde el
sobreviviente fue Mario Monteforte Toledo, con cuya literatura tampoco
pudo contemporizar. A don Augusto Monterroso, quien con su cuentito que
decía: “Y cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”;
de un expiro, narró lo inenarrable de la raza de los encasquetados y
embotados enemigos, personificado en el
iconoclasta dictador Jorge Ubico Castañeda.
Aquí rompió el esquema, porque de oídas se enteró que Don Tito
Monterroso había sido discípulo del humanista hondureño Rafael
Heliodoro Valle, junto a los nicaragüenses, hondureños, colombianos,
chilenos, mexicanos y, realmente, la variopinta personalidad de América
Latina de oposición, que no de izquierda para no ofender al ombligo
sempiterno. Recordó, entonces, el único viaje de su vida, más como
oyente que como estudiante; al estanque de revolucionarios, que para
aquellos tiempos, era la Universidad Nacional Autónoma de México. Cuando
quiso resumirlo, no supo por donde empezar; así que lo dejó de manera
coloquial: “Desde el río Grande hasta la Patagonia, la cosa está
jodida”. Un
poco a trastumbos, porque de regreso de la remembranza del viaje a México,
no hallaba paz interna necesaria para leer; optó por rehacer el
cronograma de lectura y esta vez, se fue por estilo literario más que por
nacionalidad de los autores. Con un viraje calculado arribó a la época
precolombina de la cual sacó en claro, que los escritores extranjeros de
la región centroamericana, creían que los indios americanos de antes,
eran unos superdotados, astrales y epopéyicos conductores de una nave
espacial. Mientras que los coetáneos creían que los indios americanos,
eran una burda e infame masa de salvajes emparentados directamente con el eslabón
perdido de Charles Darwin, o bien, hermanos de sangre de Viernes
el aborigen que simboliza al pueblo chileno en las aventuras de Robinson
Crusoe. Fueron pocos, por no
decir que el insigne salvadoreño Francisco Gavidia, era el único que los
había narrado como eran, personas dignas ocupadas en la vida. Más fue útil
el hallazgo de las letras del educador Gavidia, conectado a Rubén Darío
por ser su maestro, a Rafael Landívar por la procuración del Modernismo
que más tarde asentaron los también salvadoreños, Alberto Masferrer y
Arturo Ambrogi. `Vuelta la burra al trigo´, el cronograma se volvió
a despedazar; tanto que a momentos llegó a arrepentirse del viaje a México.
Pero bueno, fue el buen Francisco Gavidia quien lo trajo de regreso, esta
vez a la vida colonial del reino de Guatemala vigente en los siglos XVII y
XVIII; aunque muy pronto, el propio Gavidia lo lanzó al futuro con los “Aeronautas,
Poema en Hexámetros a la gloria latinoamericana de Santos Dumont”.
Para
descansar el espíritu, ya sin cronología que respetar, reposó en los
tiempos antiguos de Pepe Milla y sus anecdóticas novelas “La Hija
del Adelantado y Memorias de un Abogado”. Muy
pronto, llegó a la parte bonita que abonó Virgilio Rodríguez Macal con
sus historias de animales hablantines, en “Mundo del Misterio Verde,
Guayacán y La Mansión del Pájaro
Serpiente”. De
los foráneos de América Latina, conoció, ente otros muchos, a William
Faulkner en su pueblo natal pero ficticio de nombre Yoknapatawpha,
inspirado en el condado de Lafayette, Mississippi; que luego descubrió
como lugar común en Macondo, el mítico hogar de los Buendía del
conciudadano de América, Gabriel García Márquez. Hubo firmas que lo
marcaron para siempre, Pearl S. Buck y su “Buena Tierra”; Mika
Waltari con “Sinué el Egipcio”; y al sucesor de Edgar Allan
Poe, con sus “Obras Completas” y, años más tarde a Pätrick
Suskind con su obra “La Paloma”, o mejor aún, “El Perfume”.
Encontró en el Austro-Húngaro Franz Kafka, la razón de por qué los
escritores fueron, eran y seguirían siendo autobiográficos por los
siglos de los siglos, por fantasmagórico que escriban; además que en
este oficio, la verdadera publicación llega cuando se recibe la llamada
telefónica de un cineasta hollywoodense. El
escritor de nuestra historia, pasó leyendo la parte de la vida que su
hijo, usaba en crecer y en educarse. Constituyó su propio registro mental
de escritores nacionales, tanto que sin enterarse de quién rubricaba la
obra, sabía de antemano quién la había escrito o, cuando menos, a quién
pretendía arrimarse el escribiente. Los conoció a todos, a fuerza de
leerlos. Así que, solamente por no convertir este relato en una crestomatía
literaria, no se anota la cantidad de volúmenes que sucumbieron a sus
ojos y que, por otro lado, precisa decirlo, hicieron sucumbir a sus ojos.
Se dirá a manera de epitafio; que el Escritor concluyó sin cierto dejo
de tristeza: “En Centro América, hay más escritores que leyentes”;
considerados estos como lectores concientes. Unos por analfabetas, que de
al tiro no saben “ni la o por lo redondo”; o los iletrados, que
son los divorciados de las letras; o apáticos lectivos, con honrosas
excepciones, obligados a darle un calentón a las letras regionales. No
faltan los eruditos que se forjan, leyendo exclusivamente a los autores de
otro lar. De estos, nada se critica, excepto que son los que, encontrando
variaciones de la misma melodía; repiten, vez
tras vez, la misma historia. Logró
el Escritor, montar su tendezuela de libros usados que nombró “La
Musa”; todos sabemos por qué; en donde fue feliz y rebosante cuando
recibía la visita de su hijo y, entristecía de manera abrumadora cuando
debía vender cualquiera de sus preciados ejemplares. Recibía un
estipendio, porque devino a convertirse en fuente obligada de consulta,
ante la escasez de bibliotecas o de tiempo; su conocimiento era requerido
por periodistas, maestros, estudiantes, candidatos a cargos públicos y de
lectores de temas específicos; además de ejercer la docencia en la
escuela nocturna, dado que los maestros de presupuesto, no querían dictar
clase a los adultos. Siendo
un lector consumado, arribó a convertirse en escritor de verdad. “A
escribir se aprende leyendo”; repetían vetustos escritores; es esta
una de esas líneas que sólo se aprenden después de siglos de ejercicio.
No hay, por triste y
despectivo que parezca, ninguna escuela ni taller que al escritor le enseñe
en poco tiempo; que no sea la vida misma, mejor si de mendrugos y los
libros abiertos de todo lo que existe. Sin ánimo de descalificar a
ninguno de los que escriben, recordó que en una conferencia literaria
Monteforte Toledo, esputó con su aire de “el que escupe primero,
pega”, cuando dijo: “A
los diez y siete años, todos escribimos versos. A los treinta, nos
avergonzamos de los versos que escribimos, y a los sesenta aquellos hilos
conductores del amor, vuelven a cobrar sentido”. A partir de aquí,
el Escritor no volvió a meter el dedo en la heridas de la Patria; cuando
escribía, no hacía nada más que transcribir sus sueños de madrugada;
que eran los mejores de la noche; haciendo insuficientes esfuerzos por
sumarse al olvido colectivo. Está demás decir que, no lo consiguió. La
vida se termina, solamente para volver a empezar.
Leyendo a un filósofo incógnito, indígena y de a pié; le
sobrevino la idea de buscar a los ancestros de la Patria. Buscó a don
Efraín Recinos con su crónica de “Don Pedro de Alvarado”; de
allí pasó, del mismo erudito a la traducción más reciente y popular de
la Biblia de los Mayas: el Popol Wuh.
Obligadamente había que pasar al cerro de enfrente mediante el
puente de hamaca que era el indígena y original Adrián Inés Chávez,
intelectual indígena que hizo la traducción con visión K´iche´ del
Popol Wuj y creador del primer diccionario K´iche´. Leyó, de paso, la
prolija edición, reedición, generalmente extranjera, de libros,
estudios, traducciones, manuscritos de los indígenas precolombinos
guatemaltecos. Su imaginación, se perdió en los sonidos imaginarios de,
entre otros rincones, la selva Lacandona. Vio en su mente, las épicas
batallas milenarias de los dueños de esta tierra. Arribó. Entendió que
acceder a los Códices Mayas era empresa de unos pocos; cuándo quienes
debían formarse en la historia de los antiguos eran los estudiantes
primarios y secundarios. Era obligatorio, pensaba, traerles aún de forma
modesta y novelada, la identidad del pueblo que nos dio la vida. Como casi
siempre, de forma incidental porque andaba buscando en los anales
precolombinos a Tecún Umán, fue que conoció, entre líneas, a Quikab,
el último cacique Quiché; a quien no pudo menos que relacionar con el
demiurgo Kukulkán, el dios “serpiente emplumada” de los Mayas
ancestrales y a su antecesor histórico Quetzalcoatl del náhuatl Tolteca.
Así nació por encantamiento, conociendo algunas palabritas en idiomas
indígenas y buscando otras; un sencillo argumento que narraba la historia
cotidiana de los dioses, de los sacerdotes y chamanes, de los capitanes
del ejército y de los agricultores de una época olvidada por los
herederos universales de la Patria y sus multiétnicos matices. Luego
sobrevino, como manta de algodón del mismo lienzo, la historia colonial
de un cura irlandés de nacimiento que llegó al Virreinato de la Nueva
España en el año del Señor de 1626; para llegar a la Guatemala
colonial, uno o dos años más tarde. Aquí narró los vientos que
soplaban, los jardines y las huertas que sembraban, los entuertos políticos
en que vivían, las primeras generaciones de criollos en esta Audiencia
del Reino de Guatemala, cuyo centro político y comercial era “La Muy
Noble y Muy Leal Ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala”. Una
cosa lleva a otra, y luego de las dos anteriores publicaciones,
permaneciendo el Escritor por decisión propia, siempre anónimo,
sobrevino como necesidad urgida de la exhaustiva investigación a la que
sometió sus temas novelísticos, escribir una novela de la vida
republicana de la Patria de sus añoranzas.
Este intento, sigue en camino a la hora de escribir estas memorias;
corriendo el riesgo de quedarse inédita. Ahora
que, lo agotador de las jornadas históricas de una Patria que no deja de
sufrir, llevaron al Escritor a descansar en algunos otros trabajos
literarios. Los muertos; por razón de su muerte en vida, fueron un tema
recurrente hasta que los sepultó en una publicación.
Maravilla de maravillas, tuvo acogida el ataúd de los relatos de
los muertos a la que puso nombre una noche que el volcán de Fuego escupía
su interna ira, llamándolos simplemente “Relatos que nunca tuvieron
nombre”. “La vida te da sorpresas”, dice la canción; “sorpresas
te da la vida”; insiste. El editor, con su desparpajo verbal
acostumbrado, le dijo; “al fin encontraste el estilo literario que te
encaja”; a lo que el Escritor le contestó: “tal es la diferencia
entre un escritor que crea y no copia la espuria belleza de la muerte; con
la del editor que califica bien solamente aquello que le produce
rentas”. Recordó el
Escritor, después de esta única reunión con el editor, que alguna vez
visitó una muestra pictográfica de uno más del sinnúmero de mártires
de la tierra nuestra; el pintor tz´utujil, Juan Sisay, en la que cuadro
tras cuadro, un grupo de ratas merodeaban alrededor de un jarrón de
bellas flores. Las ratas eran blancas y su expresión corporal denunciaban
una estética distante y trastocada con respecto a las ratas de verdad,
las de la bohardilla o la alcantarilla.
Este contrasentido natural de la belleza lo había impactado de por
vida. ¿Cómo las ratas cuyo imputación generalizada era de asco y
suciedad; habían conseguido por medio del genio creador del célebre
pintor guatemalteco, ser más bellas que las flores del jarrón?
Solamente al artista le es permitido crear mundos paralelos en los
cuales el concepto de la estética, finge seguir siendo natural, mientras
se queda a vivir a tiempo completo en lo sobrenatural.
Ya
en su mesa de trabajo, habiéndose sacudido el ripio de la vida escribió,
esta única vez por encargo de una organización pro-familia, el siguiente
fragmento: “Es una historia tenue de azul y rosa.
La pareja, era el tipo de personas de las que pinta en su escritura
José Saramago, de las que acostumbran creer que son reales; aunque por
desdicha no lo son. Entraron
pues los hijos de Saramago a un café citadino, con paredes y mesas de
vidrios limpios y luces tenues, que sin embargo, como prismas de
laboratorio reciben los rayos diluvianos de la luz y se transforman en niños.
Parecían, mas bien, juguetes cristalizados por el arco iris de las nubes
de verano. En fin, sentaditos en los bancos cristalinos, en gracioso
desorden con sus pies colgando, se veían reflejados en el piso y se reían
con risitas estertóreas. Dentro de todos, sobresalía una un poco mayor,
vestida con ajuar de bailarina de ballet. Los chiquillos empezaron a
aplaudir con sus manos regordetas chapoteando en aguas bautismales con
dulzor de inocencia y candidez. Pero la bailarina con gesto caprichoso los
calló chasqueando sus dedos frágiles. La mirada perdida de los
chiquillos, llevó a la pareja citadina a asustarse; porque aquel sueño
celestial estaba acercándose al final y acercándose peligrosamente a la
vida real; en donde los niños, sin importar su alcurnia lloran todos al
unísono aunque vivan muy distante; esto es cuando descubren que en el
mundo, el único lenguaje verdaderamente universal es el llanto y no la
risa. La pareja, asustada
porque en los vidrios ya entraba el plenilunio; cogió a los niños y los
lanzó a un patio inexistente en donde gatearon enceguecidos por la
oscuridad. Seguían llorando,
sin pronunciar la palabra mágica, sin que la pareja citadina entendiera
por qué. Debían saber la palabra mágica; todos los niños del mundo la
conocen, es su código para entrar al mundo del humano. Pero los
soldaditos de cristal se deshacían por la intensa lluvia oscura de la
noche; buscando apenas un rayito de luz en la escampada. Las pecas y
lunares incipientes de los niños flotaban sobre el agua, como insignias
de soldados caídos en la guerra. Fue entonces, cuando la mujer de la
pareja del encanto, les gritó: “¡Mamá, la palabra mágica es Mamá!
Repitan conmigo: ¡Mamá!;
más casi todos habían perdido el don del habla y habían olvidado el
santo y seña que pronuncian los humanos, para indicar que viven...”
La prosa se nombró: “Historia
de los Nonatos” o “Hijos del Aborto”.
Las mujeres de la fundación, casi todas madres, lloraron cuando
escucharon la historia, pero los publicistas la calificaron de
“demasiado densa” para convertirla en guión televisivo.
Así que, fuera de los ciento cincuenta quetzales que le pagaron,
no supo más que fue de su linda historia. Ahora que, juró por los
duraznos en flor de Totonicapán que en su vida, volvería a escribir por
encargo, aunque se lo pidiera por escrito el Santo Padre. Fue
un día soleado de julio cuando recibió la grata visita de su amigo el
escritor de novelas policíacas. Atrás
quedaron los enfados y el desconocimiento de los tiempos en que tocaron
los linderos del auto exilio. El amigo cincuentón conservaba la frescura
y el desenfado de los primeros tiempos. Charlaron, recordaron las cuitas
de poetas del desparpajo. El amigo como siempre, “tirando la flor con
todo y maceta”, le preguntó: “Encontró
su lugar en la poesía ¿verdad mi hermano?”. “No; le dijo riéndose
el Escritor, la poesía encontró para mi un lugar remoto y enajenado,
tres cuadras más allá de la chingada”. Y continuó: “Opté por leer
poesía, prosa poética y todo lo que encontré al paso”. El amigo ya
enseriado comentó: “Entonces, sí encontró su lugar en la poesía”.
“Quizá sí, le contestó, me quedo con Jorge Guillén y su
Generación del 27 quienes consagraron su quehacer literario en el verso
inolvidable que decía: “Amé,
gocé, sufrí, compuse. Más
no pido. En suma: que me quiten lo vivido”.
“Se parece a la canción ´A mi Manera´ de Frank Sinatra”;
sentenció el amigo y le dio un nuevo giro a la conversación. “Vengo a
pedirle un favor”; exabrupto lo abrazó el amigo; “¡Padre Eterno!, le
dijo el Escritor, que no vaya ser de pisto porque ya sabe usted...”.
“No, o talvez sí, quiero que sea mi padrino de bodas”.
“¡Señor Dios de los Ejércitos!, mejor le presto unos lenes”,
contestó risueño el Escritor. “No, yo le entré al trabajo de la
jardinería en los Estados Unidos y me resultó rentable el negocio”. “¡La transfiguración de las Ánimas! y yo pensando que se
había molestado conmigo”. “Pues bien, respondió el Escritor en su
elemento: “¿Quién es mi amigo? Mi amigo es quien llora conmigo
cuando estoy caído...”. “¡No es para tanto!, solamente me voy a
casar, no estoy pensando suicidarme”; le respondió el amigo un poco
cansado de la burla. Fueron
juntos a ver a la novia. Una extranjera, quizá extra terrestre;
ciertamente núbil y excelsamente bella. Cabello abundante y rubio,
desordenado por naturaleza; la piel color del bronce contrastando con los
ojos más verdes que jamás se hayan concebido. Su nariz, maciza y bien
proporcionada, rebotaba por sobre la boca con los labios más carnosos que
se hayan tallado desde la creación. Hasta ahí llegó, sólo le quedó
aire al Escritor para saber que el cuerpo era noventa, sesenta, noventa;
como el de las europeas de los 60´s que le dieron sentido físico a la
expresión “símbolo sexual”. El
Escritor buscó asiento. Ya
solos le preguntó el Escritor a su amigo: “¿Está seguro Broso, mire
que adquirir tamaño compromiso?”. Ambos se quedaron taciturnos, hasta
que el escritor de las novelas policíacas casi con odio esputó:
“¡Lo que le haya pasado a usted con la Musa, no tiene que ver
conmigo!”. El Escritor,
entonces repuso: “Creí que era mi obligación moral, pero tiene razón,
allá usted y sus ajustes”. Pero
el amigo consternado respondió: “No;
perdone tiene razón, no por lana ni por miedo a no cumplir; sino porque
ese mujerón se va aburrir conmigo; después de todo, ya conoce todos sus
versos”. “¿Cuáles
versos, mi Broso, sí usted lo que chapucea son novelas policíacas?”.
El amigo avergonzado le reconoció: “fueron sus versos los que la
enamoraron”.“¿¡Los míos!?”.
“¡Los suyos!”. “Ve que Broso más tramposo éste”,
respondió íntimamente complacido el Escritor.
“Ahora que, gracias por la fe y me ha hecho el año de escribir
versos, pero si me dice cómo y en dónde la conoció; yo le diré con la
certeza del oráculo, la razón por la que la pieza de marras, se quedó
con usted?”. Empezó
el amigo a contarle: “Viene de Bosnia Herzegovina”. Como quien
encuentra la pieza que faltaba, el Escritor saltó emocionado y estoqueó:
“¡Ahí está, es refugiada de guerra, eso lo explica todo!”. Antes de
que el amigo pudiera hablar, nuestro escritor en abrumador monólogo le
explicó lo de la guerra de los Balcanes; aunque retrocedió históricamente
a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y le desmarañó todo
lo relativo de los zares rusos, hasta Nicolás II; refiriéndole el drama
de Anastasia, hija supuestamente sobreviviente de la masacre a la que fue
sometida esta dinastía Romanov en 1917. “¡Basta!, le gritó enajenado
el amigo; sea como sea; ¡yo me casaré con ella!”.
“¡Por supuesto que se casará con ella!;
no existen mujeres más fieles que aquellas a las que rescata un héroe,
no importa quién sea, ni si escribe versos o no”.
Prepararon
la boda por todo lo alto. Con la niña refugiada de guerra, que no hablaba
ni un ápice de español, no contaron sino con una que otra pregunta por
señas, por supuesto. A ella
le pareció que por dentro la Catedral de la Antigua Guatemala, era muy
parecida a las catedrales de Belgrado capital de la República Federal de
Yugoslavia. El
abogado a cargo de la ceremonia civil era el notario invidente, que se
auto denominaba “El escritor chilero”, quien a causa de su invidencia,
fue el único que pudo tentar a la novia, dizque para asegurar la
presencia física de los contrayentes. El parrandón después de la
ceremonia religiosa, fue de primera. Nunca antes, acontecimiento alguno
había unido a los escritores, poetas,
jardineros, meseros, periodistas locales, locutores, animadores de
televisión, geógrafos y hasta profesores de enseñanza media; quizá por
curiosidad ante la salvaje e inocente belleza de la novia; aunque la mayoría
se choteara porque los que pudieron estar cerca de ella, no pudieron ver
nada, dado el velo exorbitante que la cubría de pies a cabeza. Fueron
días felices para el Escritor. “¡Caramba,
se dijo melancólico, el amor lo cambia todo!”.
Volvió a su soledad, aunque de ahí en adelante iba a cenar todos
los martes a la casa de su amigo el escritor de novelas policíacas.
Eso le hizo bien, tan bien que supo que una vez más, el soliloquio
del amor le había arremangado el corazón e hizo, lo que siempre hacía,
ponerse a escribir. Una
emoción especial le sobrevenía al levantarse cada martes. Una
taquicardia sabrosa lo mantenía de muy buen humor, mientras atendía a
sus clientes de la librería y escribía trozos de poesía casi
incoherentes. Nada le gustaba más que llegaran las siete de la noche; al
punto que se excusaba enviando la lección con un colega a la escuela
nocturna. Puntualmente, ramo
de clavelinas en mano, tocaba a la humilde puerta. Le abría su amigo el
escritor de novelas policíacas; que a su vez, se sentía relevado del
turno de cuidar a su mujer; así que sólo le abría la puerta, lo pasaba
adelante y se iba a dormir un poco. El
Escritor, mientras tanto, platicaba con la niña sobre la historia de su
lejano país. Ella parecía
entender muy bien el lenguaje histórico porque para asentir aplaudía
jubilosa; y cuando no entendía, abría las farolas verdes que tenía por
ojos, e iluminaba el ambiente; hasta tanto terminaba de entender. Un
martes, que el escritor de novelas policíacas no se fue a dormir, como
era la costumbre, la cita no fue tan emocionante como antes. Al finalizar,
se quedaron los hombres y conversaron a solas. “¿Pasa algo mi Broso?”.
Preguntó un poco temeroso. “No,
nada es que dormí en la tarde”, respondió desganado el amigo. “¿Cómo
va el matrimonio?”; lo volvió a intentar. “No sé, usted dígame,
habla con usted más que conmigo”. “¡No hombre!”.
“En serio y estoy cansado; si no harto. Paso las horas velándola,
como si estuviera agonizando; sólo me ve y sonríe”. “Y usted ¿no le
habla?”; le preguntó el Escritor genuinamente preocupado. “Ya casi
no, de todos modos no me contesta, ya le digo, sólo sonríe”. “Bueno,
el idioma es una barrera”, respondió más tranquilo el Escritor. “Barrera, que usted ha sabido sortear muy bien”. Le
respondió casi reclamándole. Ambos
se vieron con aquella mirada que no requería respuestas.
“Una cosa tenga por seguro, yo sería incapaz...”.
Se plantó el escritor y el amigo lo abrazó:
“Usted sería incapaz, yo lo sé; pero sus versos, esos
son unos perversos”. Le contestó
y lo despidió. Pasó una semana infeliz el Escritor. En primera instancia había decidido ya no ir de visita los martes en la noche; pero pensar que no tendría el placer que le había llenado la otra parte de la vida; momento angular que lo había hecho volver a escribir poemas de amor, el que, en definitiva, lo había regresado de romplón al mundo de los vivos. Todas estas ausencias juntas lo encadenaban a aquella nostalgia eterna y difusa que había sido su vida, después de la Musa. Llegó el martes y fue a dar sus clases a la escuela nocturna. Regañó a los alumnos, bosticó la lección de mala gana, dio por terminada la clase a temprana hora y se fue a la cantina a libar. Allí se encontró con su amigo el escritor de novelas policíacas. “¿Qué diablos hace aquí?”, le reclamó. “Le dejé el camino libre”, le respondió borracho el amigo. “No me interesa su camino, no sea procaz”. Libaron juntos, y ebrios como estaban se dijeron la verdad. El escritor de novelas policíacas le dijo que su amor con la refugiada no se había consumado. “No puedo, le dijo, sencillamente no se me da”. Le contó que la niña solamente quería oírlo declamar versos, que entraba en estado de pánico a la hora del amor; y que no se quedaba en sudar frío, que gritaba despavorida cuando él la acariciaba. El escritor, entonces, echó mano de su conocimiento de Historia Universal y le contó que durante la segunda mitad de 1992, la comunidad internacional comenzó a ser consciente y a conocer las numerosas violaciones de los derechos humanos en Bosnia-Herzegovina, en particular, las matanzas masivas de campesinos musulmanes y los abusos sexuales cometidos contra mujeres musulmanas por parte de soldados y paramilitares serbo-bosnios, en nombre de la denominada ‘limpieza étnica’. “Usted encuentra respuesta a todo en sus lecturas sabihondas; hasta del vía crucis de un hombre que se casó cacheteando con una refugiada de guerra”. “Pues, no encontrando mejor respuesta para su parálisis, mi amigo, le dijo, esa niña fue violada”. El amigo lo abrazó, como siempre arrepentido y el Escritor aprovechó para rematarlo: “Por qué cree que conmigo platica sin hablar; es porque conmigo no se siente amenazada ¡Por Dios!; sí ella sintiera que yo la viera con lascivia; usted ya sabe como reaccionaría”. Ya sobrio, el amigo le confió que estar ahí cuidándola a tiempo completo, lo estaba llevando a la pobreza; y que a decir verdad, ya tenía una mujer nacional que lo consolaba y le ayudaba a pagar las cuentas. “¡Por la madre que lo parió, cómo se atreve a faltarle de ese modo!”; espetó el Escritor. Desesperados los dos, llegaron al acuerdo de trasladar a la refugiada a vivir con el Escritor, allá a su choza del bosque, cuando menos serviría para que uno recuperara las horas de trabajo, y el otro, viviera de mentiras su ilusión. A la niña, pareció no importarle el cambio de paisaje, de casa y de colchón. Al contrario, debió parecerle la campiña de las Huertas muy parecida a aquellas en donde había crecido. El Escritor, un poco aturdido por su nueva y sui géneris situación, volvía contento al hogar. Ella aseaba la covacha, fregaba la loza y cocinaba muy contenta. Él la veía con lástima y sobreponiéndose le leía sus versos, le contaba cuentos de hadas y, de vez en cuando, le leía las noticias del periódico. Una noche, ella le quitó el periódico de las manos, haló la cadena del bombillo y se descubrió los senos. Él salió corriendo. Agitado logró llegar a la casa de su amigo el escritor de novelas policíacas y esposo legal y litúrgico de la muchacha. Golpeó el zaguán desesperado; hasta que finalmente le abrió la puerta una mujer, sencilla pero igualmente bonita. No quiso entrar, le preguntó por su amigo a la mujer; quien le dijo que se había vuelto a ir a los Estados Unidos. “Gracias”, respondió; pero atinó a preguntarle: “¿Quién es usted?”. Con la convicción que adjudica la verdad, ella respondió: “Su esposa”. Entonces, el escritor la invitó a salir a la acera tendiéndole la mano y ella accedió. A la luz del poste de la esquina, la supo embarazada y le preguntó: “¿Sabe algo de la refugiada de guerra?”. Ella se quitó el pelo de la cara y respondió: “Sí, y gracias por llevársela de aquí”. Esa noche, fue feliz como hombre el Escritor. No hombre; no hay pobreza ni frustración que aguante la presencia del amor. La Patria ya no lloró en la pluma del Escritor; a no ser por los copiosos inviernos, que por cierto, solamente eran un motivo para quedarse en la casa, jugando a las escondidillas que culminaban con un encuentro amoroso y que era concluyente al sentir fluir de su pluma prosas y poemas; que si cursis, valía poco la apreciación; no eran otra cosa que el amor hecho letra. No dejaba de pensar el Escritor, sin embargo, en la razón por la que él, no había encontrado esa paz con la Musa; la mujer que amó y seguiría amando sobre cualquier otra; aún tuvieran el cuerpo de Brigitte Bardot y Claudia Cardinale, juntas. Pensaba que con la niña refugiada de guerra, no lo unía sino un cúmulo de soledad que no podía expresarse de otra manera que no fuera haciendo el amor hasta el amanecer y escribiendo poesía; mientras que con la Musa, había sido una relación de igual a igual, que no aguantó la tirantez que deviene de hablar el mismo idioma; y la frustración, sobre todo, de no haber alcanzado el éxito mundanal, que a estas alturas de la vida, lo tenía sin cuidado. Por
esta razón, se asustó al punto del infarto, cuando la niña refugiada de
guerra, lo esperó una tarde y lo primero que hizo, antes de calentar su
comida en el fogón, fue mostrarle uno de sus pechos,
manipulándolo como que si estuviera fluyendo leche. “¡Ay no! Un
niño, no por favor, por favor Dios mío. ¡Noooo!”. Él;
a su edad, había dejado escapar el pequeño detalle que convierte en
padres y madres a los hombres y a las mujeres que se aman. Siguió en
rogativas mentales y verbales, asustado y arrepentido de haber aceptado
que la refugiada se trasladara a su casa; todo por el incumplimiento de su
amigo el escritor de novelas policíacas. Pero la niña insistía y como
viera que esta vez, sus gestos no provocaban risa ni encantamiento; sino
miedo y pavor, que era algo que ella conocía muy bien, entonces lo haló
de la mano y ya en el solar le señaló las montañas remendadas de
hortalizas. El Escritor, pensó que la chica quería que vivieran más
lejos de la ciudad y más cerca del cielo, para que el crío naciera bien.
El gesto de negación que hizo fue rotundo y entonces la niña rompió a
llorar. No se quedó a consolarla. Cuando después de vagar por la ciudad e intercambiar una que otra palabra con sus amigos, como queriendo encontrar un confidente; pero estrellándose cada vez con la indiferencia que une a los vecinos, optó por volver a la choza, ya entrada la noche. Intentó dormir en la silla al no poder usar su mesa de trabajo porque estaba llena de ollas con leche cuajada. Ese olor a leche, le trajo el recuerdo de la Musa amamantando al crío. Sintió nausea y terminó de amanecer al pie del aguacatal de su abuelo. Se fue sin desayunar; enfrentándose a vivir el día más largo de su vida. Fue a media tarde a buscar a su amigo el escritor de novelas policíacas; a cambio, sólo obtuvo la información que éste se había radicado en el extranjero. Preguntó por la esposa, y le dijeron que en cuanto nació su niño, se había ido con él. “Lo que liga, liga”, pensó. Llegó temprano a la choza; que por cierto, por primera vez en mucho tiempo, le pareció húmeda y destartalada. El ambiente del patio de su casa, igualmente le pareció desaliñado. No vio que en el patio, los lirios habían florecido de repente y que las ranas caminaban hacia el riachuelo del barranco. Entró y vio a la muchacha resentida, cantando una triste canción en esloveno. “Qué haces”, preguntó con cargo de conciencia; aquel maldito cargo de conciencia que no le había permitido ser feliz con la Musa, y que había convertido en la admiración eterna hacia el compañero de su Musa. Ella por su parte, señaló con desgano un libro impreso a mimeógrafo en donde sobresalían ilustraciones hechas a mano del proceso para hacer queso de leche de cabras. “¿Cabras? No, aquí el queso se hace de leche de vaca”, respondió acompañando su expresión con los gestos del lenguaje por señas que había inventado para comunicarse con la niña. Ella, aún molesta, le dibujó en la parte de atrás de un calendario algo que tenía que ver con la leche de cabras que servía para hacer queso de leche de cabras. “En todo caso, habrá que amamantarlo con leche materna”, dijo preocupado. Ella alzó los hombros desdeñosa. Comieron en silencio y se durmieron. Él, tuvo providencialmente un sueño de madrugada. Soñó que la niña estaba en su país. Arriaba en la montaña una rebaño de cabras. Que la cabra guía hacía sonar su cencerro al punto que lo despertó. Abrió los ojos, la sintió olorosa a leche, vio los cubos de cuajada y las mantas lavadas sujetando los redondeles de queso. La despertó. Al filo de las seis de la mañana ya era el Escritor jardinero, otra vez. Había entendido que lo que la chica quería era tener sus propias cabras, pastorearlas en las montañas de enfrente y fabricar los quesos, que quería tener su propio dinero producto de la venta de los quesos; y sobre todo, que no había crío de por medio. Sin embargo, de ahí en adelante tomó las precauciones necesarias para no preñar a la mujer. Una segunda etapa de belleza sobrevino sobre la humanidad de la muchacha refugiada. Esta nueva forma de ser bella, tenía que ver no solamente con la madurez física, sino con la imposición de convertirse en un ente productivo. Era fascinante ver la laboriosidad de la muchacha. En cuanto a la comunicación entre ellos, desarrollaron un singular sistema de conversación, mediante el cual, él preguntaba en idioma castellano y ella le respondía adecuadamente en esloveno. Llegaron a intercambiar anécdotas de sus vidas, mediante el novedoso sistema. Una parte de él se había ido, o quizá más propiamente, había regresado. Dejó de ser el amante bullicioso y alocado de las tardes lluviosas. Volvió, por otra parte, a guardarse para sí mismo algunos dogmas del amor romántico y que sólo se expresan mediante la poesía, aunque no siempre escrita. Era hermosa, más que nunca, no había parte de su cuerpo que denunciara algún defecto; él lo sabía muy bien, por otro lado, tenía una ocupación permanente en el cuidado de las cabras y esto la hacía lucir más pulcra, más femenina; menos salvaje. La veía y sinceramente, ya no le divertían tanto sus encantos femeninos, pero la admiraba más que siempre. Para vivir el día, era absolutamente necesario tenerla cerca. Pero el amor de pareja deja de ser encantador, tarde o temprano. A la hora en que él abría los ojos, ella ya estaba ordeñando sus cabras. Cuando era la hora del desayuno, ella reiteradamente tostaba una hogaza de pan y la rellenaba con queso de cabra, luego en volandas, le servía un pocillo de leche de cabra hervida. Si quería escribir, no podía; los cubos de leche, las mantas de cubrir la cuajada y, sobre todo, los cuarterones de quesos ocupaban el lugar que antes ocupaban los folios sobre su mesa de trabajo. “Bueno, esto ya es un verdadero matrimonio”, se dijo a sí mismo. Y así era, con la pareja compartía los quehaceres de la casa, ponía un poco de orden y posteriormente la ayudaba a cargar en canastos el queso hasta el abasto. Era él quien se comunicaba con el tendero, él hacía las cuentas, él compraba los insumos y, finalmente, él entregaba el dinero íntegro a la chica. La historia se completó, cuando hubo que hacerle espacio a los nuevos cabritos que bebían leche en biberón, porque no se podía desperdiciar la leche de sus madres; todo esto, ocurría en el lugar en que una vez estuvo su cama y su mesa de trabajo. El día que le dio un gripe de escándalo, la muchacha lo sacó del cuarto para que no contagiara a los cabritos de la última camada. El tiempo ocupado y sin tristeza pasa rápido. Así, una vez que lo visitó su hijo en la tendezuela de libros usados, de hombre a hombre; le recomendó que arreglara lo del matrimonio de la muchacha con su amigo el escritor de novelas policíacas. No quería hacer nada al respecto, pero supo que era imprescindible resolver el entuerto, antes de verse en problemas judiciales. Fue un día lunes a la capital a buscar al abogado invidente, que además era “el escritor chilero”. Luego de referirle algunos detalles soslayados de la boda, el abogado invidente se dobló con su carcajada acostumbrada, acomodándose los lentes cuadrados y oscuros, le dijo: “Cómo podía yo casar a la húngara, o lo que sea que fuera, si no tenía papeles”. El escritor, descentrado no acababa de entender, en parte porque el ciego no dejaba de reír a carcajadas y porque además, era imposible pensar que la boda hubiese sido un montaje. “¿Y la boda religiosa?”_preguntó atragantándose_; el invidente, sin dejar de reír le dijo: “Ahí si le quedo mal compa, yo no sé cómo lo arreglaron”. No quiso confiarle su dilema, aunque el abogado le recomendó antes de salir, “Para mi, que la única manera es que la tome en adopción”. El escritor lo vio con una mirada repugnante, que el invidente recibió porque le repostó riéndose: “No me veas así Pepeluis que yo también me he asustado”. Se fue. Adoptar a su mujer como su hija era impensable, eso era un sucia estratagema. En fin, se fue acomodando a la idea de que se quedara así. Él, se volcó en su librería La Musa, en sus clases a los nocturnos, y de vez en cuando, a escribir un soneto sin sentido literario. La muchacha, mientras tanto, trabajaba de sol a sol en sus rebaños, luego, ambos consiguieron a un hombre deforme que le ayudara en asuntos de fuerza y carga; él trasladó las entregas y los cobros para horas tempranas antes de abrir la tienda. De la leche de cabra y sus derivados, pasaron a las abejas. El terreno de atrás pronto se cundió de apiarios y en su otrora mesa de trabajo tuvo lugar el llenado de miel; al punto que terminó de entender aquella expresión coloquial que reza: “Hogar dulce Hogar”. Pero lo de la miel de abejas, resultó un negocio no rentable, además de peligroso. Él por su parte, no queriendo herir a la muchacha, exageró hasta conseguir una actuación circense la vez que una abeja le picó el párpado. La muchacha a regañadientes entendió que los apiarios y el dulce proceso exigía la participación de demasiada gente, provocando igualmente, un tráfico bullicioso en el hogar que antes era silente y apacible, esto sacó de quicio al Escritor. Vendieron las colmenas con todo y botellas a medio llenar. Pero la muchacha refugiada siguió adelante, volviendo rentable todo aquel conocimiento que traía de su casa paterna. Así, mandó construir hornos de adobe e inició la fabricación artesanal de pan integral de especias y pan de miel, banano, nueces, higos, pasas y hasta croissant de queso de leche de cabra. De aquí pasó a las conservas y a las frutas cristalizadas, que volvieron a crear en la casa el olor a melaza dulce e inclemente. A estas alturas el Escritor ya no dijo nada. No era que le doliera haber perdido su cama, su mesa de trabajo; en fin, su espacio. Honestamente, tampoco era para tanto el ir y venir de la gente. Era, más bien, que estaba perdiendo a la muchacha refugiada, como alguna vez, perdió a su Musa amada. La muchacha, encontró su lugar en este mundo por sí sola y a él ya no le concedía el valor de su mirada, cuando menos, por el tiempo suficiente para saber en qué estaba pensando, menos aún, para saber qué estaba sintiendo. Cuando finalmente terminaba el día laboral, ella, la pobre caía como costal de harina; tan rendida y agotada que para cuando el Escritor quería acariciarla, ella apenas proyectaba sus labios cerrados en un simulacro de beso y se dormía a pierna suelta; y es que no podía ser de otra manera, ya que se levantaba al amanecer antes de que cantaran los gallos. Cuando los hornos ya estaban listos para la horneada de pan dulce; las cabras ya estaban ordeñadas y los quesos estaban listos para ser desencofrados. A las seis de la mañana, a más tardar, la fila de revendedores espontáneos era larga. Ya para las ocho de la mañana, las cazuelejas mantecadas estaban vacías, esperando ser limpiadas para la horneada de las nueve. Los canastos reiniciaban su proceso de llenado y a las once menos cuarto, la fila de revendedores del segundo turno de la mañana ya llegaba hasta la entrada. El
Escritor, se refugió en su tendezuela de libros usados, iba por las
noches a dar clases y después de la escuela pasaba un rato a la cantina.
No bebía, como ya quedó anotado, pero aún así, al cabo se volvió
asiduo del mesón. Notó el Escritor, sin embargo, que nadie en la ciudad
aparentaba darse cuenta de la existencia de la niña refugiada, ni del
negocio floreciente de su casa, ni de los rebaños de cabras. Tanto, que
alguna vez preguntó si alguien había visto a su amigo el escritor de
novelas policíacas, que hacía tres años se casó con una niña
refugiada. “A ese degenerado le fue bien”, respondieron los
tertulianos. Le contaron que después del casamiento, se
había ido para los Estados Unidos y que cuando hizo plata se llevó, no sólo
a la niña refugiada sino además, a una buena mujer que le había dado un
hijo. “Parece que la húngara no preñaba”, le aclararon.
“¡Todo lo que hace un buen negocio en los Estados Unidos!”;
concluyeron. “Caramba, les dijo el Escritor, aquí uno sólo les bosqueja el argumento y ustedes lo convierten en leyenda”.
Los tertulianos rieron alocada e inconscientemente. Viendo
de reojo el periódico del día, leyó una noticia en la que hablaban de
un caso de corrupción en el Sistema Nacional de Justicia. La Patria le
volvió a doler. Entonces, reflexionó que él, nunca había tratado de
escribir ninguna novela policíaca. Midió fuerzas con sus capacidades de
argumentos intrigantes y escribió, como escriben los reporteros de la
prensa escrita, un novelete que nombró cuando ya la hubo concluido,
“La Esposa del Juez” y que sin querer, fue la obrilla
que se discutieron los editores del País. El
dolor por la Patria desapareció temporalmente, lo sarcástico es que los
guatemaltecos hemos sabido siempre que la Justicia, es una mujer con los
ojos tapados, o lo que es lo mismo: “Justicia: estatua ornamental a
quien el hombre le cubrió los ojos, para evitar que advirtiera los hechos
atroces que encubre”. Lo rescatable de la experiencia fue,
efectivamente, que el Escritor se demostró a sí mismo que podía
escribir diferentes tipos de literatura. Lo inexplicable, es la desazón
que al Escritor le dejó, el hecho de que de todo lo que escribió en su
vida, los editores eligieran esta “novela policíaca” para publicarla,
distribuirla y promocionarla. Todos sus poemas, sus novelas históricas,
su prosa poética, quedó inédita. La respuesta, a esta interrogante
eterna de los escritores, es una sola: “se publica lo que le gusta al
público”. Amén. De
vuelta a la vida real, el ambiente de la casa del Escritor empezó a
sentirse menos denso y ajetreado. Poco a poco, notó el Escritor, que la
producción de alimentos era menor y que, consecuentemente, la fila de
revendedores espontáneos era más corta. A la niña refugiada, la vio más
mujer y menos niña. Al reducirse el ajetreo, la notó más preocupada en
los asuntos de la casa y no tanto del negocio. No quiso preguntarle nada,
pero por Dios, la vio venir. La
casa recuperó pues, la calma del principio de los tiempos.
Ella, acostumbrada como estaba a producir, inició algunas reformas
importantes en los patios de la casa, en donde dedicó su tiempo a la
siembra de un huerto florido. En la parte en la que habían estado las
colmenas sembró, entremezclados, durazneros y ciruelos. Mandó a
construir una pérgola de la que colgaban helechos y agapantos. Con el
siguiente invierno, el
atardecer en la estancia se inundaba de “huele de noche” y con
la brisa mañanera, los jazmines soltaban lloviznas perfumadas. Un día de
su tercera primavera, lo invitó a dar un recorrido matutino y le mostró
un precioso quiosco de madera dura. Adentro había una mesa de trabajo,
una silla antigua, y una máquina de escribir Urderwood. “Está
lindo, gracias, pero tengo la triste sensación de que te estás
despidiendo”, le dijo. Ella, simuló un sonrisa apretando los labios,
pero sus grandes ojos verdes dijeron la verdad.
Se iría con la promesa de volver. Iría a su tierra natal, vería
a sus padres por última vez y regresaría.
“No vas a volver”, le dijo. “La guerra ya terminó en
Bosnia, quizá para volver a empezar dentro de pronto, pero de
momento ya acabó”, y dictó su sentencia capital:
“Si yo fuera tú, no volvería”, la besó y esa fue la última
vez que la vio. Volverán
las oscuras golondrinas, lloraba Gustavo Adolfo Bécquer y si,
efectivamente, volvieron. Quizá fue porque en la soledad, el Escritor tenía
tiempo de ver los jardines floridos y de escuchar el trino de los pájaros.
Veí también, sobre
los cordeles de tender la ropa, las redoblantes golondrinas que emigraban
de la costa Pacífica, buscando mejor clima y que se quedaban a pernoctar
en ordenadas filas sobre los cables de luz. La bruma del atardecer, le dio
los elementos autobiográficos para escribir “La
Pajarera”, que de forma condensada narraba la historia de los pájaros,
los que por ahora, devenían a ser su única y orgánica compañía.
Ciertamente la obrilla era de difícil lectura, aunque no de comprensión
y que, por otro lado, lo sacó de su estilo hartamente autobiográfico,
según el dictamen de los críticos literarios de la época.
“Para ese entonces escribía apresuradamente sus memorias. Trataba de encontrar su propia voz en el canto de los pájaros que cantarriqueaban a mediana altura, y es que, del otro lado del patio había un bosque de eucaliptos. Allá en el bosque de eucaliptos una pájaro madre abnegada y sola, lloraba la ausencia de su hija. Una pajarita redonda y alborotada que se fue en busca de un pichón que se cambió de bosque. ¡Que ingratitud la de los hijos!; la misma mamá pájaro fue ingrata con sus padres, tanto que alguna vez, cargó calladamente con la acusación de estarse muriendo por la mera gana de llamar la atención. Al tiempo, la pajarita volvió desarticulada porque el pichón en cuya busca fue, ya tenía un nido propio y tenía esposa y también tenía un pajarito juguetón a quién de afecto le decían “el purris”. Ahora que, una madre siempre es una madre y legó a su hijita el mejor lugar del eucalipto y le dispensó haber llegado mucho después de la pajarera, aún ellas no pertenecían a la especie de las golondrinas que sí suelen andar volando ya entrada la noche. La mamá pájaro, mientras tanto, no durmió porque íntimamente reconoció que cuando ella se cambió de eucalipto, la verdad es que pasó la noche en un nido ajeno y que trajo consigo al fruto de su pasión. Con qué autoridad, entonces, podría reclamar a su hija. Con lo que no contó es que la pajarita amaneció con la desordenada cabecita para abajo, ya que por lo que se supone, murió de un fuerte dolor de pecho. Por otra parte, en ese mismo instante, una parvada loca de azacuanes cursaba el horizonte. No vienen para el bosque de eucaliptos, pero gritan como si vinieran, pensó la mamá pájaro. Será acaso que el invierno hace ya su entrada y que ella soporte aún ver caer la nueva lluvia. Pensando en las aves, escuchó el triste cántico de una torcaza. ¡Ah! Qué forma más sutil de anunciar la noche. Que forma más irónica de mezclar el sonido final con el de la pajarera bulliciosa e incoherente. Ese era un mensaje de muerte, talvez simbólico, pero de muerte. Con el ligero
peso de una pluma, la mamá pájaro, voló a ras de tierra hasta llegar
sin mayor dificultad hasta el bosque del otro lado del patio, ya aquí, se
enredó en la corriente de viento que llevaba hojas secas y logró
trabarse a mediana altura de un eucalipto joven.
Desde ahí presenció el sepelio de la pajarita redonda y
alborotada que había preferido la muerte a la indignidad que provoca el
despecho. La acongojada madre picoteaba en un inútil esfuerzo por revivir
a la pajarita muerta... Caro
cargo de conciencia debió sentir la madre pájaro, y es que como ella muy
bien sabía, las hijas hacen lo que la madre les enseñó, y éstas a su
vez, enseñan lo que aprendieron de su mamá y así se va la cadena de
condenación hasta la quinta generación. Vio también al truhán alicaído
y cobardemente lloroso..., a este objeto de la tragedia lo vio atrás de
un árbol, tratando de justificarse ante la sociedad de pájaros. Ahí
estaba, para guardar su conciencia, cantando un canto triste pero no
sincero. Fue cayendo en la cuenta que la vida no era otra cosa más que símbolos
de cosas valiosas y de cosas baladíes. Oyó a un nuevo pájaro que parecía
más la voz propia y vio a los eucaliptos de gran altura moverse
serenamente. La serenidad de los eucaliptos, y sobre todo, ese frondoso
verde era uno de sus símbolos favoritos. Mientras todo esto ocurría, el
dolor en su pecho tenía más o menos tres días de no ceder, igual tiempo
que él tenía de no salir de su casa con la necedad de oír a los pájaros
y de buscar paz en la conducta de los inmensos eucaliptos.
Y también eran tres días de mentirse a si mismo, tratando de
justificar sus tres tardes de dolor. No fue fácil pues, ponerse a pensar
en escribir una autobiografía, quizá ya no daría tiempo.
La primera vez que lo pensó tenía apenas doce años, aunque para
aquél entonces, pensaba disfrazarla de novela corta. Mintiendo, la
presentaba como una fábula remota de otro autor, para sonreír y
reconocer, casi diciendo la verdad, que probablemente esa era su propia
versión adaptada de la historia de otro, que alguien le había contado
una vez... No era poético narrar una historia cruel que se sintetizaba en
el dolor del pecho. Viéndolo
así, era tan pequeña la historia que no serviría ni para abarcar una
cuartilla. Pero esa era,
contundentemente la verdad. Esa infeliz verdad que era otro de los símbolos
heredados de su padre, a quien por cierto, no quería sacar a colación.
No quería y no podía hacerlo, porque una vez le prometió a su papá no
compartir con nadie las hazañas mezcladas, generalmente, con vilezas
humanas, que como la de cualquier otro mortal, era la historia de su
padre. Sin embargo, cuidándose de no ponerlo en letra de imprenta, sí
había contado las cosas de su padre a una sola persona, a la única en
quien confió, con quien aprendió a reír y ante quien no le importaba
mucho, cuando menos,
reconocer que era un simple, llano y errado ser humano. Aunque al final,
aquél fue el Judas de su vida. El canto tierno de un pajarito, lo sacó
del asunto de su padre, de Judas y de su dolor de pecho. Ese pequeño
sonido, se le antojaba más bien los balbuceos de su pequeño hijo. Un
muchachito que le devolvió las ganas de volver a empezar, aunque también,
inocentemente, marcó su tiempo y arreció su dolor de pecho. Pero la
causa había justificado la consecuencia, por esta última vez.
Ya iba siendo hora de la pajarera. La hora en la que el sol empieza
a despedirse y la rutinaria algarabía del conteo pajarero dura hasta
entrado el atardecer, para renacer, con los primeros rayos del Sol.
Por cierto, el Sol era su símbolo vital.
La luz, el calor y la energía eran su sinónimo íntimo que duró
un poco más de cuarenta años, que fue cuando empezó a perder la memoria
inmediata y le ocurrió, como quien dice, algo parecido a un parpadeo
gigantesco del Sol dentro de su pecho. Veía la escena funeraria y recordó
a una paloma que no emitió sonido el Jueves Santo, acurrucada en el anda
de Jesús de Candelaria. Camino al infinito, libre como una gaviota,
volando sin tener alas, vio a la paloma del anda, movida solamente por el
triste ritmo de la imagen de uno que murió con un fuerte dolor de pecho.
Aquel día Santo, ni las aves llamadas cuervos se presentaron al lugar de
la tragedia. Igual en su caso, ni siquiera Judas estuvo ahí para
perdonarlo. Al día
siguiente, expiró el Único. El
de siempre. El de nunca jamás”. A
todo escritor le llega su época
de sentirse como debió sentirse el
Quijote, necio y enamorado de un prístino personaje, que en el caso que
nos ocupa, ciertamente existió. Fue
en ese momento que nuestro escritor tuvo la certeza de lo que le había
pasado en la vida. La mujer más
bella del mundo había sido su mujer.
La más industriosa de todas las criaturas lo había llevado de la
mano a no tener escasez, ni dolor de hambre que muerde la boca del estómago.
Una que le había dado razón, en cierto sentido, a la vida.
Se supo incapaz de digerirlo tal cual se planteaba y escribió
“La Pajarera”, que antecede. Así
creyó que esta prosa sería la síntesis del amor perfecto que había
vivido con la niña refugiada, pero que no fue tal, aunque le permitió a
un espíritu travieso e impetuoso que le llevara la mano sin que él diera
cuenta de lo que estaba pasando. Amor; concluyó, con hambre y todo, sin publicaciones, con crío
en desasosiego, el de la Musa. Con la refugiada de guerra, sexo, empatía, incomunicación
productiva y temporalidad extrema; como quiera que haya sido, fue bueno
que me haya pasado a mi y no a otro truhán, rubricó. Para
concluir, esta remembranza del amor increíble; exteriorizó lo que supuso
sería el sentimiento de la niña refugiada en cuanto su frustrado
matrimonio con el escritor de novelas policíacas. Prefería pensarla como
una mujer terrenal, más que como al ángel de las curiosidades que
devino a ser, con todo lo bella que fuera. Terrena, apasionada y extraña,
el Escritor, insistía en enmarcarla como a una hembra que cedió a la
pasión inspiradora de sus versos. Aunque
a decir verdad, nunca le vio sentimiento de consternación o
arrepentimiento alguno hacia aquel que legalmente había sido su esposo y,
que como tal, le había confiado la vida. En fin, la vida es lo que uno
piensa que es, no lo que uno espera que sea. Escribió entonces, Infiel: Quiero
contar una historia/ que nunca saqué a la luz/ y que ahora en mi memoria/
se yergue como una cruz. Una
cruz.../ que no es madera/ sino más bien es un recuerdo/ que anda por mis
veredas/ queriendo convertirse en verso.
En el quiosco de la esperanza/ que alguien abandonó un día/
buscando amor y templaza/ de las épocas ya idas...
Conocí el amor infiel/ que necio y encantador/ sabía como la
miel/ pero dolía como el dolor. Por
ser este mi estreno/ no tuve reserva alguna/ sabiendo que era ajeno/ yo sí
me sabía suyo. Y , ella...,
sonreía siempre/ como fantasma en la noche/ sudando en una absurda
fiebre/ deseo incógnito y pobre/ Más
yo.., sabía todo esto/ más necio y enamorado/ navegué con viento recio
como barco en marejada. Mi
corazón amañado/ se negaba a apartarse/ del pecho suyo aferrado/ buscaba
como quedarse. Una noche de septiembre/ cuando casi no era más/ aparté
de ella mi vientre, en un intento mortal.
En la distancia..., la miro/ nostálgico le sonrío/ viendo como su
amor mendigo/ muere solo, en el hastío.
Cuando
leyó Infiel, después de corregirlo, espetó: “¡Por la vía de la gran
madre, aunque no quiera, sigo hablando de mi!”. Era invierno, lo que
significaba que era tiempo de escribir.
Así que recurrió a sus recuerdos y los mezcló concientemente con
alguien que no era él, sino una chiquita citadina. Bien sabía el
Escritor que la obra artística no tiene sexo definido, como tampoco nivel
cultural o social. La obra literaria es lo que sus personajes quieren
que sea. En eso consiste la
escencia del literato y que lo diferencia del trovador. El primero, narra
la vida soluble de otros que no existen, ni viven en donde aseguran vivir;
mientras que el trovador, le canta a la vida
sin inventar nada. Entonces,
quiso ser trovador y escribió “Ciego e Inexistente” que decía más o
menos así: “Los
goterones casuales de finales de noviembre llegaron y los transeúntes nos
cobijamos bajo las cornisas de los almacenes de la Novena calle. Entonces,
me vi rodeada de olores de color negro. Con mis noventa centímetros de
altura estaba rodeada de pantalones de casimir y medias de seda con una
vena obscura por la parte de atrás.
Lo único familiar era la mano grande de mi padre que me agarraba
con fuerza, como si yo intentaría alejarme para jugar bajo la lluvia.
Hubiese querido, eso sí, que alguien abriera las piernas para poder ver
la lluvia cayendo sobre el pavimento, pero cuando llueve la gente junta
las piernas, más que otras veces. De
repente, a mi izquierda sentí un olor de otro color. Esto de los olores y
los colores era una manía mía de identificarlos de la misma manera a
ambos. Sabía como olían los árboles, y por lo tanto, sabía como olía
el color verde. Sabía que el barro era marrón, entonces lo que era marrón
debía ser barro. De esa manera clasifiqué el mundo en el que vivía. Los
libros, por ejemplo, olían de manera diferente que las revistas, ambos
eran de papel pero eran de diferente color. Dentro del intrincado
mecanismo de clasificar estos fenómenos de forma particular, el olor que
sentí a mi izquierda no lo había sentido nunca, o quizá sí, en el
campo; los
leñadores y los agricultores olían así, pero no concebía a uno de
estos allí guareciéndose de la lluvia bajo la cornisa. Intenté volver
la cabeza a la izquierda pero un jalón en mi mano derecha me llamó al
orden, en todo caso, el olor más próximo a mi lado izquierdo era negro.
Era un abrigo de aquellos que usaban los señores durante la época
lluviosa del año. El
olor a campesino se metió dentro de mi y aunque la gente empezó a
desplazarse yo seguí allí sembrada intentando pesar el olor, para
identificarlo. Mi padre, había entablado conversación con un señor y yo
necia decidí no volver a ver, hasta no estar segura de qué o quién era
el olor a mi izquierda. El campesino, huele a hierva junto con tierra y
Sol. Este olor sólo olía a
trabajo. Ya desocupado el ambiente, el olor se quedó solo a la altura de
mi nariz; es decir, a unos ochenta centímetros del piso que olía a
mojado. Lo separé tanto como pude, y descarté que fuera de un
agricultor. Imposible porque el olor, era en definitiva, de sudor
capitalino; fue entonces que se mezcló, a la misma altura pero con mucha
más fuerza, con un olor a boca y dientes sucios.
Me
percaté que mi padre ya se iba; no porque le oyera despedirse, sino
porque le sentí olor a monedas en su mano libre; entonces tuve que
decidir, si finalmente, volvía a ver o no al extraño olor de la
izquierda. No quise hacerlo, ni aún cuando mi padre pasándome por encima
su brazo derecho depositó las monedas en un pocillo.
Frustrada, no hablé durante el camino, tampoco oí cuando mi papá
me refirió quién era el señor con quien hablaba.
Este
rumbo bajo la Novena calle no era frecuente para mi padre y, por lo tanto,
no lo era para mi; hasta que varias semanas más tarde volvimos al almacén
en donde nos habíamos refugiado cuando la lluvia. Papá entro al almacén
y yo hice como si veía los juguetes de la vitrina, buscando en mis
registros el olor que me confundió. No lo encontré. Olí a pino, a polvo
bajo el pino, a pino cortado de tres semanas antes, olí a pared recién
pintada con pintura látex de color hueso; olí, por supuesto, a cobre o a
latón, olí negro como siempre; pero el olor confuso no llegó. Nos
fuimos. Mi padre que buscaba un repuesto para su máquina de coser, debió
bajar la Novena calle buscando en otro almacén. Llegamos hasta la novena
avenida, luego doblamos rumbo al norte y papá se detuvo en tres o cuatro
almacenes más. El olor de
los almacenes de la Novena avenida era el olor de diciembre. Nada nuevo ni
excitante. En su fuero interno, el Escritor, sabía que ni a mentadas le salía lo de trovador. “Ya está de Dios”, se consoló a sí mismo. Los editores, por su parte, lo sentenciaron a que volviera a escribir una novela de intriga y pasiones, como fuera en su momento, “La Esposa del Juez”. Hizo un buen intento con una novela que se llamó: “Una Mujer con los ojos tapados, un caso de injusticia en Guatemala”. Pero, para esos tiempos, ya los esbirros, ahora vestidos como el “Quinto Idiota”, lo tomaron a título personal y la historia simplemente se perdió. Hacía tiempo que se había acabado la alacena que la niña refugiada había dejado en plateros y barriles. Hacía tiempo, entonces, que el Escritor iba a almorzar a la cantina, pero ese día, harto de comer tiras de panza en chirmol de miltomate, se dio el lujo de ir a comer a un modesto restaurante italiano del lugar. Allí, comiendo un espagueti con albóndigas acompañado de una ensalada de lechuga y aguacate; lo sorprendió el escritor de novelas policíacas. El Escritor, se levantó y se preparó mentalmente para liarse a golpes con su amigo. El amigo, hablando como pocho le dijo: “¡Qué carajos te pasa eh!”, al tiempo que lo abrazaba efusivamente. Nuestro escritor, un poco aturdido, bajó la guardia y le respondió el abrazo palmeándole la espalda. Hablaron toda la tarde; más en toda la tarde, ninguno de los dos tocó el tema de la niña refugiada. Hablaron en cambio de inmigración y de ir en busca del sueño americano. Hablaron de que ahora era mejor ir a trabajar a España o a Francia y no a los Estados Unidos. Ahora que, cada vez que se acercaban al tema de la extranjería, de vivir en otro país como inmigrante o de la vida misma; concientemente, ambos hombres se aturdían y rozando el espinoso evento que los unía, pasaban a otro tema. Recordaron sus tiempos de jardineros poetas. El escritor de novelas policíacas le contó que, efectivamente, él se había dedicado a la jardinería en Pasadena California, lugar en el que participaba en el Desfile de las Rosas, el primer día del año y que había publicado algunos trabajos sobre el tema, además de un tratado sobre elaboración de bonsái de sombra. “Es decir, que estoy hablando con un jardinero poeta consagrado”, bromeó ácidamente el Escritor. “Pues, de eso a seguir siendo inédito...” le respondió el amigo, sin malicia pero igualmente hirente. Volvieron a hablar de flores, fue en este momento que nuestro escritor, inconscientemente, le contó que él tenía un jardín florido con un pequeño quiosco en el centro. Ambos aterrizaron. El escritor de novelas policíacas quiso terminar la conversación, pero el Escritor lo detuvo y le dijo; “Como amigo y como hombre, quiero agradecerle el favor”. El amigo, entonces, preguntó: “¿Fueron felices?”; obteniendo por respuesta: “No, solamente resolvimos mutuamente”. El Escritor sonrió como sonríen los gatos viejos, se limpió la boca con la servilleta y preguntó: “Y Usted, ¿ha sido feliz?”. A esto el amigo respondió: “No. Yo ni siquiera he podido resolver”. Se despidieron con la mirada húmeda. A nuestro escritor la condición no le era para nada ajena, así que se repuso y sonriendo ya de salida se volvió, diciendo: “Saludos a su linda esposa”; mientras el otro soltó la carcajada y respondió: “¡Váyase al diablo!, yo de Usted, ni loco le hablo a mi mujer”. Para enderezar la mesa de la vida, no hay como afrontar la realidad. Nuestro escritor caminó calmo y sereno para su clase nocturna. Estuvo más sonriente que de costumbre. Bromeó con sus alumnos y, en lugar de impartir clases, les contó que en un lugar muy lejano, en un jardín plantado por una princesa de los Balcanes, llevada por los vientos del amor, ha mucho tiempo, había existido un escritor enamorado... La prueba de que la princesa era real y no producto de su imaginación, eran las mañanas remecidas por la bulliciosa pajarera de los eucaliptos que estaban del otro lado del patio; y por la noche, era el olor a “huele de noche” que inundaba su choza en el bosque. Que además, servía de motivación para escapar del tedio mediante la literatura. Entonces, notó el Escritor que ya no necesitaba el estímulo previo de un argumento para sentarse a escribir, siendo esta la mejor parte de la práctica literaria. Este notorio avance lo llevó de la mano a escribir un cuentito que había fraguado en la infancia el día que murió su hermanita parapléjica. El relato contaba la historia de “La Niña”: “Cuando
Olina saltó de su cama, porque Olina usaba cama y no cuna; y algo más,
usaba la misma cama que su mamá y su hermana.
Cuando lo hizo, también hizo un descubrimiento: en aquel cuarto de
paredes blancas y piso de tierra, de mediano tamaño y poca luz, encontró
que en una cama cercana a la suya había una niña. Se acercó, a veces
gateando y a veces dando pasitos inseguros apoyándose en los viejos
muebles. Cuando estuvo cerca
de ella, vio primeramente su cara pálida, su rostro inexpresivo, sus ojos
morenos que estaban clavados en las telarañas de las vigas de aquel que,
ahora resultaba ser, el cuarto de todos...Nadie le explicó a Olina, qué
era lo que realmente pasaba, y desde entonces, empezó a entender por ella
misma, sin que nadie le dijera nada... Olina era más pequeña que aquella
Niña, pero por alguna razón el calificativo le correspondía a la niña
de la otra cama. La Niña
apenas se movía, no hablaba, no hacía ni decía nada. Cómo pues, hacía
que todos hicieran de todo, sin que nadie dijera nada... Olina quiso
invitar a la Niña a reír, haciendo muecas y diciendo palabras en
lenguaje de chiquillos, como alguna vez había visto hacer a alguien. La
Niñas ni se movió. Muy rara vez, la Niña hacía un torpe y arrítmico
parpadeo; Olina se alegraba y no desprendía su atención de los ojos
morenos de la Niña. Entusiasmada, interrogante, Olina hacía planes; pero
entonces, la Niña volvía a clavar sus negros ojos en las telarañas de
las vigas... Como quiera que fuera, Olina decidió que se quedaría en
aquel cuarto de paredes blancas, piso de tierra, de mediano tamaño y poca
luz. Esperaba confiadamente que algo pasara; aunque aún no podía
entenderlo bien... Ella,
Olina dedicaba su mejor esfuerzo para hacer que el día de la Niña fuera
divertido. Le hablaba y Olina
misma se respondía. Alguna vez le contó una historia terrible, pero no
pudo conseguir que la Niña se asustara. La otra vez, hizo sonar la
campanilla de un reloj despertador que se encontró en un cajón.
Colocó el reloj sobre la almohada y presionó el botón de alarma.
La Niña hizo un gesto que a Olina le parecía una sonrisa. Olina pensaba
que las cosas iban mejorando y, repetía el experimento del reloj... La
chicharra del reloj solamente conseguía que la Niña convulsionara el
rostro, aunque gesticulaba una sonrisa agria y pesada que no parecía
divertida. Olina dejó de hacerlo. Olina se atrevía, de vez en cuando, a
salir del cuarto de paredes blancas a un corredor tan grande, que allí
mismo había comedor, cocina y dormitorio para visitas. En efecto, una
mesa verde, un hogar hecho de adobe al lado de la mesa verde y una hamaca
de pitas de colores; eran en conjunto, los muebles de aquel corredor.
Cuando la tristeza cundía su espíritu pensando en que la Niña no jugaría
con ella, quizá hasta nunca llegaría a quererla; Olina solía echarse en
la hamaca tratando de encontrar la forma de hacerla reaccionar de aquel
sueño despierto, del letargo en el que vivía desde el día en que Olina
la descubrió. A la puesta
del Sol, a lo lejos,Olina oía un noticiero de radio.
Después, volvía al cuarto de paredes blancas y piso de tierra,
mediano tamaño y poca luz... Una mañana de junio, Olina salió al patio;
ya podía hacerlo bien. Estaba cortando unas flores de Santa Catarina que
daba un árbol, árbol que había nacido en el patio de manera accidental.
Las flores del árbol eran blancas, aunque a Olina el color de las
flores la tenía sin cuidado. En un momento, sólo por un momento, se dejó
escuchar algo. La Niña tosió, gimió y hasta gritó. Flores en mano e
ideas alocadas en la cabeza, salió corriendo al cuarto que era de todos.
Olina creyó que encontraría a la Niña sentada en la cama,
aquella cama cercana a la suya. Sonriendo, Olina pensó que la Niña había
despertado de su sueño despierto. Pensó que jugarían, que reirían y,
talvez, la Niña llegaría a quererla. Ella, Olina, le explicaría todo.
Le enseñaría el cuarto que era de todos; el corredor, el patio, el árbol
de Santa Catarina. Cuando cruzó el corredor que era comedor, cocina y
cuarto de visitas, a punto de atravesar la puerta que daba al cuarto de
todos, una mano la detuvo. Fuerte, casi violentamente. La mano era de la
mamá de la Niña, que casualmente, era también su mamá...Le vio la
cara. Por primera vez la vio toda. Le vio especialmente a los ojos.
Los ojos de la mamá de la Niña estaban llorando. Pero sólo sus
ojos, porque el resto de su cara tenía un gesto de alivio, como dando
infinitas gracias a Dios. El día pasó pronto. Así como pronto se llenó
el corredor que era comedor, cocina y cuarto para visitas, sólo que ahora
el corredor era en su totalidad sala de estar. Ahí estaban muchas mujeres
y muchos hombres vestidos de negro; todo parecía como que en aquella casa
algo importante iba a suceder. Olina quiso entender, pero nadie le dijo
nada. Cuando pudo entrar al cuarto, se encontró con que aquel cuarto que
era de todos, pasó a ser solamente de la Niña.
Ella, la Niña estaba en el centro de
aquel cuarto, recostada como siempre, sólo que ahora de verdad
dormía y sonreía. Su rostro estaba lozano, rosadas sus mejillas. Por
primera vez, la Niña había cruzado sus brazos sobre su pecho. Estaba allí
toda vestida de blanco. A la mañana siguiente, todo amaneció oliendo a
flores del mismo color de las del árbol de Santa Catarina.
Al atardecer la gente se fue.
En medio del murmullo de sus voces suaves se fueron despacio y se
llevaron con ellos una cajita adornada con blondas de tafetán blanco. Se
llevaron también las flores blancas... Mientras se iban, Olina quedó
sentada bajo el árbol de Santa Catarina que había nacido accidentalmente
en el patio. Algo le decía que los siguientes años de su infancia, los
pasaría corriendo por ese mismo patio, quizás se atrevería a llegar a
la montaña cercana, que se sentaría a horcajadas en un árbol con forma
de águila y volaría hacia el Sol. Cruzaría un par de palabritas con la
Niña y a la puesta del Sol, haría el viaje de regreso en una gusano
formado por una línea de arbustos que rodeaban la redondez del cerro. Vio
la puesta del Sol, dorado y brillante y vio como la gente caminaba
despacio, todos vestidos de negro con la cajita blanca en hombros; hasta
que ya no vio más...Sus ojos no resistieron más la fuerza brillante del
Sol, entonces los cerró por largo rato; al abrirlos de nuevo; ya el Sol se había ido, pero volvía la gente vestida de
negro con sus voces suaves; todo indicaba que le habían dejado al Sol
la cajita adornada con tafetán blanco.
Tuvo la certeza de que ya libre, la Niña algún día decidiría
llegar de visita a aquel corredor tan grande que igual era cocina, comedor
y dormitorio para visitas. A lo mejor vendría, de vez en cuando, a cortar
flores de las que daba el árbol de Santa Catarina que había nacido en el
patio de manera accidental. Quizá alguna vez sentiría su calor en
aquella cama que era de su mamá y su hermana.
Mejor aún, sería Olina misma quien subiera a la nube blanca con
forma de mamá osa, en donde, seguramente, dormiría la Niña. Una sonrisa
se dibujó en sus labios, mientras se apartaba el cabello de la cara y
fijaba sus ojos en la nube que creía era la cajita de orlas de tafetán
blanco que se posaba sobre la montaña, viendo al Sol esconderse detrás
de ella. Una mano fuerte aunque amorosa la invitó a incorporarse. Un
rostro tranquilo recibió su mirada.
Un abrazo tierno la sedujo hasta hacerla apoyarse en un pecho recio
que invitaba a dormir. Y ella soñó con ese viaje; quizá pudiera
llevarse el reloj despertador; se llevaría una media docena de flores de
Santa Catarina; la misión fantástica sería ir a preguntarle al Sol, si
podía ordenarle a la nube blanca que bajara y trajera consigo
a la Niña, para que jugara con ella en el cuarto que era de
todos...” Entre
esta y las de más allá, el Escritor de nuestra historia, siguió
escribiendo las páginas inéditas de su vida. Y es que profesar la literatura es un ansia nunca satisfecha. Trásfugo
del materialismo obtuso, casi siempre representado por las vacaciones
inasequibles, por los deseos insatisfechos y, en caso ulterior, por las
cuentas diarias no pagadas; el escritor de origen sigue escribiendo su
propia versión de la vida. La gente que lo ve, y es más, la que lo
rodea, cuando con dicha suerte cuenta, lo ve apegado al papel en el mejor
de sus momentos; o en otro tiempo, agarrándose a trompadas con las gárgolas
de sus castillos fantasmales. Para fortuna del escritor de origen, el día
o la noche llega en que la Divina Providencia, se apiada de su alma en
pena y, entonces, fluye como
río de aguas bravas, la nueva obra literaria de sus lamentos. Que sí se
publica o no, esa es historia de otra hora, o lo que es lo mismo, “esos
son otros veinte pesos”. Entonces,
a sabiendas que su lírica era por demás ajena a la realidad de todos los
demás, tomó en serio el consejo de los editores, quienes a voz en cuello
le gritaban que dejara de escribir poesía, y que empleara el ingenio
donado por el “Trono de la Gracia”, en escribir novelas de amor, de
intriga y, si le alcanzaba, que escribiera novelas policíacas. Intento
vano, porque entonces, sin pensarlo dos veces, cedió su cita con el
editor mayor con tanto abrojo ganada; a su amigo, el escritor de novelas
policíacas. Fue
en su busca, a la casucha aquella en la que había conocido a la muchacha
refugiada. Nada había cambiado en la callejuela de marras. La calle
empedrada, los geranios en los balcones, el rojo óxido de las casas
coloniales. La farola de la esquina y el zaguán con aldabón con forma
de cabeza de león de la casa de su amigo. “Tiempos aquellos, señor
don Simón”, susurró para si mismo. Su amigo ya no vivía en el
lugar; en cambio, lo mandaron a un lujoso condominio de casas con terraza
española y cúpulas blancas, una actualizada copia de las casas
coloniales. Después de identificarse para que el guarda garitero lo
dejara entrar a pie, finalmente hizo sonar el aparato intercomunicador de
la casona. Quien salió a atender la puerta, fue la hija menor de su
amigo, el escritor de novelas policíacas. Con un poco de pena, le confió
que buscaba a su padre para tratar con él un asunto literario. La
muchacha le contó que su padre, paciente diabético, se encontraba
recluido en el hospital. “¡Dios eterno; ahora que las cosas se nos
estaban componiendo!”, dijo consternado.
“¡No está muerto!, sólo tiene una crisis de azúcar”, le
repostó la muchacha malencarada. Se
montó a una camioneta extra urbana, y finalmente tuvo frente a sí, no al
escritor de novelas policíacas, sino a un hombre enfermizamente obeso que
jadeante se quiso incorporar de la cama de hospital para recibirlo. “No
se apure Broso, solo hágame campito que yo me siento en la cama”, le
dijo. “¿Cómo se siente?, le preguntó mientras le sobaba el pie
hinchado. “Pues mire, aquí finiquitando el sueño americano”. El
Escritor sonrió nostálgico y reflexionó en voz alta, “Es mejor
quedarse en el terruño aunque sea comiendo caldo de quiletes”, a lo que
con sarcasmo respondió el amigo enfermo,
“Entre otras cosas...”. Ambos rieron con sorna... Dentro
de lo trágico que pudo ser su entrevista, cuando la gente se quiere bien,
encuentra los recursos para recordar las épocas ya idas. Se rieron de sus
tiempos de jardineros poetas y de media cuchara de albañilería en el
hotelazo de la entrada; repasaron, como si hubiese sido ayer, los tiempos
en que recogían periódicos atrasados para leer sobre las novedades
literarias. De los tiempos, en que le apostaban a conquistar a las
muchachas con los mismos versos, recitados y dedicados especialmente a la
niña de turno. A la Musa la recordaron entre lágrimas sentidas y, a la
muchacha refugiada, la celebraron como a una bellacada a dos manos. Rieron
ellos, los demás pacientes y hasta los médicos de turno. “Pues
bien, dijo el Escritor, no creo que sea prudente hablarle del tema”;
aunque el otro respondió, “Cada vez que lo escucho, es para algo
muy importante; ahora que, yo estaba pensando en donarle a mi mujer...”.
Los médicos no entendieron el chascarrillo, mientras el escritor de
novelas policíacas dijo: “Ahora que ya me voy a morir... digo”. El
Escritor, entonces aún sonriendo le contestó: “Una vez le pasa al
ciego Broso; además, ya no estoy yo para esos trotes”.
La carcajada fue generalizada. Limpiándose la boca babosa, el
Escritor procuró enseriarse y retomó: “Pues, yo venía a ver si le
interesa publicar sus novelas policíacas”. “¡Caramba!, como me lo
contaron se lo cuento!”. “¿Usted, editor de novelas policíacas?”.
Volvieron a reír, aunque cada vez se fueron internando en el silencio
fatal de la verdad... “Sí habla en serio, tire al fuego todas las
novelas mías que encuentre; pero una... ‘El Comandante’;
esa es mi autobiografía y la de la muchacha refugiada...”.
Sus ojos casi ciegos, brillaron con el brillo de la causa personal
ganada y, continuó: “Si en algo me estima, que sé que sí, publique
‘El Comandante’; entonces yo habré descansado en paz...”. El amigo
respondió: “¡Delo por hecho!, amigo mío. Si no publico algo mío, no
me importa, ‘El Comandante’ será publicado, ¡aunque deje la vida en
el intento!”. En
fin, de alguna manera lo instruyó para que localizaran los manuscritos de
sus novelas policíacas. “Cosas veredes Sancho amigo...”; le
dijo el escritor de novelas policíacas mientras se despidió con un
abrazo y un beso de hermanos. Cuando venía de regreso en la camioneta
atiborrada hasta las cachas, supo el Escritor que no volvería a
ver con vida a su amigo el escritor de novelas policíacas. Esa entrevista
en el hospital había sido el recuento final de su amistad y, en el fondo
de su alma, se alegró de haber sido él quien capitulara la parte bonita
de la vida de su amigo. Ahora se dijo, es cuestión de honor lo de la
publicación. Quizá no llegue a tiempo de verlas publicadas, pero de que
se publican, se publican, sentenció. Dedicó los siguientes días a revisar los manuscritos. Hizo correcciones de forma, más no tocó el fondo. Cuando hizo la primera lectura de ‘El Comandante’, enfermó de sorpresa. La novela no era policíaca, aparentemente era una biografía de un guerrillero guatemalteco y su novia una militante de la resistencia comunista que aquel, había conocido en Praga, capital de la República Checa. Es decir, él fue amigo del alma de un guatemalteco militante revolucionario en activo y, por si fuera poco, también fue marido a medio tiempo de una espía de la resistencia comunista, quienes se conocieron durante la Primera Conferencia de los Países no Alineados, que contó con la presencia de Cuba. “¡Con que razón entendía el español perfectamente, la desgraciada!”, se recriminó la inocentada. Ciertamente, la novela cambiaba nombres e identidades, como era común a los escritores revolucionarios de la época, pero sus verdaderas identidades eran secretos a gritos en toda la región. Sobrevivieron
de aquella legión “Los Compañeros” de “Marco Antonio (el bolo)
Flores”; además de algunas otras obras noveladas, editadas y
distribuidas en el extranjero. Pasó, nuestro escritor, muchos días
anegado entre la cólera y la autocompasión. No era la militancia política
de “los amigos” lo que lo molestaba; era el engaño al que él
solo se había sometido. En
ese maremagno de contradicciones, se dio cuenta de que nunca supo el
nombre verdadero de la
muchacha refugiada. “Si lo he de saber, se decía a sí mismo; cuando
menos, lo he de tener escrito en algún lugar”. La verdad de las cosas,
aunque el Escritor no lo recordara o, quizá, no lo quisiera reconocer, es
que nunca le preguntó a la muchacha refugiada, cuál era su nombre de
pila, ya que de siempre la llamó “la muchacha refugiada” en público,
y Brishí (por su parecido con Brigitte Bardot), en la intimidad. De ella,
sólo sobrevivió un cofre de madera con rebordes de hojalata, que después
del descubrimiento pasó varios días sin abrir. No le confió a nadie, ni
siquiera a su hijo, el delicado asunto. El día que tomó el valor para
abrir el cofre, lo hizo solo y con la sensación de que hacerlo sería el
acto postrer de su existencia; no tanto en la vida física, sino en su
vida como hombre. Finalmente, lo abrió. Encontró mucho dinero en
diferentes denominaciones, particularmente “dinares y
tolares”, las monedas de uso corriente en Eslovenia.
Encontró periódicos viejos sobre la Guerra fría, además de reportes
sobre el conflicto interno, librado por los países de nuestra región.
Encontró una nota de despedida de la muchacha refugiada;
en la que en
perfecto castellano le pedía perdón, y le agradecía los favores recibidos. Allí
se enteró de que el amigo viajó a los Estados Unidos como testigo
protegido de la C.I.A.; mientras que a ella, la tuvo que dejar en
Guatemala, porque el gobierno norteamericano le negó la visa; aunque al
parecer, no la tocaron a cambio de información fidedigna sobre el
movimiento revolucionario en Centro América.
Por un momento, el estupor de ser traidor le corrió espina dorsal
arriba; pero después de un meteórico recuento mental que hizo de sus
conversaciones con ella, de los panfletos contenidos en sus cajas de
libros, en los libros apilados en los estantes de la librería la Musa y
demás recónditos lugares; efectivamente no había nada que pudiera
servir a la espía. Entonces entendió; que sí había habido intervención
Divina; cuando de la nada, se volvió un pervertido sexual con los
cromos de Las majas de Francisco de Goya. Durante ese episodio, él había
roto, después de mojado; quemado y enterrado las cenizas de toda la
propaganda subversiva que tenía. O
sea que, ya no más inocentadas, la mujer se fue de su casa, cuando supo
que realmente no había nada que pudiera servirles a los anticomunistas.
En fin, ojalá sus encantos naturales no seduzcan a Pedro Joaquín
Chamorro en Nicaragua o a Mario Payeras en la montaña guatemalteca. Ojalá
ninguno de los “comprometidos” con la causa revolucionaria
centroamericana; se le cruce a esta desgraciada. Primeramente Dios que no, se persignó. Dentro
de los perturbadores hallazgos del cofre, encontró algo aún más
importante. Era el diario de una médico, aparentemente, secuestrada por
la guerrilla guatemalteca, en la cual narraba las crueldades de ambos
bandos durante el conflicto armado interno.
Entonces, tomó la decisión de no publicar la obra de su amigo el
escritor de novelas policíacas. No
lo merecía, además de que no eran tal cosa; eran más bien, un compendio
de hechos sanguinarios y confusos. Consideró valioso, eso sí, la
historia de la médico desconocida y que, pensó, había sido una víctima
inocente del Comandante; además que dentro del trasiego de balas se había
convertido en la novia de su amigo el escritor de novelas policíacas. A
este último, el Escritor lo reconoció mediante el retrato hablado que de
él hacía la médico que había escrito el diario. Buscó con lupa en las
páginas del cuaderno de notas a la espía checa, pero no la encontró.
Esta debió ser su aventura posterior, se dijo. Hizo el intento de
corroborar la historia de la médico, pero fue inútil; nadie le supo dar
razón de quien había escrito la historia. Así que la dejó como estaba.
Su
hijo, al frente de la situación, le preguntó un día: “¿Está seguro
papa; mire que ese hijo de su madre nunca fue su amigo”.
“Si lo fue. De hecho
fue el único amigo que tuve en la vida”, respondió con nostalgia y
prosiguió: “No publicaré la historia malamente contada de su líder,
el tal Comandante; eso no merece ser honrado. Publicaré eso sí, el
diario de la médico guatemalteca, es un deber patrio...”, concluyó. Ciertamente,
los escritores revolucionarios, habían peleado, además de su propia
revolución, la publicación de sus experiencias en la selva.
De ahí, la valiosa literatura de Mario Payeras el insigne creador,
que no autor, de “El Mundo como flor y como invento” y entre otras
muchas joyas de la literatura nacional, su “Asedio a la utopía”,
Ensayos políticos 1989-1994. De
este autor nacional, como ningún otro; nuestro escritor poseía casi a
nivel de venerada reliquia los “Poemas de la Zona Reina”.
Así, la literatura también fue arma de ambos bandos en el dolor
perpetuo de la Patria. Hubo
autores que contrarrestaron el sentimiento nacionalista de los literatos.
“No se trata de juzgar, dijo el Escritor a su hijo, ni mucho
menos sentenciar un ideal; lo que si vale es que la pluma, bien blandida,
puede hacer más que la metralla”. Las demás obras, podían o
no ser autobiográficas del escritor de novelas policíacas; entonces como
un acto de contrición para honrar su palabra, incluyó la que más se
parecía a una novela, y que además contenía datos biográficos que él
conocía de su amigo. Después
de meses, tomó la decisión de llevarlas al editor mayor; quien apenas
las hojeó y autorizó la dichosa publicación. El Escritor, se apresuró
a aclararle al editor mayor: “Las
novelas policíacas no son mías, son de un querido amigo ya fallecido”.
“Lo sé, esto, no es un
acto literario, sino un acto de justicia social”, le respondió
circunspecto el editor mayor. El
escritor volvió a su choza del bosque.
Destruyó los jardines floridos y usó la madera del quiosco para
cocer frijoles negros en la fogata del patio. Se hizo baños de salvia y
de hojas de eucalipto. De allí en adelante, usó para bañarse ‘bolas
de jabón de coche’. Es decir, quería purificarse.
El
día en que su hijo lo encontró haciendo un sahumerio es su casa, lo
abrazó y con ternura le dijo: “No friegue papa, ¿usted haciendo actos
de brujería?”. Nada en el mundo era más importante para el Escritor
que la opinión que de él tuviera su hijo. Entonces, fue que se decidió
a hablar. “No es brujería hijo, siéntese bajo el aguacatal que sembró
el abuelo, voy a contarle la verdadera historia de mi vida, de mi amor por
su mamá, y de las burradas que cometí en nombre de la poesía”.
Acto seguido, le narró la historia hasta aquí contenida.
El día llegó en que se realizó el acto de entrega de las ‘novelas policíacas’; el que se realizó en un salón barroco del hotelazo de la entrada del pueblo; el Escritor lloró cuando vio el jardín plantado por los jardineros poetas, y dedicó su último verso a las lilas sobrevivientes. Él recibió la, aparente, obra de su amigo. Su hijo, se encargó de novelar la historia que su padre le contó el día de las confesiones, bajo el aguacatal de su abuelo. También estaba invitada la familia del escritor de novelas policíacas, ya extinto; pero se excusaron ya que habían partido a seguir buscando el sueño americano. Como siempre, en nombre de la sincera amistad que su padre había profesado a nuestro escritor, no tuvieron empacho “en cederle el honor de recibir en su nombre, la honra literaria que la muerte le había arrebatado”. Cuando
el Escritor ya no encontró los lentes, aún los tuviera puestos,
cuando siguió escribiendo aunque ya hubiese desbordado la hoja; cuando no abrió más al público su librería La Musa, porque
dejó de ser la fuente del sustento diario, convirtiéndose a tiempo
completo en el
refugio acucioso de la vida
y que por todo aviso, garrapateó un cartel que colgó de la puerta del
local que decía literalmente: “Aquí ya no se venden libros, sólo
se prestan”. Ese día, recibió la oferta del editor mayor para
hacer una antología de su poesía. No
accedió, en cambio dejó certificado que su obra maestra fue su hijo;
quien lo hizo tres veces abuelo y quien le dedicó diez y seis, de las
cuarenta obras que escribió y publicó; porque veinte se las dedicó a la
Musa de su padre; o sea, su propia madre; y cuatro más, se las dedicó a
su amigo, el compañero de la Musa...
Así se encapsula la vida del Escritor y de su amigo el escritor de novelas policíacas. Entre los haberes del Escritor, que seguían siendo libros, manuscritos, poemas y citas literarias; alguna vez, cuando él se había ido definitivamente, su hijo encontró cientos de manuscritos de la más alta calidad literaria. ¿Publicaciones?, una que otra que siguieron perdidas en los anaqueles empolvados de los críticos y editores, o las dos cosas al mismo tiempo... |
Olivia López Betancourt©
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